INTRODUCCIÓN
Estas reflexiones se encarnan en la realidad del Pueblo de Dios. Mi intención primaria es compartirlas con quien habiendo sido bautizado ha recibido la filiación adoptiva de Dios, ha sido hecho hijo en el Hijo, y es invitado a creer y a adherirse al Señor Jesús, Camino, Verdad y Vida, poniendo su vida toda en sintonía con esa fe y esa adhesión, y anunciando al Señor a los demás en todas las ocasiones posibles.
Hago esta precisión para aclarar desde un inicio que me moveré en la fe y razonando desde esa fe. Quede pues en claro que hablo como creyente.
VOCACIÓN A LA SANTIDAD
Todo hijo de la Iglesia debe comprender que está llamado a ser santo1. El sed siempre y enteramente santos, como santo es el que os llamó 2neotestamentario sitúa al cristiano en el horizonte de una vida conforme al designio divino que pide la perfección en el amor. Es precisamente el Señor Jesús quien invita a seguir su camino hacia la plenitud, enseñando: Por lo tanto sean perfectos como es perfecto vuestro Padre que está en los cielos3. La palabra del Señor invita a todos cuantos la oyen a la vida santa. «El divino Maestro y Modelo de toda perfección, el Señor Jesús, predicó a todos y a cada uno de sus discípulos, cualquiera que fuese su condición, la santidad de vida, de la que Él es iniciador y consumador»4. El Concilio Vaticano II ha sido muy claro al respecto dedicándole todo un capítulo de la Constitución Dogmática Lumen gentium5. En él leemos un pasaje fundamental en el que conviene reflexionar: «Es, pues, completamente claro que todos los fieles, de cualquier estado o condición 6están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad, y esta santidad suscita un nivel de vida más humano incluso en la sociedad terrena. En el logro de esa perfección empeñan los fieles las fuerzas recibidas según la medida de la donación de Cristo, a fin de que, siguiendo sus huellas y hechos conformes a su imagen, obedeciendo en todo a la voluntad del Padre, se entreguen con toda su alma a la gloria de Dios y al servicio del prójimo»7.
La vocación a la vida cristiana y el llamado a la santidad son, pues, equivalentes, ya que todo fiel está llamado a la santidad8. La santidad está en la misma línea que la conformación con Aquel que precisamente es Maestro y Modelo de santidad. Nadie pues que realmente quiera ser cristiano puede considerarse exento del imperativo de aspirar a la santidad. Ninguna excusa, como la dificultad de ese camino o las atracciones del mundo o lo complejo de la vida hodierna, puede aducirse para escamotear el destino de felicidad al que Dios llama al hombre. No hay, pues, excusas válidas para desoír el llamado a caminar hacia la plenitud, hacia la felicidad plena. Existe sí la libertad de decir «no». Siempre existe esa posibilidad, pero al decir «no» la persona se está cerrando al designio que Dios le tiene preparado, es decir, está renunciando a su felicidad. Es posible decir «no», pero esa es una actitud no libre de gravísimas consecuencias para la persona y para la misión que está llamada a realizar en el mundo. En el fondo, decir «no» es optar por la muerte. Es sin duda rechazar la Vida que trae el Señor Jesús, es no conformarse a la vida cristiana que de Él proviene, es cerrarse al camino de profunda transformación y quedarse sumergido en las propias inconsistencias, en el anti-amor, en la anti-vida.
No es el caso abundar aquí sobre la naturaleza de este llamado a la santidad y el designio divino sobre el ser humano9, pues además del Concilio Vaticano II no pocos autores se han ocupado de él10, y por lo demás hoy es un asunto bien conocido. Hay, sin embargo, algunas cosas que conviene poner de relieve.
Si bien la santidad en la Iglesia es la misma para todos11, ella no se manifiesta de una única forma. Por ello la insistencia en que cada uno ha de santificarse en el género de vida al cual ha sido llamado, siguiendo en él al Señor Jesús, modelo de toda santidad.
Cada uno, en su estado de vida y en su ocupación, desde sus circunstancias concretas, «debe avanzar por el camino de fe viva, que suscita esperanza y se traduce en obra de amor»12. Así, el obispo se ha de santificar como obispo concreto, el sacerdote como sacerdote concreto, el diácono como tal, las diversas categorías de personas que han sido llamadas a la vida de plena disponibilidad en su llamado y circunstancias concretas, los laicos casados como casados13, y los laicos no casados aspirando a la perfección de la caridad como laicos. Así pues, cada uno ha de buscar santificarse en su propio estado, condición de vida y en sus circunstancias concretas. Esta es una enseñanza de siempre, si bien el Vaticano II ha sido ocasión para que recupere toda su fuerza doctrinal14.
Esta vinculación de la misma vida cristiana con la santidad está fundada en el bautismo, cuyas virtudes cada bautizado debe procurar conservar, manteniéndose en la relación con Dios que la gracia posibilita y evitando toda ruptura en esa relación fundamental. Igualmente se trata no sólo de permanecer en el amor y así permanecer con Dios15, sino de poner por obra la gracia amorosa que el Espíritu derrama en los corazones16. El cristiano que realmente aspira a ser coherente ha de vivir según la fe en todos los momentos de su vida, nutriéndose de la gracia y celebrando la fe de tal modo que toda su vida se desarrolle en presencia de Dios, en espíritu de oración, aspirando a que los dinamismos de comunión se alienten en el ejemplo del don eucarístico. No existe eso de cristiano en cómodas cuotas horarias, diarias ni mucho menos semanales. La vida cristiana debe manifestarse cotidianamente y en todos los momentos. Así, cada uno irá cooperando desde su libertad con la gracia recibida, creciendo en amorosa adhesión al Señor Jesús y conformándose con Él, tendiendo a la perfección del amor de la que nos da paradigmático ejemplo. Así pues, una vez más con la esperanza de que quede del todo claro: «Todos los cristianos, por tanto, están llamados y obligados a tender a la santidad y a la perfección de su propio estado de vida»17. Es decir, todos, en los distintos estados y condiciones de vida, han de orientar su existencia según el Plan de Dios evitando dar cabida a pensamientos, sentimientos, deseos o acciones que obstaculizan ese designio divino y llevan a considerar como permanente este mundo que pasa18, y buscando seguir cada vez más de cerca el Plan amoroso de Dios hasta producir los frutos del Espíritu, viviendo y actuando según Él19.
La santidad es el gran regalo para el ser humano. Por los misterios de la Anunciación-Encarnación, Vida, Pasión, Muerte, Resurrección y Ascensión del Verbo Encarnado, el amor de Dios se abre de modo inefable a la humanidad y posibilita el restablecimiento, a niveles impensados, como «hijos en el Hijo», de la amistad con Dios. Esta santidad es pues decisiva para la felicidad del ser humano. Es meta fundamental a la que se debe tender para alcanzar la plenitud. No es superflua, en lo más mínimo, aunque es gratuita. Se debe siempre a la iniciativa y al don de Dios, pero requiere de una colaboración entusiasta y eficaz. El deber querer ser santo es algo que debe ir con naturalidad con la vida cristiana. Todo creyente debe dejarse invadir por un intenso ardor por aspirar a la propia santidad. No hacerlo es demencial. Todo bautizado debe tomar conciencia de qué significa realmente ser bautizado y valorar tan magno tesoro pensando, sintiendo y actuando como cristiano. Es, pues, necesario que cada uno ponga el mayor interés y dedique lo mejor de sí a responder a la gracia, cooperando con ella desde su libertad para vivir cristianamente y así acoger el designio divino y llegar a ser santo, para llegar a ser feliz.
