Según las encuestas de opinión más recientes, los dos políticos más populares de Francia son Marine Le Pen, la hija y sucesora de Jean-Marie Le Pen como líder del Frente Nacional, la agrupación ultraderechista más importante del mundo desarrollado, y Dominique Strauss-Kahn, el director general del Fondo Monetario Internacional, entidad que según nuestros gobernantes también se ubica en la zona más derechista del mapa ideológico.
Por ahora cuando menos, Le Pen aventaja a Strauss-Kahn, quien a pesar de la imagen “neoliberal” de la organización que encabeza milita en el socialismo, por un par de puntos, y deja atrás al presidente actual, Nicolas Sarkozy, cuyo índice de aprobación se ha desplomado últimamente. Aunque mucho podría cambiar antes de celebrarse en Francia las próximas elecciones presidenciales previstas para junio del año que viene, tal y como están las cosas parece probable que se repita lo que sucedió en el 2002 cuando, para angustia de muchos, Jean-Marie Le Pen superó al socialista Lionel Jospin en la primera ronda para entonces caer derrotado, por un margen aplastante, frente a Jacques Chirac en la segunda. Sin embargo, a diferencia de su padre, un ex paracaidista que suele hacer gala de su dureza, Marine Le Pen es una polemista hábil que ha procurado darle al Frente Nacional una imagen menos truculenta, de suerte que a juicio de los analistas franceses su eventual candidatura no sería meramente testimonial.De todos modos, Francia no es el único país europeo en el que movimientos derechistas plantean un desafío serio a los partidos conservadores y socialdemócratas moderados. En muchas otras partes del viejo continente sectores crecientes del electorado propenden a repudiar tanto al statu quo como a las diversas manifestaciones de la izquierda supuestamente revolucionaria. Los motivos principales son dos: el impacto de la inmigración masiva, en especial de musulmanes, y la crisis económica. En todos los países europeos, una proporción muy significante de la clase media y la obrera se siente víctima de un experimento demográfico emprendido por elites alarmadas por las consecuencias previsibles del descenso abrupto de la tasa de natalidad. Si bien ya es habitual calificar de “ultraderechista” las protestas contra la presencia de millones de musulmanes que no ocultan su desprecio por quienes no comparten sus creencias, en la mayoría de los casos no son motivadas por sentimientos racistas sino por el temor a la reaparición del fanatismo religioso. Puede que sólo una minoría pequeña de los musulmanes que viven en Europa comparta las actitudes de los extremistas, pero ocurre que éstos han logrado brindar la impresión de contar con el apoyo de casi todos sus correligionarios. A menos que la mayoría presuntamente pacífica se desasocie pronto de los predicadores del odio, la reacción de los europeos no musulmanes frente a lo que toman por una amenaza mortal a su estilo de vida no tardará en dar lugar a conflictos aún más violentos que los que ya se han producido.
El desafío planteado por la crisis económica, y por la sensación difundida de que con escasas excepciones los actualmente jóvenes no disfrutarán de la prosperidad que la generación anterior llegó a considerar normal, es más complicado porque ni la derecha ni la izquierda contestataria han conseguido formular “soluciones” convincentes. A lo sumo, se proponen aferrarse a lo ya existente y castigar a los banqueros y especuladores juzgados responsables de los problemas enfrentados por los demás. Asimismo, en Francia, el rencor se ha visto intensificado por las noticias procedentes del otro lado del Rin según las cuales Alemania ha logrado capear el temporal mejor que cualquier otro país de la Unión Europea y por lo tanto está en condiciones de llevar la voz cantante, obligando a sus vecinos a someterse al legendario rigor teutón.
Por haberse acostumbrado los franceses a la idea de que los alemanes, cohibidos por los recuerdos del nazismo, siempre han estado dispuestos a ceder ante sus pretensiones de liderazgo europeo, el que la canciller Angela Merkel se haya negado a secundar todas las iniciativas propuestas por el presidente Sarkozy les ha sido una sorpresa ingrata, una que, desde luego, ha servido para fortalecer el nacionalismo galo y por lo tanto al partido de Le Pen. (Rio Negro)
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