sábado, 15 de diciembre de 2018

El ocaso del ateísmo


por Daniel Iglesias Grèzes 
El drama del humanismo ateoEl ateísmo suele ser presentado como un humanismo. Según el Diccionario de la Real Academia Española, la palabra “humanismo”, en su quinta acepción, significa: “sistema de creencias centrado en el principio de que las necesidades de la sensibilidad y de la inteligencia humana pueden satisfacerse sin tener que aceptar la existencia de Dios y la predicación de las religiones.” Examinemos si ese principio del humanismo ateo es verdadero o falso.

Una de las necesidades principales del ser humano es la de conocimiento. Como escribió Aristóteles: “Todos los hombres tienen naturalmente el deseo de saber.”[1]

Otra de nuestras necesidades principales es la de encontrar un sentido a la vida, el amor, el trabajo y el sufrimiento. El hombre es un ser en busca de sentido, mucho más que un ser en busca de placer o de poder.[2] Comento que esto encaja bien con la cita de Aristóteles: el hombre no desea sólo el conocimiento en general, sino que está muy interesado en conocer lo más esencial sobre sí mismo: ¿cuáles son su origen y su destino?, etc.

Además, hay en el hombre un deseo innato e irreprimible de felicidad. “Todos desean la felicidad unánimemente.”[3]

¿El humanismo ateo puede satisfacer los anhelos de conocimiento, sentido y felicidad que anidan en lo más profundo del ser humano? Hay muchas buenas razones para pensar que no. Veamos algunas.

Aunque algunos no lo crean, la ciencia ofrece un fuerte testimonio contra el ateísmo, pues nos muestra un mundo regido por leyes naturales expresables en términos matemáticos. Ahora bien, los entes matemáticos no son entes reales sino entes ideales. Podemos ver dos postes o dos tomates, pero nadie ha visto jamás al número dos en sí, más allá de los símbolos que lo representan. La matemática parece ser una obra de la mente. Sin embargo, la matemática, aplicada a la física, nos permite conocer los planetas, estrellas y galaxias y llevar a cabo con precisión viajes espaciales. ¡El universo tiene una estructura matemática! Pero ¿cómo sería eso posible si la matemática fuera sólo una construcción subjetiva? Respondo: porque el universo proviene de una mente mucho más poderosa que la mente humana, la Mente de un Creador que, entre otras muchas cosas, es un maravilloso matemático.

En cuanto al deseo humano de sentido, lo que ofrece el humanismo ateo es muy insatisfactorio y hasta patético: nuestra existencia no tendría ningún sentido objetivo. El hombre debería abandonar la búsqueda de sentido e intentar dar un sentido arbitrario a su vida y sus acciones. Este nihilismo de fondo intenta encubrirse a veces con el entusiasmo de las utopías políticas. Pero frente a la perspectiva cierta de la muerte se revela la inconsistencia de los “sentidos artificiales” (arbitrarios o ideológicos) de la existencia humana.

Las precedentes reflexiones desembocan en esta conclusión: ninguna de las dos grandes corrientes del humanismo ateo (el individualismo y el colectivismo) permite colmar el deseo humano de felicidad.

El individualismo afirma que cada individuo humano existe o debe existir para sí mismo, buscando exclusiva o primordialmente su propia felicidad. Empero, la doctrina individualista contraría una experiencia humana universal: el disfrute egoísta del placer, la riqueza, el poder o incluso el saber no da la felicidad. Todo eso es “vanidad de vanidades”, como dijo el Eclesiastés siglos antes de Cristo. La felicidad no está en el egoísmo.

Por su parte, el colectivismo afirma que el individuo humano existe o debe existir para la sociedad humana, como la hormiga para el hormiguero. Sin embargo, en el fondo todos sabemos que eso no es verdad. El colectivismo puede ser planteado en forma teórica, pero es invivible y muy insatisfactorio en la práctica. La historia de los totalitarismos del siglo XX lo demuestra ampliamente.

El humanismo ateo, incapaz de responder adecuadamente a las aspiraciones más profundas del hombre, tampoco puede dar un fundamento firme al orden social. Esto se puede apreciar de varias maneras, de las que mencionaré tres.

Primeramente, el humanismo ateo pretende defender la libertad del hombre, pero en última instancia la niega. Si sólo existe la materia, el hombre no es más que un conjunto de átomos; y los átomos no son libres, sino que se mueven según las leyes naturales. La libertad humana individual y las libertades políticas serían meras ilusiones.

En segundo lugar el humanismo ateo pretende defender la dignidad del hombre, pero en realidad la niega. Si el hombre es sólo un animal algo más evolucionado, entonces no hay ninguna diferencia sustancial entre un hombre y un gusano. El pretendido “humanismo” ateo ha dado lugar al inquietante movimiento “animalista” actual.

