| Mensaje del Santo Padre,     Benedicto XVI, para la Jornada Mundial de las Misiones 2010 (10 de octubre de 2010) 
 
 Queridos hermanos y     hermanas:  El mes de octubre, con la celebración de la Jornada     mundial de las misiones, ofrece a las comunidades diocesanas y     parroquiales, a los institutos de vida consagrada, a los movimientos     eclesiales y a todo el pueblo de Dios, la ocasión para renovar el     compromiso de anunciar el Evangelio y dar a las actividades pastorales una     dimensión misionera más amplia. Esta cita anual nos invita a vivir     intensamente los itinerarios litúrgicos y catequéticos, caritativos y     culturales, mediante los cuales Jesucristo nos convoca a la mesa de su     Palabra y de la Eucaristía, para gustar el don de su presencia, formarnos     en su escuela y vivir cada vez más conscientemente unidos a él, Maestro y     Señor. Él mismo nos dice: "El que me ame, será amado de mi Padre; y yo     lo amaré y me manifestaré a él" (Jn     14, 21). Sólo a partir de este encuentro con el Amor de Dios, que cambia la     existencia, podemos vivir en comunión con él y entre nosotros, y ofrecer a     los hermanos un testimonio creíble, dando razón de nuestra esperanza (cf. 1 P 3, 15). Una fe     adulta, capaz de abandonarse totalmente a Dios con actitud filial,     alimentada por la oración, por la meditación de la Palabra de Dios y por el     estudio de las verdades de fe, es condición para poder promover un     humanismo nuevo, fundado en el Evangelio de Jesús.  En octubre, además, en muchos países se reanudan las     diversas actividades eclesiales tras la pausa del verano, y la Iglesia nos     invita a aprender de María, mediante el rezo del santo rosario, a     contemplar el proyecto de amor del Padre sobre la humanidad, para amarla     como él la ama. ¿No es este también el sentido de la misión?  El Padre, en efecto, nos llama a ser hijos amados en     su Hijo, el Amado, y a reconocernos todos hermanos en él, don de salvación     para la humanidad dividida por la discordia y por el pecado, y revelador     del verdadero rostro del Dios que "tanto amó al mundo que dio a su     Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida     eterna" (Jn     3, 16).  "Queremos ver a Jesús" (Jn 12, 21) es la petición     que, en el Evangelio de san Juan, algunos griegos, llegados a Jerusalén     para la peregrinación pascual, presentan al apóstol Felipe. Esa misma     petición resuena también en nuestro corazón durante este mes de octubre,     que nos recuerda cómo el compromiso y la tarea del anuncio evangélico     compete a toda la Iglesia, "misionera por naturaleza" (Ad     gentes, 2), y nos invita a hacernos promotores de la     novedad de vida, hecha de relaciones auténticas, en comunidades fundadas en     el Evangelio. En una sociedad multiétnica que experimenta cada vez más     formas de soledad y de indiferencia preocupantes, los cristianos deben     aprender a ofrecer signos de esperanza y a ser hermanos universales,     cultivando los grandes ideales que transforman la historia y, sin falsas     ilusiones o miedos inútiles, comprometerse a hacer del planeta la casa de     todos los pueblos.  Como los peregrinos griegos de hace dos mil años,     también los hombres de nuestro tiempo, quizás no siempre de modo     consciente, piden a los creyentes no sólo que "hablen" de Jesús,     sino que también "hagan ver" a Jesús, que hagan resplandecer el     rostro del Redentor en todos los rincones de la tierra ante las     generaciones del nuevo milenio y, especialmente, ante los jóvenes de todos     los continentes, destinatarios privilegiados y sujetos del anuncio     evangélico. Estos deben percibir que los cristianos llevan la palabra de     Cristo porque él es la Verdad, porque han encontrado en él el sentido, la     verdad para su vida.  Estas consideraciones remiten al mandato misionero     que han recibido todos los bautizados y la Iglesia entera, pero que no     puede realizarse de manera creíble sin una profunda conversión personal,     comunitaria y pastoral. De hecho, la conciencia de la llamada a anunciar el     Evangelio estimula no sólo a cada uno de los fieles, sino también a todas     las comunidades diocesanas y parroquiales a una renovación integral y a     abrirse cada vez más a la cooperación misionera entre las Iglesias, para     promover el anuncio del Evangelio en el corazón de toda persona, de todos     los pueblos, culturas, razas, nacionalidades, en todas las latitudes. Esta     conciencia se alimenta a través de la obra de sacerdotes fidei donum, de     consagrados, catequistas, laicos misioneros, en una búsqueda constante de     promover la comunión eclesial, de modo que también el fenómeno de la     "interculturalidad" pueda integrarse en un modelo de unidad en el     que el Evangelio sea fermento de libertad y de progreso, fuente de     fraternidad, de humildad y de paz (cf. Ad     gentes,     8). La Iglesia, de hecho, "es en Cristo como un sacramento o signo e     instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género     humano" (Lumen     gentium, 1).  