Por su actualidad publicamos este artículo que data del año 2008, escrito por el Cngo Ricardo B. Mazza.
Un ciudadano deja este mensaje desesperado en una radio local: “Los ciudadanos vamos a hacer sonar el escarmiento……apaguen el incendio…..paren las muertes………..no se hagan los distraídos y paren a los chacales sedientos de sangre que vienen a matar a los vecinos….”
1.-La legítima defensa del ciudadano.
Una noticia publicada en la web muestra cómo se considera a veces el tema de la legítima defensa personal. La misma expresa lo siguiente: “La justicia del lado de los delincuentes como corresponde a un gobierno progre….y además ideologizado…” y continúa: Una mujer enferma de cáncer, que mató a un delincuente que la iba a eliminar con un cuchillo, va a juicio oral. El Juez entendió que el hecho que el delincuente se abalanzara sobre ella, y quisiera atacarla con un arma blanca, no constituye una legitima defensa el dispararle, sino que es un exceso. El disparo se efectuó con la propia arma del delincuente. Y no sólo esto, sino que además la familia de los delincuentes, amenazaron a la mujer con matarla... y se agravó el estado de su enfermedad.... El fiscal dijo que era “homicidio simple”, mas grave aún..”.
Por un lado parecería que el ataque fue sólo con arma blanca y la mujer se defendió con un arma de fuego, lo cual hace que el juez considere dicha defensa como un exceso, por otro lado está la posibilidad que además el maleante llevaba el arma de fuego con la que la mujer se defendió arrebatándosela, y que ésta circunstancia se consideró también defensa excesiva.
Según este hecho que nos sirve de ejemplo, podemos considerar qué se entiende por legítima defensa bajo el punto de vista moral. La respuesta la podemos encontrar en la enseñanza habitual de la Iglesia.
Y así el Catecismo de la Iglesia Católica expresa claramente que “La legítima defensa de las personas y las sociedades no es una excepción a la prohibición de la muerte del inocente que constituye el homicidio voluntario”.(CIC nº 2263).
¿Qué quiere decir que la legítima defensa ya sea personal, ya social: “no es una excepción a la prohibición de la muerte del inocente”?
Significa que causar la muerte del injusto agresor no es ocasionar la muerte a un inocente. En efecto, el delincuente que agrede a una persona para robar o matar, se hace a sí mismo culpable de atacar a un ciudadano inocente, y por lo tanto en ese caso pierde el derecho -y no puede reclamarlo- a que se le respete su vida, toda vez que se ha puesto en ocasión de ser abatido.
Santo Tomás de Aquino aclara cómo la legítima defensa encuadra el deber de cuidar de la propia vida: ‘La acción de defenderse puede entrañar un doble efecto: el uno es la conservación de la propia vida; el otro, la muerte del agresor... solamente es querido el uno; el otro, no’ (Suma Teológica 2-2, 64, 7).
Continúa el catecismo de la Iglesia Católica afirmando que “El amor a sí mismo constituye un principio fundamental de la moralidad. Es, por tanto, legítimo hacer respetar el propio derecho a la vida. El que defiende su vida no es culpable de homicidio, incluso cuando se ve obligado a asestar a su agresor un golpe mortal: (Catecismo de la Iglesia Católica 2264).
Se enseña aquí cómo el amor a sí mismo es el fundamento del derecho a defender la vida. Juan Pablo II en la Encíclica Evangelium Vitae nº 55 recuerda este principio en el sentido de que “el valor intrínseco de la vida y el deber de amarse a sí mismo no menos que a los demás, son la base de un verdadero derecho a la propia defensa”.
Hay que destacar obviamente que la legítima defensa sólo permite una defensa adecuada no ejerciendo una violencia desmedida en la defensa ya que ésta sería ilícita (cf. CIC 2264).
Y ¿qué es una defensa adecuada? Aquella por la que el agresor queda imposibilitado de seguir adelante con su intención deletérea. Quitarle la vida, por ejemplo, -a no ser que sea el único recurso para impedir la acción del delincuente- cuando con sólo herirlo lo volvería incapaz de delinquir, sería excesivo.
Es cierto que en la situación concreta no es fácil poseer la objetividad necesaria para distinguir entre lo debido y lo excesivo.
De allí que bajo el punto de vista de la moral católica y en orden a considerar la acción como pecado o no, se ha de tener en cuenta si la inteligencia o la voluntad fueron de tal modo afectadas, -por ignorancia, pasión, miedo o violencia- que el agredido hubiera actuado sin libertad plena o sin suficiente conocimiento como para configurar un verdadero acto humano.
Por otra parte hemos de recordar que la legítima defensa no sólo es un derecho que posee la persona inocente a conservar su propia vida preservándola de toda agresión injusta, sino que es un deber, y éste puede llegar a ser “un deber grave, para el que es responsable de la vida de otro, del bien común de la familia o de la sociedad.” (CIC nº 2265).
Juan Pablo II citando este texto del Catecismo afirma que “por desgracia sucede que la necesidad de evitar que el agresor cause daño conlleva a veces su eliminación. En esta hipótesis el resultado mortal se ha de atribuir al mismo agresor que se ha expuesto con su acción, incluso en el caso que no fuese moralmente responsable por falta del uso de razón” (Evangelium Vitae nº 55).