Pienso que la asincronía existencial que el secularismo ha introducido de manera flagrante en la vida de los seres humanos de hoy es el mayor peligro de la seducción del mundo en el aquí y ahora. La coherencia y unidad del ser humano no pueden ser juguete de los ritmos de la vida hodierna, ya que su felicidad eterna está en juego. Así pues, si un bautizado no encuentra en sí el suficiente entusiasmo para entregarse con todo su ser a la hermosa tarea de hacerse ser humano pleno en amistad con Dios, ha de preguntarse, ante todo, ¿qué mentira le tiene embotado el corazón? ¿por qué se permite la locura de vivir en una dualidad exis- tencial, por un lado lo que dice creer y por otro su vida diaria? La santidad es una apasionante tarea que, cuando se la entiende como lo que en verdad es, despierta un entusiasmo desbordante y una opción fundamental firme por vivir a plenitud la vida cristiana, viviendo, precisamente, en cristiano los diversos actos en que se va manifestando la existencia20.
En el proceso de valorar la santidad y de entusiasmarse por ella, hay una persona que ilumina toda santificación en la Iglesia. Es María21, Virgen y Madre, que brilla ante todos como paradigma ejemplar de todas las virtudes22. Ella que es el fruto adelantado de la reconciliación «en cierta manera reúne en sí y refleja las más altas verdades de la fe. Al honrarla en la predicación y en el culto, atrae a los creyentes hacia su Hijo, hacia su sacrificio y hacia el amor del Padre»23. María, por su adherencia y unión con el Señor Jesús, es modelo extraordinario de santidad, que se expresa en su fe, esperanza y amor, y desde esa santidad, ejerciendo tiernamente la tarea de ser Madre de todos sus «hijos en su Hijo», que le fue explicitada al pie de la Cruz24, coopera a la santidad de cada uno ayudando a su nacimiento, guiándolo, educándolo en la adhesión y comunión con el Señor Jesús25.
VOCACIONES DE VIDA CRISTIANA
La vocación a la vida cristiana se hace concreta en diferentes estados y condiciones de vida. Podemos encontrar una primera gran distinción en la forma de vivir la vida cristiana, ya en el celibato26 ya en el matrimonio. En torno a esto ha habido muchos errores, que hoy felizmente se van superando entre personas maduras en la fe. Sin embargo, no parece que se esté libre de que los antiguos disparates se reaviven o surjan otros nuevos27. Precisamente el secularismo y el consumismo, y más aún una visión erotizada de la exis- tencia presentan en no pocos ambientes una casi compulsividad societal hacia el matrimonio o hacia sus inaceptables sustitutos como son uniones extra-maritales, el llamado «amor» libre, la poligamia u otras deformaciones que desconocen la gran dignidad del matrimonio28. No seguir tales caminos suele convertir a la persona que así procede en blanco de censuras. Y es que una de las trágicas características de la cultura de muerte, lamentablemente predominante, es la erotización extrema de la vida.
Por lo demás, dando testimonio de su opción radical por el ser humano y por su dignidad, fruto de su adhesión a la verdad, la Iglesia que peregrina tiene una recta visión de la sexualidad humana según el divino designio. Y es en ese sentido que ayer como hoy ha valorado muy en alto la castidad29 así como el celibato por el Reino30, y también, sin duda, lo seguirá haciendo en el tiempo por venir, dada la naturaleza de tan alto don31. En igual sentido es la Iglesia, maestra de humanidad, la que valora y defiende la gran dignidad del matrimonio y de la familia32. Precisamente, ante todo ello cabe reiterar con toda claridad que una forma como la otra son caminos legítimos y muy necesarios para que los hijos de la Iglesia puedan cumplir el designio de Dios en esta terrena peregrinación, según el llamado personal de cada cual. Estas dos realidades, el sacramento del matrimonio y el celibato por el Reino de Dios, vienen del Señor mismo. Es Él quien les da sentido y quien concede, a quien en cada caso llama, la gracia indispensable para vivir en ese estado conforme a su designio33. Escribiendo a los Corintios, precisamente sobre estos temas del matrimonio y el celibato por el Reino, San Pablo enseña: «cada uno ha recibido de Dios su propio don: unos de un modo y otros de otro»34 Así pues, la estima del celibato por el Reino35 y la estima por el sentido cristiano del matrimonio son inseparables para el hijo del la Iglesia36. A tal punto es esto verdad que denigrar uno es afectar seriamente a ambos, y valorar uno es también apreciar al otro. Cada cual es camino adecuado para quien ha sido llamado a él. Es pues asunto de vocación37 divina.
Hay personas llamadas por Dios a consagrarse por entero a un valor que se les presenta como fundamental y que conlleva una entrega de tal grado que exige una disponibilidad plena en todo momento. Es una opción por una mayor libertad e independencia para poder cumplir con la sublime misión de servicio evangelizador que se experimenta como decisiva para cumplir con el divino designio y alcanzar así la realización personal. Las características de vida del Señor Jesús se presentan con una gran fuerza para quien como Él acepta libremente responder, amorosa y obediencialmente, al Plan divino y asumir las condiciones que un seguimiento de plena disponibilidad implica. El celibato queda definido por la libre respuesta a la gracia del llamado de seguir así al Señor Jesús, tornando disponible, a la persona que a él responde, a una dedicación exclusiva a las responsabilidades y tareas que el designio divino ponga delante de sí. Así, celibato y libre disponibilidad para el servicio y el apostolado son conceptos vinculados muy cercanamente. Las formas concretas que asume esta plena disponibilidad por el Reino son diversas en la Iglesia38.
Una concreción muy especial de la castidad perfecta por el Reino es la que han de asumir los clérigos que se obligan a guardar el celibato perpetuo. Esta continencia perfecta y perpetua por amor del Reino está vinculada en la Iglesia latina en forma especial al sacerdocio, por graves razones que se fundamentan en el misterio del Señor Jesús y en su misión. Al ponderar el celibato eclesiástico, el Concilio Vaticano II señala que éste «está en múltiple armonía con el sacerdocio. Efectivamente, la misión del sacerdote está integralmente consagrada al servicio de la nueva humanidad, que Cristo, vencedor de la muerte, suscita por su Espíritu en el mundo, y que trae su origen no de las sangres, ni de la voluntad de la carne, ni de la voluntad del varón, sino de Dios (Jn 1,13)»39.
Encuentro y donación humana
Así pues, se ve muy claro cómo se hace concreto aquel hermoso pasaje del Concilio Vaticano II que tanto nos dice sobre la realidad de los dinamismos profundos del ser humano como orientados al horizonte comunitario: «Más aún, el Señor Jesús, cuando le pide al Padre que todos sean uno..., como también nosotros somos uno40, ofreciendo perspectivas inaccesibles a la razón humana, sugiere cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad. Esta semejanza muestra que el ser humano, que es la única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma, no puede encontrarse plenamente sino en la sincera donación de sí mismo»41. Esta condición se encuentra firmemente arraigada en lo profundo de la naturaleza humana. Estamos aquí ante una de las verdades fundamentales de la antropología cristiana, una verdad sólidamente teológica. El ser humano es una creatura abierta hacia el encuentro. Desde su realidad fondal está impulsado al encuentro con Dios y con los demás seres humanos. Esta es una realidad óntico estructural que se manifiesta en múltiples formas. Lo fundamental es que el ser humano no está hecho para encerrarse en sí mismo en un individualismo42 fatal. Tal individualismo es una anomalía. Sus dinamismos orientados al encuentro hacen que la persona, que está invitada estructuralmente a la auto-posesión, se posea cada vez más en la medida en que desenvuelve su acción en la dirección a la que apunta su ser más profundo, esto es en la apertura al encuentro con Dios Amor, y desde ese compromiso interior al encuentro con los hermanos. Así, tenemos que el ser humano es menos persona y se posee menos cuando se cierra en forma egoísta sobre sí que cuando se abre al encuentro con otros seres humanos, en un dinamismo que sigue el impulso análogo a la aspiración del encuentro definitivo con el Tú divino.
La donación de sí por el amor y el servicio, de la que es capaz el ser humano y que lleva a la comunión de las personas, en unos casos pide un tú específico al que se dirija la entrega personal y ser acogida por este tú específico; en otros casos, esta donación personal está dirigida hacia numerosas personas y pide ser acogida por ellas43. Esto nos pone ante un universo relacional que nace de la estructura fundamental del ser humano y que conduce a la comunión de personas.