Y en tercer lugar, el humanismo ateo pretende defender los derechos humanos, pero en verdad niega su fundamento. Si Dios no existe, no hay deberes absolutos; y, dado que mis derechos no son más que los deberes de los demás para conmigo, tampoco hay derechos absolutos, naturales e inalienables, sino sólo derechos concedidos o negados por mayorías circunstanciales.

Por todo esto y mucho más, es necesario y urgente superar el “humanismo ateo”. En las siguientes dos secciones, intentando aportar algunos elementos para esa superación, criticaré dos nociones muy caras a muchos ateos contemporáneos: el multiverso y la epistemología evolutiva. Y en la sección final plantearé una breve reflexión sobre la relación entre el ateísmo y el pecado.

El multiverso, último refugio del ateísmoHacia 1966, cuando empezó a emitirse la serie de televisión Star Trek, muchos creían que había cientos de miles de planetas habitados en la Vía Láctea y que las civilizaciones extraterrestres pululaban en nuestra galaxia. Esas conjeturas tan “optimistas” sobre la vida extraterrestre han sido en gran parte reemplazadas por un mayor escepticismo, por las razones que expondré a continuación.

Aunque todavía hoy la mayoría de los científicos piensa que los seres humanos no ocupamos una posición física o metafísica privilegiada en el cosmos, esa opinión tiende a debilitarse, porque existe un cúmulo creciente de evidencias científicas que indican que nuestro planeta es excepcional y probablemente rarísimo con respecto a su habitabilidad. Acerca de esto, aquí me limitaré a afirmar que no es cierto que la Tierra sea un planeta ordinario, ni que el Sol sea una estrella ordinaria, ni que el Sistema Solar sea ordinario, ni que la posición del Sistema Solar en la Vía Láctea sea ordinaria, ni que la Vía Láctea sea una galaxia ordinaria. Muchas características a priori altamente improbables de la Tierra, el Sol, el Sistema Solar y (en menor grado) la Vía Láctea hacen que la Tierra sea un lugar habitable.

Me detendré en otro punto interesantísimo: también el universo en su conjunto presenta características a priori altamente improbables que hacen posible la existencia de la vida en la Tierra. Esto se puede afirmar gracias al descubrimiento, en la segunda mitad del siglo XX, de la sintonía fina del universo.

Hoy se sabe que unas veinte o más constantes físicas fundamentales[4] exhiben una sintonía finísima, a tal punto que parecen haber sido ajustadas con un nivel de exactitud casi inconcebible para hacer posible la vida en el universo. Si cualquiera de esas constantes físicas fundamentales fuera significativamente mayor o menor, el resultado sería un universo ordenado pero incompatible con la vida, o bien un universo caótico, en el que sería imposible la vida. La sintonía fina del universo sugiere abrumadoramente la idea de un universo diseñado para la vida. Hay dos formas de eludir esa impresión abrumadora de diseño inteligente: una de ellas apela a la necesidad y la otra al azar. Considerémoslas una a una.

Necesidad. Algunos científicos piensan que, aunque en apariencia muchas constantes físicas fundamentales son independientes entre sí y tienen valores contingentes, en realidad, por razones que desconocemos, todas esas constantes están relacionadas entre sí y sus valores son necesarios. Esos científicos esperan que una futura teoría unificada de la física relacione todas las fuerzas y constantes físicas fundamentales. Empero, aparte de que esa teoría unificada no es más que un deseo o proyecto subjetivo, esa unificación equivaldría a sustituir las veinte o más constantes fundamentales conocidas por una sola; pero también esa única constante exhibiría un ajuste fino que requeriría una explicación.

Azar. Para intentar eludir las consecuencias teológicas de la sintonía fina del universo, cada vez más pensadores ateos se aferran a la única opción restante: la hipótesis del “multiverso”. Existirían numerosísimos o infinitos universos, cada uno con sus propias variantes de las leyes de la física. A través de una especie de “selección natural cosmológica” se originaría necesariamente un universo (el nuestro) con la sintonía fina necesaria para permitirle albergar vida inteligente. Gracias al concepto de multiverso, se lograría volver a sustentar la vapuleada idea de nuestra propia mediocridad: nuestro universo no tendría un status especial dentro del multiverso. El “efecto selección” explicaría por qué estamos en este universo finamente ajustado para la vida, y no en otro.

Contra la fuga atea hacia el multiverso se pueden esgrimir muchas razones fuertes, entre ellas las siguientes:

1 · No hay ninguna evidencia científica de otros universos.