Este último párrafo de Juan Pablo II pudiera resultar extraño porque refiere a alguien que quizás no sabe lo que hace. Sin embargo, aún en esa hipótesis –la de no tener uso de razón- posee su obrar el carácter de injusto agresor, y por lo tanto legitima la acción defensiva justa de quien es agredido.
El Papa Wojtyla insiste mucho en el respeto a la vida de toda persona humana incluida la del reo y la del agresor injusto pero reconoce “que el derecho a proteger la propia vida y el deber de no dañar la del otro resultan, en concreto, difícilmente conciliables” (EV nº 55).
En caso de no poder conciliar ambas obligaciones, enseña Santo Tomás que “es mayor la obligación que se tiene de velar por la propia vida que por la de otro” (Suma Teológica. 2-2, 64, 7) y esto porque el mandamiento “no matarás” tiene un valor absoluto cuando se refiere a la persona inocente (cf. E.V. nº 57).
2.-La legítima defensa de la sociedad por la autoridad política.
Sobre este tema el clamor de la sociedad sigue solicitando soluciones oportunas y manifestando su asombro ante remedios que no parecen congruentes con el sentido común. Transcribo una situación concreta: “Un juez permitió volver a la escuela a un menor que violentamente había participado en un asalto y quien había dicho a sus compañeros de asalto….”dale, tirále, porque nos han visto y nos reconocerán…..”
La enseñanza de la Iglesia es clara al respecto: “La preservación del bien común de la sociedad exige colocar al agresor en estado de no poder causar perjuicio. Por este motivo la enseñanza tradicional de la Iglesia ha reconocido el justo fundamento del derecho y deber de la legítima autoridad pública para aplicar penas proporcionadas a la gravedad del delito, sin excluir, en casos de extrema gravedad, el recurso a la pena de muerte”. (CIC nº 2266).
No cabe la menor duda que lo expresado anteriormente por el Magisterio de la Iglesia reclama a la autoridad estatal el tomar en este campo de la seguridad pública todas las medidas necesarias para velar por la tranquilidad de los ciudadanos.
Y esto es así porque es deber primordial de quienes conducen los destinos de una Nación el trabajar por el bien común de la misma, ejerciendo la autoridad que ponga coto a la anarquía reinante implementando aquellas medidas que contribuyan a la paz social.
En la sociedad argentina se viven momentos difíciles en este campo, siendo una de las preocupaciones más urgentes y recurrentes de la población el poder vivir pacíficamente. Es imposible trabajar, educar, transitar y producir cuando la sociedad se ve constantemente amenazada por bandas de delincuentes.
Este ejercicio de la autoridad interpela a los tres poderes del Estado: al ejecutivo le cabrá el prevenir el delito –dentro de la ley- acotando sus consecuencias; al legislativo le corresponderá la creación de leyes –conteste con los tiempos que vivimos- que amparen al hombre de bien y castiguen al que perturba gravemente la convivencia de todos; al judicial le tocará la aplicación de las leyes con el debido rigor, buscando además la curación del reo para su posterior reinserción en la sociedad.
Y a todos, en fin, posibilitar nuevos ámbitos sociales en los que la persona encuentre su espacio para desarrollarse acorde con la dignidad que posee por ser creada a imagen y semejanza de Dios.
El Catecismo sigue refiriéndose a esta defensa legítima de la sociedad en manos del poder político afirmando que “quienes poseen la autoridad tienen el derecho de rechazar por medio de las armas a los agresores de la sociedad que tienen a su cargo” (CIC nº.2266).
No obstante la legitimidad del uso armado e incluso la muerte del injusto agresor de la sociedad, la enseñanza de la Iglesia se inclina por el uso de los medios incruentos en la represión del delito, siempre que éstos protejan suficientemente el orden público y la seguridad de las personas.
La recomendación de los remedios incruentos de carácter preventivo o represivo se funda en que corresponden mejor con las condiciones del bien común y son más conformes con la dignidad de las personas (cf. nº 2267).
La autoridad pública, eso sí, deberá establecer penas congruas con el delito cometido, ya que éstas apuntan a compensar el desorden que la falta o el delito ocasiona, preservar el orden público y la seguridad de las personas y poseen también un efecto medicinal ya que apunta a la enmienda del culpable (cf. Lc. 23, 40-43 y CIC nº 2267).
En fin, mucho más se podría decir sobre este tema preocupante. Cabe eso sí reconocer que la situación de inseguridad debe verse dentro de un marco totalizador que como expresé en el artículo “Seguridad y legítima defensa” (II), busque crear nuevos espacios ciudadanos de paz social en el ámbito económico, laboral, educacional, familiar y político. Sólo así se podrá dar a luz una nueva sociedad en la que los resortes últimos de la legítima defensa sean siempre recursos excepcionales.
Que nuestra Señora de la Paz escuche nuestro clamor y nos ilumine a todos para cambiar esta situación de agresión continua entre hermanos.
Padre Ricardo B. Mazza. Director del CEPS “Santo Tomás Moro” y del Grupo Pro-Vida “Evangelium Vitae".- Santa Fe de la Vera Cruz, 19 de Noviembre de 2008
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