Donación de sí y matrimonio
La modalidad de la donación de sí en el matrimonio responde a este dinamismo. Yendo más allá de un mero aglomeramiento de dos individualidades44, el matrimonio es un proceso íntimo de integración personal en el amor mutuo de los cónyuges. Se trata de un tipo especial de amistad entre el hombre y la mujer que se donan recíprocamente el uno al otro con la explícita intención de hacer permanente esa donación y se ponen uno a disposición del otro en respeto profundo, reconocimiento de lo singular e individualmente valioso del tú al que se donan, y lo expresan en una concreción espiritual y corporal construyendo un nosotros de amor como pareja, conformada por un hombre y una mujer abiertos a traer nuevas personas al mundo como fruto concreto de su amor.
Esta realidad del matrimonio, que como tal responde al designio divino desde la primera unión45, está, también por ese mismo designio, consagrado por su condición de sacramento, y es, como lo enseña LeónXIII, «en cuanto concierne a la sustancia y santidad del vínculo, un acto esencialmente sagrado y religioso46. El dinamismo santificador del sacramento del matrimonio llega al esposo y a la esposa en su experiencia de donación y entrega en el amor y el servicio, experimentando la fuerza del amor divino que los mueve a acercarse más y más al Señor, así como entre sí, madurando como personas, poseyéndose cada vez más, siendo cada vez más libres y creciendo en el amor a Dios y entre sí, y sobreabundando en amor hacia sus hijos, tornándose la familia un cenáculo de amor. Un santuario de la vida y de los rostros del amor humano que en él se viven47, en el que en la medida de la fidelidad cristiana de los esposos y la vida en el Señor de los hijos, se sienten impulsados los miembros de la familia al anuncio de la Buena Nueva que viven en el hogar. Obviamente esto sucede en la medida en que se acepta la gracia amorosa que el Espíritu derrama en los corazones y se ponen los medios correspondientes para cooperar con el designio divino. No pocas veces el ideal descrito, sin embargo, no es alcanzado, pues las personas que no avanzan por el camino de su felicidad no llegan a comprender que la vocación matrimonial es un camino de vida cristiana que lleva anejas todas las exigencias que el seguimiento del Señor Jesús implica.
Santo Domingo lo dice muy hermosamente: «Jesucristo es la Nueva Alianza, en Él el matrimonio adquiere su verdadera dimensión. Por su Encarnación y por su vida en familia con María y José en el hogar de Nazaret se constituye en modelo de toda familia. El amor de los esposos por Cristo llega a ser como Él: total, exclusivo, fiel y fecundo. A partir de Cristo y por su voluntad, proclamada por el Apóstol, el matrimonio no sólo vuelve a la perfección primera sino que se enriquece con nuevos contenidos48. El matrimonio cristiano es un sacramento en el que el amor humano es santificante y comunica la vida divina por la obra de Cristo, un sacramento en el que los esposos significan y realizan el amor de Cristo y de su Iglesia, amor que pasa por el camino de la cruz, de las limitaciones, del perdón y de los defectos para llegar al gozo de la resurrección49.
Así pues, el matrimonio cristiano es un ideal muy hermoso en el que el mismo amor del esposo y la esposa, puesto ante todos de manifiesto en la alianza sacramental, expresa como público símbolo el amor de un hombre y una mujer que han aceptado el Plan divino, tornándose testimonio de la presencia pascual del Señor50, y que se comprometen establemente a donarse a sí mismos y constituir una comunidad de amor, una Iglesia doméstica en la que se forja una parte irremplazable del destino de la humanidad y en la que se concreta una nueva frontera del proceso de la Nueva Evangelización51.
A Dios gracias, hay familias que, como dice el Documento de Santo Domingo, «se esfuerzan y viven llenas de esperanza y con fidelidad el proyecto de Dios Creador y Redentor, la fidelidad, la apertura a la vida, la educación cristiana de los hijos y el compromiso con la Iglesia y con el mundo52. Pero lamentablemente son también muchos, demasiados, los que desconocen «que el matrimonio y la familia son un proyecto de Dios, que invita al hombre y la mujer creados por amor a realizar su proyecto de amor en fidelidad hasta la muerte, debido al secularismo reinante, a la inmadurez psicológica y a causas socio-económicas y políticas, que llevan a quebrantar los valores morales y éticos de la misma familia. Dando como resultado la dolorosa realidad de familias incompletas, parejas en situación irregular y el creciente matrimonio civil sin celebración sacramental y uniones consensuales53.
Ilustración y cultura de muerte
En verdad estas situaciones de carácter negativo que amenazan al matrimonio y a la familia, no sólo como casos aislados y como defectos de las personas en ellos involucradas sino como un fenómeno cultural concretado en lo que conocemos como cultura de muerte54, parecen tener su origen en la Ilustración. Al menos ya a mediados del siglo XVIII se percibe una muy grave inquietud por el fenómeno que está ocurriendo. Así se expresaba ya el Papa Benedicto XIV55 en la encíclica Matrimonii, en el primer año de su pontificado: «Los hechos que se nos refieren atestiguan el menosprecio en que se tiene al matrimonio... Por lo cual no existen lágrimas ni palabras aptas para expresaros toda Nuestra preocupación, y el dolor tan acerbo de Nuestro espíritu de Pontífice»56. No vamos a abundar en la historia de cómo la Ilustración y el proceso naturalista, racionalista y subjetivista que la acompaña van afectando socio-culturalmente al matrimonio y a la familia. Seguir los documentos pontificios puede dar una idea bastante aproximada de la extensión y malignidad de ese proceso. Baste en esta ocasión señalar su existencia y apuntar que el problema de hoy hunde sus raíces en un proceso de pérdida de identidad de no pocos hijos de la Iglesia. Precisamente de allí la inmensa trascendencia de la Nueva Evangelización que se nos presenta hoy como horizonte.
MATRIMONIO: COMUNIDAD DE PERSONAS
Pocos años antes de ser elegido pontífice57, el Cardenal Karol Wojtyla, escribía en un artículo titulado La paternidad como comunidad de personas: «Una genuina comprensión de la realidad del matrimonio y la paternidad y maternidad en el contexto de la fe requiere de la inclusión de una antropología de la persona y del don; también requiere del criterio de comunidad de personas (communio personarum) si ha de estar a la altura de las exigencias de la fe que está orgánicamente conectada con los principios de moralidad conyugal y parental. Una visión puramente naturalista del matrimonio, una que considere el impulso sexual como la realidad dominante, puede fácilmente oscurecer estos principios de moralidad conyugal y familiar en los que los cristianos deben discernir el llamado de su fe. Esto también se aplica al sentido teológico esencial de los principios de moralidad conyugal. En la práctica —sigue el Cardenal Wojtyla—, esto no constituye una tendencia a minimizar el impulso sexual, sino simplemente a verlo en el contexto de la realidad integral de la persona humana y de la cualidad comunal inscrita en ella. Esta verdad debe de alguna manera prevalecer en nuestra visión de todo el asunto del matrimonio y de la paternidad y maternidad; debe finalmente prevalecer. Para lograr esto, un tipo de purificación espiritual se hace necesario, una purificación en el campo de los conceptos, valores, sentimientos y acciones»58
No cabe duda que la tarea de recuperación del horizonte de la recta imagen del matrimonio y de su noble dignidad requiere un proceso de purificación. Hay que tomar conciencia de que la misma verdad, en diversos niveles, está hoy en crisis59. Pienso que ese proceso de purificación ha de ir, como acaba de ser señalado, desde el campo de lo conceptual, del mundo de las ideas, y habría también que decir imágenes, hasta el campo de la concreción personal. Esto plantea, pues, una consideración fundamental que es la identidad cristiana y la internalización personal de lo que implica, ante todo como persona individual que sigue al Señor y procura vivir según el divino Plan, y luego, también, la idea divina de la naturaleza, las características y los dinamismos del matrimonio como un camino de santidad y de la familia como Iglesia doméstica60, santuario de la vida61, comunidad de personas, cenáculo de amor, signo social de opción por la vida cristiana.
