por Fernando Romero Moreno
Desde tiempos de la Hispanidad (1492- 1816), la comunidad que luego daría lugar a la Argentina, tuvo dos proyectos políticos distintos en aspectos fundamentales.
Uno cuyo origen podemos encontrar en los Reyes Católicos y en los monarcas de la Casa de Austria (sobre todo Carlos V y Felipe II) - con todos los errores que sea necesario reconocer - pero que en resumidas cuentas suponía la unión en torno a los siguientes valores e instituciones: catolicismo, cultura clásica y americana, mestizaje étnico, armonía entre los estamentos sociales, conciencia territorial, proteccionismo económico, descentralización política e imperio de la ley divino positiva y de la ley natural. A esta herencia debemos gran parte de nuestra identidad: el idioma castellano, las lenguas indígenas (sobre todo el quechua, el guaraní y el araucano), el arte barroco (pintura cuzqueña, arquitectura “colonial”, folklore tradicional), los fundamentos del orden social occidental (familia, municipio, corporaciones profesionales, Universidad), las raíces del federalismo, la religiosidad popular … Y un Orden Político y Jurídico acorde con nuestra cultura: Cabildos, Audiencias, Gobernadores, Virreyes, Derecho Indiano. Hay que señalar también algunos aspectos negativos heredados de España: instituciones como la esclavitud (aunque notoriamente más benigna que la existente en la América precolombina), algunas desigualdades económicas y sociales, el rigorismo penal, los errores de un sector de la Escolástica española y las tendencias voluntaristas presentes en determinada literatura espiritual pos- tridentina. Pero entendemos que en la balanza, pesa más lo positivo que lo negativo, sobre todo por la gran labor misional y civilizadora realizada por jesuitas, dominicos, franciscanos y multitud de funcionarios fieles a los mandatos de la Corona. Todo esto fue forjándose lentamente en los siglos XVI-XVII y la irrupción de los Borbones en 1713 constituyó el primer golpe mortal a la Tradición: aparecieron el laicismo estatal, el lucro como fin principal de la economía, la centralización administrativa, la transformación parcial de la aristocracia en oligarquía, las claudicaciones diplomáticas frente a Portugal y el afrancesamiento cultural... aunque el absolutismo no haya sido tan grave en América como sí lo fuera en Francia, en Austria y otras naciones europeas. Como consecuencia de este cambio dinástico e ideológico, dejamos de ser uno de los Reinos del Imperio Español para comenzar a recibir, de hecho, el trato de meras colonias. Es de justicia reconocer que los Borbones hicieron en América varias reformas económicas, militares y geopolíticas necesarias. Pero esto no impidió la “implosión” definitiva del propio Imperio, ni la guerra de la Independencia, en la cual auténticos defensores de la Tradición se encontraron muchas veces enfrentados, por estar en uno u otro lado de la contienda (hubo tradicionalistas “patriotas” como el Padre Castañeda en Buenos Aires y tradicionalistas “realistas” como Francisco Javier de Elío en Montevideo).
La línea de los Borbones fue continuada, luego de 1810, por el sector iluminista de la Revolución de Mayo (Moreno, Castelli) y por la tendencia liberal del Partido Directorial (Alvear, Rivadavia), transformado más tarde en Partido Unitario. La consecuencia de este proceso fue la desintegración territorial (quedaron separadas de las Provincias Unidas, la Banda Oriental, el Alto Perú, Paraguay, las Misiones Orientales y Occidentales, y parte de la Patagonia), el desprecio por los indios y los gauchos, el ataque a la tradición católica, el librecambismo que benefició a los comerciantes de Buenos Aires y arruinó a las industrias del Interior, y la sumisión al imperialismo inglés.