2 · Más aún, el multiverso no es una hipótesis científica, porque es totalmente inverificable. Siempre será imposible ponerla a prueba u observar los otros supuestos universos.

3 · La hipótesis del multiverso, además de ser arbitraria, viola espectacularmente el principio epistemológico conocido como “la navaja de Ockham”: no se debe multiplicar los entes sin necesidad.

4 · Si los múltiples universos no tienen relaciones causales entre sí, entonces no explican por qué nuestro universo existe y tiene las sorprendentes propiedades que tiene. Y si los múltiples universos tienen relaciones causales entre sí, no se logra más que hacer retroceder el problema un nivel: habría que explicar por qué el “proceso creador de universos” exhibe un ajuste fino.

5 · Con la matemática y la metafísica clásicas, y contra la aritmética transfinita de Cantor, es muy razonable pensar que es imposible que existan infinitos universos (o infinitas estrellas, infinitos átomos, etc.), dado que el infinito no es un número.

6 · Por último, también el multiverso necesitaría una causa. No basta postularlo.

La duda horrible de DarwinEl 3 de julio de 1881, en una carta a William Graham, Charles Darwin escribió lo siguiente: “Pero entonces siempre surge en mí la duda horrible de si las convicciones de la mente del hombre, que se ha desarrollado a partir de la mente de los animales inferiores, son de cualquier valor o dignas de confianza en absoluto. ¿Confiaría alguien en las convicciones de la mente de un mono, si es que hay alguna convicción en tal mente?” Estas palabras de Darwin son una excelente objeción a una doctrina filosófica basada en la teoría darwinista de la evolución: me refiero a la “epistemología evolutiva”, que a los efectos de este artículo definiré como la teoría que sostiene que el conocimiento mismo evoluciona por selección natural.

El filósofo Daniel Dennett, uno de los principales exponentes del llamado “nuevo ateísmo”, ha afirmado que la teoría darwinista de la evolución es un “ácido universal”, que corroe todo aquello en lo que creíamos (incluso la religión) y las formas en que mirábamos el mundo. A diferencia de Darwin, a quien esa idea lo afligía, al parecer Dennett no llegó a comprender que ese “ácido universal” se corroe también a sí mismo.

La epistemología evolutiva implica que no tenemos algunas ideas por verdaderas porque sean realmente verdaderas, sino porque el mecanismo de la evolución darwinista (las mutaciones genéticas aleatorias más selección natural) ha hecho prevalecer esas ideas en nuestras mentes, debido a sus ventajas adaptativas para la especie humana, o sea porque fomentan la supervivencia y la reproducción de los seres humanos. Por ejemplo, hasta hace pocos siglos casi todos los hombres creían en Dios, pero –según la corriente de pensamiento que estoy describiendo– no porque Dios existiera, sino porque la evolución biológica les hizo creer que existía. Los darwinistas ateos tienden a pensar que, ahora que el ser humano ha tomado en sus manos la dirección de su propia evolución, ya no necesita la ayuda de las ideas religiosas; aunque (y esto es una digresión) no es fácil ver por qué la religión habría perdido sus “ventajas adaptativas”.

No es posible hacer que concuerden la epistemología evolutiva y la epistemología realista, la que sostiene la validez objetiva de los conocimientos humanos. Es fácil imaginar ideas que, a pesar de que en la hipótesis de la filosofía darwinista no tienen ninguna validez objetiva, otorgan ventajas evolutivas a los seres humanos que las tienen por verdaderas. Por ejemplo, según esa filosofía no existe realmente el pecado; sin embargo, la idea de que el suicidio es un pecado mortal presenta obvias y notables ventajas para la supervivencia y la reproducción de los individuos que la sostienen.

Por lo tanto, es inevitable que la epistemología evolutiva sea auto-contradictoria. Por un lado los epistemólogos evolutivos piensan que la epistemología evolutiva es verdadera, o sea que describe cómo son las cosas realmente. Por otro lado, aplicando la epistemología evolutiva a sí misma, se deduce que ellos no creen en la epistemología evolutiva porque sea verdadera, sino porque la evolución biológica los ha movido a pensar así, debido a las ventajas adaptativas que les confiere.

Más aún, si la epistemología evolutiva fuera verdadera, también la propia teoría científica de la evolución —y no sólo sus consecuencias o adherencias filosóficas— sería un mero producto de la evolución, no una descripción objetiva de la historia natural. La epistemología darwinista se destruye a sí misma. En las mismas palabras de Darwin, no hay necesidad de confiar en las ideas de un animal más desarrollado que los animales inferiores ni siquiera cuando se trata de la idea de que el hombre no es más que un animal más desarrollado que los animales inferiores.