HORIZONTES DE LA VOCACIÓN MATRIMONIAL
La santidad del matrimonio es fuente en la que se apoya el desarrollo cristiano de la familia. Junto al problema «socio-cultural» señalado y al necesario proceso de internalización, y dependiente de una toma de conciencia de la verdad y los valores sobre el matrimonio y la familia, está, ocupando un lugar fundamental, el comprender el camino del matrimonio como una vocación específica a la santidad, esto es, como un llamado a una persona concreta para seguir el camino hacia la santidad en el matrimonio y la familia. Precisamente, Juan Pablo II destaca que «Cristo quiere garantizar la santidad del matrimonio y de la familia, quiere defender la plena verdad sobre la persona humana y su dignidad»62
Los caminos de vida que se abren ante el creyente son vocaciones, es decir cada una constituye un llamado divino a la persona. Así pues, no es un asunto de vehemencia ni de capricho, sino de discernir63 el llamado propio, el camino para mejor cumplir el Plan de Dios según las características personales, suponiendo una madurez adecuada y el ejercicio de la libertad sin coacciones.
Educación para el amor y el don de sí
Cada quien debe ahondar en su mismidad y buscar el designio de Dios para su propia vida. Esto implica un proceso de educación orientado a la libre elección, un proceso de auténtica personalización, un proceso de educación para el amor y el don de sí que, por lo mismo, sea coherente con la opción por la fe asumida por la persona. Este proceso, por las condiciones socio-culturales, tiene que ser un proceso simultáneo de educación en la verdad fundamental de lo que significa la adhesión al Señor Jesús, ahondando en la fe de la Iglesia, iluminando los caminos vocacionales, y al mismo tiempo un proceso de liberación de presuposiciones y prejuicios de lo que hoy llamamos cultura de muerte. Siguiéndolo, pero sin ser por ello menos importante, ha de ir un proceso de maduración integral de la persona. Ocurre no poco que se confunde el pasar de los años con la madurez. Y bien sabemos que esa confusión no se ajusta a la verdad. La madurez es un proceso de reconocimiento de la propia identidad, de reconciliación de las rupturas personales y de restablecimiento de las relaciones básicas de la persona.
Así pues, hay que considerar, en presencia del tema del matrimonio y de la familia enfocados con visión cristiana, que la dimensión antropológica básica del matrimonio, al ser una mutua donación amorosa del esposo y de la esposa, implica y presupone que la condición estructural de auto-posesión del ser humano sea en cada uno de los cónyuges una realidad en proceso de crecimiento y maduración. Así pues, la respuesta concreta a la vocación matrimonial libremente discernida supone la experiencia efectiva de que la posesión objetivante de sí mismo en libertad empieza a ser un hecho de cierta madurez, manifestada no sólo en el aspecto psico-afectivo-sexual, sino también y muy significativamente en la internalización de la verdad y de los valores que de ésta provienen.
El matrimonio se ofrece así como un camino integral para el ser humano que ha sido llamado a santificarse por él64. La dinámica de la vida conyugal será para el esposo y la esposa un lugar especial para encontrarse con la gracia de Dios que amorosamente se derrama en sus corazones. Acogiendo la fuerza divina y cooperando con ella, la vida conyugal favorecerá la transformación de los cónyuges en la medida en que se donan uno al otro, dando muerte al egoísmo, y construyendo una comunión cada vez más fuerte e intensa en el Señor. Aparece un horizonte muy importante del amor como don mutuo, que se va acrecentando y se expande hacia los hijos y hacia los más próximos en un dinamismo de caridad cuyo horizonte universal aparece claro.
En su Carta a las familias, el Santo Padre dice: «El Concilio Vaticano II, particularmente atento al problema del hombre y de su vocación, afirma que la unión conyugal —significada en la expresión bíblica “una sola carne”— sólo puede ser comprendida y explicada plenamente recurriendo a los valores de la “persona” y de la “entrega”. Cada hombre y cada mujer se realizan en plenitud mediante la entrega sincera de sí mismo; y, para los esposos, el momento de la unión conyugal constituye una experiencia particularísima de ello. Es entonces cuando el hombre y la mujer, en la “verdad” de su masculinidad y femineidad, se convierten en entrega recíproca»65.
Esto es una verdad para la vocación matrimonial y por lo mismo lo es también en la vida y en el encuentro marital. Precisamente por ello supone un serio proceso de educación para el amor y para el don de sí. Muchos fracasos ocurren porque quienes acceden al estado de casados no han discernido suficientemente o, con dolorosa frecuencia, no han madurado su vocación o no continúan haciéndolo luego de casados. El matrimonio no es un juego. Es un asunto tan serio como hermoso. Y precisamente por ello se requieren las condiciones, en activo, para vivir ofreciéndose como auténtico don uno al otro, como expresión dinámica del amoroso don de sí, y experimentando en su conciencia del sacramento con que Dios los ha bendecido un impulso transformador hacia la contemplación de la bondad y el amor divinos.
El nosotros y la personalización
En la base del matrimonio está la persona del hombre y la persona de la mujer, esto es, personas concretas con sus propias realidades. Al valorar el ideal hermoso del nosotros conyugal no se ha de perder de vista que en la base de ese nosotros están dos personas individuales, dos seres humanos66. Ni la persona del marido ni la de la mujer se disuelve en el nosotros, sino que desde su ser personal asume una nueva realidad en la que el ser personal subsiste en una de las más sublimes formas de comunión67.
Pienso que el no tener en cuenta, no sólo en teoría sino en la vida concreta, estos horizontes de educación para la madurez humano-cristiana, el amor don de sí, y la efectiva internalización de valores, lleva a rasgos como los del cuadro descrito por el Papa Juan Pablo II en relación al horizonte real de muchas, demasiadas, parejas: «sucede con frecuencia que el hombre se siente desanimado a realizar las condiciones auténticas de la reproducción humana y se ve inducido a considerar la propia vida y a sí mismo como un conjunto de sensaciones que hay que experimentar más bien que como una obra a realizar. De aquí nace una falta de libertad que le hace renunciar al compromiso de vincularse de manera estable con otra persona y engendrar hijos, o bien le mueve a considerar a éstos como una de tantas “cosas” que es posible tener o no tener, según los propios gustos y que se presentan como otras opciones»68.
Teniendo en cuenta estas consideraciones y asumiendo ante todo la realidad del matrimonio como sacramento, con toda la rica teología implicada, se ve cómo la vocación al matrimonio constituye un llamado a madurar más plenamente, en un auténtico crecimiento de cada cual según el designio divino para la vida humana, reconciliándose de las propias heridas, construyendo un nosotros personalizante mediante la mutua amorosa donación, mantenida perseverantemente día a día por todos los años de vida de la persona.
El matrimonio y la vida de los hijos
El matrimonio visto en su rica realidad de sacramento es un proceso de transformación objetiva de la realidad personal de cada uno de los cónyuges que requiere de su efectiva adhesión personal y común al Señor Jesús, y así se abre a la realidad apasionante de cooperar con Dios trayendo vida al mundo y donándose permanentemente a esas nuevas vidas personales que son los hijos, con amorosa reverencia y respeto, respondiendo a la misión de educar cristianamente a la prole, respetando la personalidad y libertad de cada una de las nuevas personas fruto del amor conyugal.