La comunión eclesial nace del encuentro con el Hijo     de Dios, Jesucristo, que en el anuncio de la Iglesia llega a los hombres y     crea la comunión con él mismo y, por tanto, con el Padre y el Espíritu     Santo (cf. 1 Jn     1, 3). Cristo establece la nueva relación entre Dios y el hombre. "Él     mismo nos revela que "Dios es amor" (1 Jn 4, 8) y al mismo tiempo nos enseña     que la ley fundamental de la perfección humana, y por ello de la     transformación del mundo, es el mandamiento nuevo del amor. Así pues, a los     que creen en la caridad divina, les da la certeza de que el camino del amor     está abierto a todos los hombres y de que no es inútil el esfuerzo por     instaurar la fraternidad universal" (Gaudium     et spes, 38).  La Iglesia se convierte en "comunión" a     partir de la Eucaristía, en la que Cristo, presente en el pan y en el vino,     con su sacrificio de amor edifica a la Iglesia como su cuerpo, uniéndonos     al Dios uno y trino y entre nosotros (cf. 1 Co 10, 16 ss). En la exhortación     apostólica Sacramentum     caritatis escribí: "No podemos guardar para nosotros     el amor que celebramos en el Sacramento. Este amor exige por su naturaleza     que sea comunicado a todos. Lo que el mundo necesita es el amor de Dios,     encontrar a Cristo y creer en él" (n. 84). Por esta razón la     Eucaristía no sólo es fuente y culmen de la vida de la Iglesia, sino     también de su misión: "Una Iglesia auténticamente eucarística es una     Iglesia misionera" (ib.),     capaz de llevar a todos a la comunión con Dios, anunciando con convicción:     "Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también     vosotros estéis en comunión con nosotros" (1 Jn 1, 3).  Queridos hermanos, en esta Jornada mundial de las     misiones, en la que la mirada del corazón se dilata por los inmensos     ámbitos de la misión, sintámonos todos protagonistas del compromiso de la     Iglesia de anunciar el Evangelio. El impulso misionero siempre ha sido     signo de vitalidad para nuestras Iglesias (cf. Redemptoris     missio, 2) y su cooperación es testimonio singular de     unidad, de fraternidad y de solidaridad, que hace creíbles anunciadores del     Amor que salva.  Renuevo a todos, por tanto, la invitación a la     oración y, a pesar de las dificultades económicas, al compromiso de ayuda     fraterna y concreta para sostener a las Iglesias jóvenes. Este gesto de     amor y de compartir, que el valioso servicio de las Obras misionales     pontificias, a las que expreso mi gratitud, proveerá a distribuir,     sostendrá la formación de sacerdotes, seminaristas y catequistas en las     tierras de misión más lejanas y animará a las comunidades eclesiales     jóvenes.  Al concluir el mensaje anual para la Jornada mundial     de las misiones, deseo expresar con particular afecto mi agradecimiento a     los misioneros y a las misioneras, que dan testimonio en los lugares más     lejanos y difíciles, a menudo también con la vida, de la llegada del reino     de Dios. A ellos, que representan las vanguardias del anuncio del     Evangelio, se dirige la amistad, la cercanía y el apoyo de todos los creyentes.     "Dios, (que) ama a quien da con alegría" (2 Co 9, 7), los colme     de fervor espiritual y de profunda alegría.  Como el     "sí" de María, toda respuesta generosa de la comunidad eclesial a     la invitación divina al amor a los hermanos suscitará una nueva maternidad     apostólica y eclesial (cf. Ga     4, 4. 19.26), que dejándose sorprender por el misterio de Dios amor, el     cual "al llegar la plenitud de los tiempos, envió (...) a su Hijo,     nacido de mujer" (Ga     4, 4), dará confianza y audacia a nuevos apóstoles. Esta respuesta hará a     todos los creyentes capaces de estar "alegres en la esperanza" (Rm 12, 12) al realizar     el proyecto de Dios, que quiere "que todo el género humano forme un     único pueblo de Dios, se una en un único cuerpo de Cristo, se coedifique en     un único templo del Espíritu Santo" (Ad     gentes,     7).  
 Vaticano, 6 de febrero de     2010 Benedicto XVI | 
No hay comentarios:
Publicar un comentario