Algunos filósofos intentan salvar a la epistemología evolutiva diciendo que la teoría de la evolución no nos dice cómo ocurrieron las cosas realmente, pero es coherente en sí misma y con nuestras experiencias. Sin embargo, no hay coherencia en esta forma de pensar, porque implica que por un lado afirmemos la realidad objetiva de la evolución y por otro lado la neguemos. Sería la idea de la evolución, y no la realidad de la evolución, la que nos hace creer en la idea de la realidad de la evolución. La “duda horrible” de Darwin se presenta como un callejón sin salida para el pensamiento darwinista.

Gracias a Dios, los llamados callejones sin salida siempre tienen una salida, aunque no hacia adelante, sino hacia atrás. La única forma de salir del mentado callejón darwinista es volver al realismo metafísico. Se puede aceptar una teoría de la evolución biológica si a la vez se acepta que hay en el hombre una facultad (la inteligencia) que le permite captar conceptualmente la verdad de lo real; pero un hombre con una facultad así es mucho más que un manojo de átomos y mucho más que un animal más desarrollado. Es algo que pertenece a un orden de cosas enteramente distinto: es una persona.

Ateísmo y pecado 
La tentación de vivir de un modo amoral amenaza no sólo a los no creyentes, sino también a los creyentes. Sin embargo, el cristiano tiene mejores defensas contra esa tentación que el ateo, porque cree en una obligación moral absoluta y en una sanción moral eterna. En cambio el ateo no puede dar un fundamento racional sólido a las normas morales universales que prohíben (por ejemplo) el homicidio, el adulterio, el robo o la mentira. “Si Dios no existe, todo está permitido.”[5] Sin un Ser Absoluto, no puede existir el orden moral objetivo; en ese caso, para orientar la conducta, sólo tendríamos las leyes positivas, las convenciones sociales y los cálculos utilitaristas. Pero el utilitarismo desfigura la vida moral. Por lo demás, en términos objetivos (con buena o mala intención), el ateísmo mismo es pecado: un pecado contra la fe.

Con Dios o sin Dios todo cambia. Por ejemplo, cambia la noción de ser humano. El cristiano considera al ser humano como una unidad sustancial de cuerpo material y alma espiritual, un ser inteligente y libre, creado por Dios a imagen y semejanza Suya, por amor, para que conozca y ame a Dios y a los demás seres humanos. En cambio el materialista considera al ser humano como un mero animal algo más evolucionado que los otros animales, y en el fondo como un simple conjunto de átomos, cuya existencia no tiene ningún sentido absoluto. Según él, no somos otra cosa que hijos no deseados de la fría Madre Naturaleza. Esa forma de pensar conduce fácilmente a sostener el ideal de un ser humano sin compromisos absolutos. Si el hombre es sólo un producto del azar, sin un fin último objetivo, probablemente le convenga pasar su efímera vida buscando exclusivamente su propio placer.

No es posible obrar bien sin antes pensar bien. El ateísmo tiende intrínsecamente a la deshumanización. Quien cree que el ser humano es un simple conjunto de átomos o un mero animal algo más evolucionado se sentirá tentado a tratar a los demás como cosas o animales. La conducta ética de los no creyentes de buena voluntad (que sin duda existen) subsiste en un equilibrio inestable: dado que no piensan como viven, corren el riesgo de terminar viviendo como piensan. Benedicto XVI resumió claramente este asunto: “Una mentalidad que se ha ido difundiendo en nuestro tiempo, renunciando a cualquier referencia a lo trascendente, se ha mostrado incapaz de comprender y preservar lo humano. La difusión de esta mentalidad ha generado la crisis que vivimos hoy, que es crisis de significado y de valores, antes que crisis económica y social. El hombre que busca vivir sólo de forma positivista, en lo calculable y en lo mensurable, al final queda sofocado. En este marco, la cuestión de Dios es, en cierto sentido, ‘la cuestión de las cuestiones.’ Nos remite a las preguntas fundamentales del hombre, a las aspiraciones a la verdad, la felicidad y la libertad ínsitas en su corazón… El hombre que despierta en sí mismo la pregunta sobre Dios se abre a la esperanza, a una esperanza fiable, por la que vale la pena afrontar el cansancio del camino en el presente.”[6]

[1] Metafísica 1, 1.

[2] Cf. Viktor Frankl, El hombre en busca de sentido.

[3] San Agustín, De Trinitate, XIII.

[4] Por ejemplo, la constante gravitatoria de Newton.

[5] Fiodor Dostoievski, Los hermanos Karamazov.

[6] Papa Benedicto XVI, 25 de noviembre de 2011.
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© 2018 Revista Fe y Razón  Fecha: diciembre 8, 2018

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