Hablando del tema, el Santo Padre Juan Pablo II profundiza en los alcances del cuarto mandamiento: «Honra a tu padre y a tu madre». Al hacerlo destaca la palabra «honra» que nos sitúa ante un modo especial de expresar la familia: «comunidad de relaciones interpersonales particularmente intensas: entre esposos, entre padres e hijos, entre generaciones. Es una comunidad que ha de ser especialmente garantizada. Y Dios no encuentra mejor garantía que ésta: “Honra”»69. Y más adelante añade: «¿Es unilateral el sistema interpersonal indicado en el cuarto mandamiento? ¿Obliga éste a honrar sólo a los padres? Literalmente, sí; pero, indirectamente, podemos hablar también de la “honra” que los padres deben a los hijos. “Honra” quiere decir: reconoce, o sea, déjate guiar por el reconocimiento convencido de la persona, de la del padre y de la madre ante todo, y también de la de todos los demás miembros de la familia. La honra es una actitud esencialmente desinteresada. Podría decirse que es “una entrega sincera de la persona a la persona” y, en este sentido, la honra converge con el amor. Si el cuarto mandamiento exige honrar al padre y a la madre —sigue diciendo el Papa—, lo hace por el bien de la familia; pero precisamente por esto, presenta unas exigencias a los mismos padres70. ¡Padres —parece recordarles el precepto divino—, actuad de modo que vuestro comportamiento merezca la honra (y el amor) por parte de vuestros hijos! ¡No dejéis caer en un vacío moral la exigencia de la honra para vosotros! En definitiva, se trata pues de una honra recíproca. El mandamiento “honra a tu padre y a tu madre” dice indirectamente a los padres: Honrad a vuestros hijos e hijas. Lo merecen porque existen, porque son lo que son: esto es válido desde el primer momento de su concepción. Así, este mandamiento, expresando el vínculo íntimo de la familia, manifiesta el fundamento de su cohesión interior»71.
También en relación a los hijos se requiere una profundización teológica que recuerde que toda vida humana viene de Dios, y que desde su concepción es persona sujeto de derechos, con una dignidad que debe ser respetada72. Así pues, al considerar las cosas como son, uno de los difundidos males de nuestro tiempo, el aborto, tiene más que ver con la muerte de una persona —y en tal sentido, de ser intencionalmente provocado73 es un asesinato de un ser humano indefenso— que con supuestos derechos de la madre o el padre. Una reducción cosificadora de la vida humana lleva a considerar a aquellas personas indefensas como «objetos», cosas, de las que se puede disponer74. El subjetivismo que reduce la verdad a la experiencia propia o al gusto propio, fuente de un desbordante egoísmo, nos vuelve a remitir al necesario proceso de maduración humano-cristiana, a la recta internalización ético-cultural. El acceso de este horrendo crimen a una legislación permisiva es una flagrante aberración propia de la cultura de muerte y de la corrupción de las costumbres que ella porta.
La bendición de los hijos debe ser asumida responsablemente por los padres, pues no sólo se trata de una hermosa tarea, sino que forma parte del camino de santificación por la vida matrimonial.
Una recta visión del matrimonio y la familia lleva a comprender el sentido integral de esas designaciones del hogar como «santuario de la vida» y como «cenáculo de amor».
Ante la vocación de los hijos
No pocas veces ocurre que mientras los hijos van creciendo, los padres no van alentando un cambio en la relación paterno-materno-filial que corresponda a las nuevas circunstancias. Esta lamentable situación es causa de no pocas tensiones y problemas que, afectando a la familia, llegan también a afectar al matrimonio.
Si bien es una verdad a la vista que la mayor parte de los integrantes del Pueblo de Dios tiene vocación a la santidad viviendo cristianamente el matrimonio y constituyendo una familia según el Plan divino, ello no constituye razón para dar por sentado que cada niño o niña, cada joven o muchacha, cada hombre y mujer adultos están de hecho llamados al matrimonio. De allí la importancia fundamental75 de insistir en el discer-nimiento libre. Y allí la grave responsabilidad de los padres en educar a sus hijos para un discernimiento objetivo, en presencia de Dios.
El tema es clave y tratarlo es difícil cuando se olvida la noble naturaleza del matrimonio y la familia. Los hijos no son objetos, son personas dignas y libres, sujetos de deberes pero también de derechos desde su concepción. Han nacido del amor del padre y de la madre, gracias a un don de Dios. ¡Gracias a Dios a quien deben su ser! Cuando la pareja vive una dimensión personalizante y la familia es una auténtica comunidad de personas, priman el respeto y amor mutuo, la solidaridad y el servicio. Pero no siempre es así. Lamentablemente no son pocos los casos en que se producen irrespetos a la dignidad, derechos y vocación del hijo o de la hija, al procurar imponer una vocación específica, o una determinada candidatura para el matrimonio, a gusto de los padres. O incluso cosas como un lugar para los estudios superiores o hasta una carrera determinada. Si bien los padres deben educar a los hijos y darles una firme base humano-cristiana, y también aconsejarlos con toda solicitud y constancia, una vez que éstos llegan a una edad en que se pueden formar prudentemente un juicio, no está bien querer imponerles el propio76. El diálogo no sólo es correcto, sino necesario, indispensable. Pero no hay que olvidar que está de por medio la vocación y la libertad de la persona concreta.
El caso de las vocaciones a la vida sacerdotal o a la plena disponibilidad apostólica es uno de los más sensibles. A Dios gracias no siempre es así, y son muchísimos los padres y las madres que viven esa experiencia vocacional de hijos o hijas como un don. El Cardenal Richard Cushing —tan conocido en América Latina— planteaba que las vocaciones se pueden perder. Dada la grave importancia de tal asunto, y su cercana relación con los deberes educativos y promocionales de los padres, voy a transcribir unos párrafos suyos sumamente claros: «Pero el hecho lamentable es que las vocaciones se pueden perder. La invitación de Nuestro Señor —Sequere me— Sígueme no ha sido aceptada por muchos, pues han sucumbido a otras llamadas y por ello han perdido su verdadera vocación. Las vocaciones al sacerdocio o la consagración vienen de Dios, pero son nutridas en el hogar. Pueden perderse en el nido (familiar) cuando no refleja las sencillas y hermosas virtudes del hogar de Nazaret donde Jesús, María y José vivieron. Oración en familia, amor y sacrificio, alegría y paciencia, intimidad con Dios a través de los sacramentos, todo esto se requiere en el hogar ideal, la primera escuela de los niños, el jardín donde las vocaciones dadas por Dios son cultivadas para Su servicio. Las vocaciones también se pueden perder por la falta de interés por parte de los progenitores. Hubo un tiempo en que los padres y las madres rezaban para que sus hijos e hijas recibieran la vocación de Dios como Sus instrumentos al servicio de la extensión del Reino. Algunos padres y madres continúan rezando por tan sublime intención, pero hay otros que ya positivamente ya negativamente desalientan a sus hijos de aspirar a ese alto camino. Para expresarlo suavemente, pienso que padres y madres que interfieren con la vocación divina tendrán mucho por qué responder»77.
La recta prudencia, el respetuoso acompañamiento, la promoción de la libertad y el respeto son características que deben guiar el diálogo correspondiente entre los padres y los hijos. Y cuando los hijos han alcanzado la mayoría de juicio, así cuando han alcanzado la mayoría de edad, las características recién enumeradas deben de ser mucho más intensas aún. Quiero culminar este acápite citando las palabras del Papa Pío XII sobre este asunto: «Exhortamos a los padres y madres de familia a ofrendar gustosos para el servicio divino aquellos de sus hijos que sienten esa vocación. Y si esto les resultare duro, triste y penoso, mediten atentamente las palabras con que San Ambrosio78 amonestaba a las madres de Milán: Sé de muchas jóvenes que quieren ser vírgenes, y sus madres les prohíben aun venir a escucharme... Si vuestras hijas quisieran amar a un hombre, podrían elegir a quien quisieran según las leyes. Y a quienes se les concede elegir a cualquier hombre, ¿no se les permite escoger a Dios?»79.
Dinamismo reconciliador
La familia ha de acoger la gracia divina para constituir una célula social que viva intensamente el dinamismo de la reconciliación: con Dios, de cada uno consigo mismo, de todos entre sí y volcándose con espíritu de comunión y servicio fraterno a quienes no forman parte del núcleo familiar, y, también, de reconciliación con el ambiente, con la naturaleza.
En ese sentido, la familia debe ser una activa escuela de reconciliación en la que todos sus miembros, empezando por supuesto por los padres, acojan el ministerio de la reconciliación y lo vivan en sus relaciones familiares y sociales. Eso es no sólo acoger un don personal y familiar, sino también cumplir un estricto deber de justicia social. Las familias reconciliadas llevan a una sociedad reconciliada, que viva en paz, respeto, libertad, cooperación social y justicia. Es, pienso, por ello que se puede hablar en un sentido integral de la familia como célula básica de la sociedad; no sólo como la célula social más pequeña, sino como célula en que se fundamenta la salud de la vida social80.
Un camino de vida cristiana
Muchos matrimonios y familias no son capaces de vivir el hermoso horizonte al que están invitados81. Ello es motivo para ahondar con intensidad en un proceso socio-cultural que haga recuperar el recto horizonte del matrimonio y de la vida familiar cristiana, y que ayude a internalizar su verdad y sus valores al tiempo de educar, a quien está llamado al camino de santidad por el matrimonio y a constituir una familia, a que madure humana y cristianamente para que aporte con libre y eficaz decisión a su vida conyugal y familiar un espíritu cristiano interiorizado, que es fuente del más puro humanismo según el divino Plan. Así, el hogar formado con conciencia de responder al llamado del Señor a alcanzar la plenitud de la caridad en la vida conyugal y familiar se sabrá peregrino con el Señor Jesús, colaborador suyo en el servicio del anuncio de la Buena Nueva, fermento evangelizador, reconciliador, escuela de libertad y respeto a los derechos y dignidad humanas. Así, asumiendo su compromiso cristiano sin concesiones al racionalismo, al subjetivismo, al consumismo y demás errores e ídolos hodiernos, verá la realidad con la visión de Dios y actuará en ella procurando conformar su vida al divino Plan, buscando la más plena fidelidad al designio de Dios Amor82.
Conversión y oración
Cada uno de los cónyuges ha de ser consciente de su personal responsabilidad, ante todo por sí mismo, para desde su corazón convertirse al Señor Jesús y entregarse al cumplimiento del designio divino. Es necesario, con el auxilio de la gracia, que cada cual se consolide en la fe. Debe también ser consciente de lo que implica la alianza de amor matrimonial y expresar ese amor en el recorrido de un camino conjunto acompañando amorosamente al cónyuge y expresándose mutuamente un cariño solidario y de compañía en la senda personal y como pareja en la maduración en Cristo Jesús, quien en el matrimonio se dona al esposo y a la esposa invitándole a construir un nosotros centrado en Él.
La educación humano-cristiana de los hijos y por lo tanto la forja de una auténtica familia cristiana son horizontes estimulantes, cuyas exigencias y muchas veces sinsabores permiten una mayor adhesión al camino del Señor Jesús. La vida cristiana matrimonial, como toda vida humana, pero aún más, tiene hermosos e intensos momentos de alegría83. Y aunque se dan también momentos de dolor que acercan a la cruz del Señor, a ejemplo de Él que es Camino, Verdad y Vida plena, éstos no son aplastantes ni avasalladores si, como ha de ser, son integrados en el todo de la experiencia cristiana y quedan bajo la radiante iluminación de la experiencia pascual y la esperanza en la plena comunión a la que cada quien está invitado. «Lo que los esposos se prometen recíprocamente, es decir, ser “siempre fieles en las alegrías y en las penas, y amarse y respetarse todos los días de la vida”, sólo es posible en la dimensión del amor hermoso. El hombre de hoy no puede aprender esto de los contenidos de la moderna cultura de masas. El amor hermoso se aprende sobre todo rezando. En efecto, la oración comporta siempre, para usar una expresión de San Pablo, una especie de escondimiento con Cristo en Dios: “vuestra vida está oculta con Cristo en Dios”84. Sólo en ese escondimiento actúa el Espíritu Santo fuente del amor hermoso. Él derrama ese amor no sólo en el corazón de María y de José, sino también en el corazón de los esposos, dispuestos a escuchar la palabra de Dios y a custodiarla85»86. Así, la fe vivida permite no sólo vivir intensamente las experiencias humanas, sino muy en especial entenderlas en su sentido real ante los misterios de amor del Señor Jesús.
La oración es fundamental no sólo en la vida personal sino también en aquella Iglesia doméstica que es el hogar familiar. No sólo por la verdad de aquel lema de «Familia que reza unida, permanece unida», sino que a ritmos de oración la pareja se dona mutuamente más y más, y la familia se convierte en un lugar donde se vive la fe y donde se celebra la fe con entusiasmo y alegría.
Asumir el matrimonio y la familia como un camino de santidad implica que el dinamismo de comunión se enraíza auténticamente en el hogar. Así, junto al diálogo humano debe darse también un diálogo divino que acoja las gracias recibidas y las proyecte en la pareja y los hijos, y los parientes cuando los hay, construyendo una porción de la civilización del amor en la propia casa.
Los momentos fuertes de oración son ocasiones para rezar, ya personalmente, ya en comunidad familiar. Pero ello no es suficiente; toda la vida debe hacerse oración, liturgia que se eleve cotidianamente al Padre, por el Hijo en el Espíritu. Las relaciones intrafamiliares han de expresar ese clima de oración y diálogo cristiano en el hogar. El servicio y la donación de uno a otro han de ser realizados en espíritu de oración.
La memoria del sacramento debe acompañar al esposo y a la esposa día a día. La conciencia de la promesa de la asistencia del Espíritu debe motivar a los cónyuges para sobrellevar con espíritu de esperanza los momentos difíciles que se puedan producir. Con trabajo diligente y entusiasta la pareja debe poner medios concretos para cooperar con la gracia, para que esta produzca sus frutos. Decía Pío XI dirigiéndose a los matrimonios en su conocida encíclica Casti connubii: «las fuerzas de la gracia que, provenientes del sacramento, yacen escondidas en el fondo del alma, han de desarrollarse por el cuidado propio y el propio trabajo. No desprecien, por tanto, los esposos la gracia del sacramento que hay en ellos»87.
Compartiendo la Buena Nueva
Toda esta experiencia del matrimonio y de la familia lleva a vivir la vida de una manera misional, entendiendo bien por la internalización de verdades y valores, por una vida de asidua oración personal y familiar, por una efectiva vivencia solidaria de la caridad familiar y social; y lleva también a un anuncio de la Buena Nueva como quien experimenta sus bondades en su propia vida personal, matrimonial y familiar88.
El primer campo de apostolado es la misma persona. Cada cónyuge debe ser muy consciente de ello y preocuparse por responder a los dones y gracias recibidos desde el fondo de su corazón. Ha de buscar sus momentos de soledad con Dios, para intimar con Él por medio de la oración y la profundización en la fe. Este aspecto es fundamental, pues permite la acción de Dios sobre el propio corazón, siempre necesitado de purificación y maduración cristiana, y constituye una escuela para morir al egoísmo, darse como auténtico don y compartir, desde la experiencia personal de la relación con el Altísimo, con la pareja y con los hijos.
El dinamismo de comunión del esposo y la esposa constituyen el inmediato horizonte para vivir y compartir la fe. El mutuo acompañamiento en el proceso de adherirse más y más al Señor Jesús ha de ser un horizonte en el que poner el mayor empeño. El crecer en esa cercanía y el experimentar un mayor conocimiento, iluminado por las enseñanzas de la Iglesia, y percibir con más claridad las bondades divinas, han de conducir al esposo y a la esposa a una más intensa integración personal, a una más vital comunidad de personas, a una mayor conciencia del nosotros edificado en la roca firme que es el Señor Jesús.
Y luego, los hijos a cuya educación cristiana se comprometen de manera especial los esposos. Ante todo por el ejemplo, pues en la familia, como en otras formas de vida social, el ejemplo arrastra. Así pues, el proceso de consolidación de la vida cristiana del hogar está fundado en la opción por la santidad del esposo y de la esposa, y de los medios que ponen para ello cooperando con la gracia. Pero, también en la enseñanza de la fe a la que los padres se han adherido.
El apostolado en el propio hogar es una hermosísima tarea a la que están invitados los padres. La gracia de Dios y la experiencia de sus dones en el amor mutuo compartido, el despojarse del egocentrismo en sus diversas formas, el ver el hogar crecer en un horizonte de esperanza, aunque no falten los sinsabores, la conciencia de la propia identidad descubierta día a día en la oración y en el ejercicio de presencia de Dios, llevan a un encuentro plenificador con el Señor y a vivir una auténtica vida cristiana. Y ella, la vida cristiana, no se queda encerrada, sino que su dinamismo busca fructificar expresando relaciones de reconciliación, comunión, paz y amor con las personas cercanas.
Así, hay un apostolado en el hogar, y aparece un apostolado desde el hogar. Ante todo como signo de opción cristiana a través de un hogar cristiano. Pero la pareja en cuanto pareja está también invitada a compartir su fe y la alegría de seguir el camino de la vida cristiana. La unión con otras parejas y el compromiso mutuo procurando hacer del propio hogar un cenáculo de amor como el de Jesús, María y José en Nazaret, forman un horizonte solidario que refuerza la gesta de fe de la pareja. El compartir la oración, la reflexión sobre las verdades que nos transmite la Iglesia, la caridad, son fundamentales. Más aún lo son en sociedades urbano-industriales que sufren un agudo proceso de secularización y de agresión contra la fe. El mutuo testimonio, el reflexionar juntos a la luz de las enseñanzas de la fe, todo ello es una valiosa experiencia que ayudará al esposo y a la esposa en su camino de mayor adhesión al Señor.
En esta línea de solidaridad entre parejas, el Papa Juan Pablo II propone también el apostolado de familias entre sí, procurando trazar lazos de solidaridad y ofreciéndose mutuamente un servicio educativo89.
HAY TODAVÍA MÁS...
Hay mucho más que compartir sobre este tema del matrimonio como un camino de santidad y de la familia cristiana, asuntos, hoy como ayer y siempre, de la más alta y profunda trascendencia para la vida de la sociedad y de la Iglesia, pero será en otra ocasión. Por ahora, quisiera terminar estas reflexiones alentando a quienes luego de un discernimiento adecuado han descubierto su llamado a la santidad por el matrimonio y la vida familiar, a profundizar en la educación de sí mismos buscando los recursos necesarios para cumplir con decisión firme esa misión y poniendo los medios para ello. A los esposos y esposas de hoy toca no sólo reflexionar y profundizar, sino sobre todo la hermosa tarea de colaborar con la gracia y, tomando impulso del edificante y vital ejemplo de la Familia de Nazaret, llevar a la práctica la misión de construir un santuario de la vida, una célula personalizadora, un cenáculo de amor cristiano, una comunidad reconciliada y reconciliadora, evangelizada y evangelizadora, una auténtica Iglesia doméstica. Todo ello comprometidos con el proceso de la Nueva Evangelización de cara al tercer milenio de la fe.
1
Para profundizar en el llamado universal, a todos los seres humanos, a la santidad se puede ver Armando Bandera, O.P., La vocación cristiana en la Iglesia, RIALP, Madrid 1988, pp. 33ss.
2
1Pe 1,15; también ver v. 16 y Lev 11,44s.; 19,2; 20,7.26.
3
Mt 5,48.
4
Lumen gentium 40a.
5
El capítulo 5 de la Constitución se llama Universal vocación a la santidad en la Iglesia.
6
Con independencia de las distinciones que existen en razón del Sagrado Orden o de llamados especiales, todos los hijos de la Iglesia están llamados a ser santos en la condición y oficio que como miembros del Pueblo de Dios tienen.
7
Lumen gentium 40b. Sub.n.
8
El Código de Derecho Canónico, buena expresión del espíritu del Concilio, dice: «Todos los fieles deben esforzarse, según su propia condición, por llevar una vida santa, así como por incrementar la Iglesia y promover su continua santificación» (c. 210).
9
Ver 1Tes 4,3; Ef 1,4.
10
Ver p. ej. Comentarios a la Constitución sobre la Iglesia, BAC, Madrid 1966, pp. 723ss.; Antonio Royo Marín, O.P., Espiritualidad de los seglares, BAC, Madrid 1968, pp. 24ss.; G. Philips, La Iglesia y su misterio, Herder, Barcelona 1968, vol. II, pp. 87ss.; Justo Collantes, S.J., La Iglesia de la Palabra, BAC, Madrid 1972, vol. II, pp. 41ss.; también se puede ver un artículo mío: La santidad: un llamado para todos, en Huellas de un peregrinar, Fondo Editorial (FE), Lima 1991, pp. 23ss.
11
Ver Lumen gentium 41a.
12
Lug. cit.
13
«Los esposos y padres cristianos, siguiendo su propio camino, deben apoyarse mutuamente en la gracia, con un amor fiel a lo largo de toda su vida, y educar en la enseñanza cristiana y en los valores evangélicos a sus hijos recibidos amorosamente de Dios» (Lumen gentium 41e).
14
Este énfasis en que el designio divino llama a cada uno a ser santo en sus características concretas, aunque, como se ha dicho, es de siempre y el Vaticano II lo destaca de forma muy intensa, en la forma en que acabo de presentarlo se inspira en San Alfonso María de Ligorio, el gran moralista del siglo XVIII, autor de Las glorias de María.
15
Ver 1Jn 4,16.
16
Ver Rom 5,5.
17
Lumen gentium 42e.
18
Ver lug. cit.
19
Ver Gál 5,22-26.
20
Ver Veritatis splendor 67.
21
Ver Puebla 333.
22
Ver Lumen gentium 65.
23
Lug. cit.
24
Ver Jn 19,26.
25
Ver Lumen gentium 63.
26
Es muy importante distinguir el celibato o virginidad por el Reino de la simple situación de no casado, soltero (ver p. ej. Mulieris dignitatem 20g; Catecismo de la Iglesia Católica 1618ss. y 1658; Carta a las familias 18f).
27
Los Padres en Santo Domingo ubican el tema del matrimonio y la familia en el campo de promoción humana, considerándolo un desafío de especial urgencia, precisamente por los graves problemas que hoy amenazan a esa célula base de la vida social y venerable institución querida por Dios desde el principio.
28
Ver Gaudium et spes 47b.
29
Todos los hijos de la Iglesia están llamados a una vida casta, cada uno según su estado de vida. Existe castidad para los no casados, así como existe otra, diversa, para quienes viven el estado matrimonial. Esta última implica la unión conyugal según los sagrados fines y características cristianas del matrimonio. Ver Catecismo de la Iglesia Católica 2348-2350.
30
Puede verse algunos ejemplos: Mt 19,11ss.; 1Cor 7,25ss. y 38-40; Concilio de Trento, c. 10, sesión XXIV; Sacra virginitas; Lumen gentium 42c; Presbyterorum ordinis 16; Perfectae caritatis 12a; Optatam totius 10a; Evangelica testificatio 13-15; Novo incipiente 8-9; Redemptoris Mater 43c; Redemptoris missio 70; Mulieris dignitatem 20s.; Redemptionis donum 11; Medellín 11,21; 12,4; 13,12; Puebla 294; 692; 749; Santo Domingo 85ss.; Catecismo de la Iglesia Católica 915; 922; 2053; 2349.
31
Ver el comentario del Papa Juan Pablo II a Mt 19,10, en el que menciona cómo el Señor Jesús «aprovecha la ocasión para afirmar el valor de la opción de no casarse en vistas del Reino de Dios» (Carta a las familias 18f).
32
Son numerosísimos los pronunciamientos del Magisterio sobre el matrimonio y la familia. Entre ellos están: de Pío XI, la encíclica Casti connubii; del Papa Pío XII, la serie de mensajes conocidos como Familia y sociedad (20/9/49), Familia humana (1951: 18/9, 29/10, 27/11), Familias numerosas (20/1/58), Mensaje al Congreso Mundial de la Familia (10/6/58); de S.S. Juan XXIII, Santidad del matrimonio (25/10/60); Gaudium et spes, segunda parte, cap. 1 (47ss.); de S.S. Pablo VI, Dignidad de la familia a la luz de la fe cristiana (20/6/73), El programa de los esposos cristianos (13/4/75); de S.S. Juan Pablo I, La familia cristiana (21/9/78); de S.S. Juan Pablo II, Familiaris consortio y Carta a las familias. También Medellín, Puebla y Santo Domingo traen valiosas referencias a estos temas.
33
Ver Mt 19,3-12.
34
1Cor 7,7b.
35
Es importante señalar acentuadamente que la vocación a la castidad perfecta por el Reino implica, como enseña el Papa Pío XII, «que Dios comunique desde arriba su don», y el libre ejercicio de la libertad (Sacra virginitas III, a).
36
Ver Catecismo de la Iglesia Católica 1620.
37
Cabe precisar que vocación proviene del latín vocatio, vocationis, que significa “acción de llamar”, llamar.
38
En el Código de Derecho Canónico se pueden ver enumeradas las principales manifestaciones concretas que asume este desarrollo de la gracia bautismal en el celibato por el Reino de los Cielos. Ver Libro II, Parte III; también ver el c. 277 § 1.
39
Presbyterorum ordinis 16b. Ver también p.ej. S.S. Pío XI, Ad catholici sacerdotii; S.S. Pablo VI, Sacerdotalis caelibatus; S.S. Juan Pablo II, Redemptor hominis 21d; Pastores dabo vobis 44; Ratio fundamentalis institutionis sacerdotalis 48; Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros 57-60.
40
Jn 17,21-22.
41
Gaudium et spes 24c.
42
Ver Carta a las familias 14e.
43
Para este pasaje me he inspirado en las reflexiones del Cardenal Karol Wojtyla, tomadas de Person and Community. Selected Essays, Peter Lang, Nueva York 1993, p. 322.
44
Ver el radiomensaje del Papa Pío XII, Unión de familias, 17/6/45.
45
P. ej., Santo Domingo recuerda que tanto el matrimonio como la familia «en el proyecto original de Dios son instituciones de origen divino y no productos de la voluntad humana» (Santo Domingo 211).
46
» Ci siamo, Carta sobre el matrimonio civil en el Piamonte (Italia).
47
En Puebla (583), en relación a la familia, se habla de cuatro rostros del amor humano que las familias cristianas han de vivir. La nupcialidad, la paternidad y maternidad, la filiación y la hermandad serían esas experiencias fundamentales, análogas a las experiencias de amor del Señor Jesús por su Iglesia, de Dios como Padre, de «hijos en, con y por el Hijo», y de Cristo Jesús como hermano.
48
Ver Ef 5,25-33.
49
» Santo Domingo 213. Ver también Puebla 585.
50
Ver Puebla 583.
51
Ver Santo Domingo 210a. Ver también S.S. Juan Pablo II, Discurso Inaugural en Santo Domingo 18; y Familiaris consortio 86e.
52
» Santo Domingo 214. Ver también Puebla 579.
53
» Santo Domingo 217. Ver también Puebla 571-578; 94; Medellín 3,1ss.
54
Si bien el término «cultura de muerte» es ya de uso común e incluso personalmente lo utilizo con frecuencia, cabe señalar sin embargo que estrictamente hablando el sentido neutro de «cultura» se suele inclinar hacia lo positivo y, como es evidente, una cultura calificada por muerte tiene un enfoque contrario. Esta reflexión ha surgido al leer en el Documento de Santo Domingo (219c) la expresión «anticultura de la muerte», que refleja el sentido negativo y anticivilizado de lo que usualmente llamamos «cultura de muerte». En su Carta a las familias (13i), el Papa Juan Pablo II utiliza un término análogo: «anticivilización».
55
Nacido en Bolonia en 1675, fue elegido Papa en 1740 hasta 1758, fecha de su tránsito.
56
Matrimonii, 11 de abril de 1741. Y esto ocurría buen tiempo antes de Freud y del subsecuente proceso de erotización de la cultura que hoy se sufre.
57
En 1975.
58
Person and Community, ob. cit., pp. 330-331.
59
Escribe el Papa Juan Pablo II: «¿Quién puede negar que la nuestra es una época de gran crisis, que se manifiesta ante todo como una profunda crisis de la verdad? Crisis de la verdad significa, en primer lugar, crisis de conceptos. Los términos amor, libertad, entrega sincera, e incluso persona, derechos de la persona, ¿significan realmente lo que su naturaleza contiene?» (Carta a las familias 13e).
60
Ver Familiaris consortio 49b.
61
Ver Centesimus annus 39b.
62
Carta a las familias 20l.
63
S.S. Juan Pablo II llama al discernimiento vocacional «cuestión esencial» (Carta a las familias 16n).
64
Ver Lumen gentium 11b.
65
Carta a las familias 12i.
66
concretos Ver Carta a las familias 16b.
67
Años atrás escribía en un artículo, La familia: cenáculo de amor, de una «crisis de amor que genera la crisis de familia» que se experimenta hoy. Precisamente esa crisis de amor está centrada en la falta de caridad para con uno mismo, y ante la ausencia de un recto amor según el mandato del Señor Jesús (Mt 22,39; Mc 12,31; Lc 10,27) brota a raudales el egoísmo que no sólo es ruptura con la realidad profunda de la persona misma, sino que se vuelca en relaciones sociales que manifiestan esa ruptura y se concretan en cosificaciones, opresiones e injusticias. (Ver Huellas de un peregrinar, ob. cit., pp. 43ss.)
68
Centesimus annus 39a.
69
Carta a las familias 15b.
70
Exigencias que, a no dudarlo, forman parte de su camino de santidad paterno y materno y familiar.
71
Carta a las familias 15e.
72
Una consecuencia de la falta de educación en el amor y de internalización de la visión y valores cristianos se manifiesta como una falta de preparación para tratar a los hijos como personas, como sujetos, y no cosificarlos como objetos desconociendo su individualidad personal, su dignidad, libertad y derechos. Ver Centesimus annus 39a.
73
No es tema de estas reflexiones entrar en matices morales ni en pormenores sobre el aborto. Por otro lado, la enseñanza de la Iglesia es clara al respecto. De desearse profundizar en el tema y en los matices morales se puede ver entre los últimos documentos eclesiales p. ej.: Código de Derecho Canónico, c. 1398; Gaudium et spes 27c; 51b-c; Redemptor hominis 8a; Dives in misericordia 12d; Dominum et vivificantem 43c; Sollicitudo rei socialis 26f; Veritatis splendor 80a; Familiaris consortio 6b; 30f; 71c; Christifideles laici 5b; 38; Puebla 318; 577; 611s.; 1261; Santo Domingo 9; 215; 219; 223; Carta a las familias 13f; 21s.; Congregación para la Doctrina de la Fe, Donum vitae, 22/2/87, I, 1s.; III; Pontificio Consejo para la Familia, Evoluciones demográficas: Dimensiones éticas y pastorales, 25/3/94, 32-36.
74
Ver Carta a las familias 13f.
75
Ver Carta a las familias 16n.
76
En realidad nunca está bien imponer el propio gusto o capricho, de lo que se trata es de buscar lo mejor, lo más adecuado, la verdad. Y cuando la persona tiene efectiva capacidad de juicio el respeto a su libertad debe concretarse en formas más cuidadosas de su dignidad fundamental.
77
Card. Richard Cushing, Come, Follow Me. Conferences on Vocations to the Service of God, Daughters of St. Paul, Boston, p. 22.
78
N. c. 339-397.
79
S.S. Pío XII, Sacra Virginitas IVc.
80
$FEn Puebla se señala: «Para que funcione bien, la sociedad requiere las mismas exigencias del hogar; formar personas conscientes, unidas en comunidad de fraternidad para fomentar el desarrollo común. La oración, el trabajo y la actividad educadora de la familia, como célula social, debe, pues, orientarse a trocar las estructuras injustas, por la comunión y participación entre los hombres y por la celebración de la fe en la vida cotidiana» (587) y sigue en esa línea.
81
Ver Medellín 3,6.
82
Ver Puebla 589.
83
Ver Carta a las familias 13i.
84
Col 3,3.
85
Ver Lc 8,15.
86
Carta a las familias 20m.
87
Casti connubii 69a.
88
Sobre la familia y el apostolado se puede ver Apostolicam actuositatem11.
89
Carta a las familias 16n.
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