La reacción no se hizo esperar: caudillos rurales (estancieros, militares) y un sector de la aristocracia, que se sentían identificados con su pueblo, que amaban la tierra, la cultura y la religión heredadas (no las modas de la Europa revolucionaria), se alzaron en defensa de estos principios y de las autonomías provinciales. Artigas, Güemes, Ramírez, López, Bustos, Quiroga, el “Indio” Heredia…y Don Juan Manuel de Rosas, que fue el principal de ellos. Gracias a la política del Restaurador (1829- 1852), después de una anarquía de más de diez años, logramos dos objetivos fundamentales: la restauración del Estado Central (con la consolidación de una nacionalidad propia y la defensa de nuestra soberanía frente a Francia e Inglaterra) y la protección de la Tradición hispano- criolla y católica. El Partido Federal “apostólico” o rosista era tradicionalista en lo cultural, nacionalista en lo político, proteccionista en lo económico y sobre todo tenía una peculiaridad que después prácticamente despareció de los movimientos políticos llamados “nacionales”: representaba al pueblo (indios, negros, mulatos, mestizos), que eran despreciados por los unitarios “de frac y levita”, y representaba, simultáneamente a lo mejor del viejo patriciado: estancieros, alto clero, intelectuales. Ese federalismo “apostólico”, cuyo principal referente intelectual fue Don Tomás Manuel de Anchorena, representó en el siglo XIX, nuestra corriente política más ortodoxa, teniendo en cuenta las exigencias del Orden Natural y Cristiano y de la Tradición (por supuesto que no pretendemos identificar sin más a la religión católica con el federalismo, pues no todo los católicos fueron federales ni todos los federales, fieles a la Iglesia, pero es un hecho histórico corroborado que la tendencia mayoritaria del Partido Federal “rosista” era ortodoxa y antiiluminista en lo religioso ). Un federalismo cuyo equivalente doctrinario sería en el siglo XX el nacionalismo católico. Hubo dentro del Partido Federal otras líneas populistas y parcialmente heterodoxas, aunque innegablemente patrióticas y a su manera, católicas (Artigas, Dorrego), cuya herencia parece advertirse en el radicalismo yirigoyenista y en el peronismo histórico. El Partido Unitario, en cambio, era una facción de “ideólogos” (masones o “católicos liberales” en su gran mayoría), que quería imitar la letra de las instituciones extranjeras y gobernar con una minoría ilustrada de tipo burgués. No advertían que ese “constructivismo social” había conducido a Francia a la guerra civil y que, en cambio, el ejemplo de Estados Unidos era tal (en lo que hace a la existencia de un proyecto nacional y a la estabilidad política) porque precisamente se había conservado fiel a las instituciones británicas, de las que sólo hizo leves retoques. Si nuestros liberales hubieran sido realistas y no ideólogos, habrían imitado el “espíritu” de los anglosajones en lo constitucional y no la letra. Aquí había muy buenas instituciones, propias del derecho público hispano- indiano. Pero, con honrosas excepciones, sus aspectos positivos no fueron valorados como correspondía por los hombres “de las luces y de los principios”…San Martín, en cambio, que había llegado de Europa con algunas ideas liberales (liberalismo moderado, de tipo anglosajón), fue percibiendo su error, evolucionó hacia una suerte de pensamiento conservador “patriótico” (sin llegar a ser propiamente un tradicionalista, pues siempre conservó un resto de influencias “ilustradas”) y terminó aliado a los federales y al Restaurador …y enemistado con Rivadavia y la mayoría del Partido Unitario….
La caída de Rosas – preparada y financiada por el Brasil – significó, además de 27 años más de guerra civil (1853 – 1880) y la pérdida de las Misiones Orientales y Occidentales, el comienzo de la construcción deliberada del Estado argentino moderno, esto es, centralista, liberal, laicista y económicamente dependiente. Para eso, durante las presidencias de Mitre y de Sarmiento, se reprimió con dureza al federalismo del Interior, sobre todo las rebeliones de caudillos como el Chacho Peñaloza y Felipe Varela en La Rioja, y Ricardo López Jordán en Entre Ríos. El Martín Fierro no es, desde esta perspectiva, un poema lírico, sino una denuncia económica, social, política y religiosa…A esto es menester agregar la ignominiosa Guerra al Paraguay…
El famoso “modelo” de la Generación del 80 fue, en consecuencia, lo siguiente: una economía ligada de modo casi unilateral al Imperio Británico, que benefició principalmente a la Pampa Húmeda y a las clases ricas, divorciadas ya, en su gran mayoría, del pueblo. Una cultura afrancesada y anglófila, contraria a todo lo que significara catolicismo, hispanidad y americanismo. Una sociedad dividida en dos grupos sociales: oligarquía burguesa (y una incipiente clase media educada en los valores “cosmopolitas y laicos”) y una masa empobrecida…y un poco por allí, restos de la vieja aristocracia y del pueblo verdadero en el Interior, pero con poca influencia en la configuración del Estado liberal. Un régimen político basado en el fraude y el amiguismo. Y una política internacional claudicante, sobre todo frente al expansionismo de Chile, Brasil y Gran Bretaña…
La alternativa política a tal esquema – derrotado ya el federalismo tradicional – siguió el siguiente itinerario. Primero hubo una reacción “nacional” entre los conservadores, debido a la disidencia protagonizada por Alsina y al camino emprendido por Avellaneda, a lo cual habría que agregar la empresa de los “católicos sociales” de Félix Frías y Estrada. No tenía la misma fidelidad a la Tradición que caracterizara a la mayoría del federalismo “apostólico”, pero al menos demostró un perfil más patriótico que la “oposición” mitrista y permitió que muchos federales excluidos de la política volvieran a la palestra y pudieran enfrentarse al liberalismo, después de extinguidas las últimas montoneras. Fue el primer Partido Autonomista Nacional (1874), desvirtuado más tarde por el laicismo y el “proteccionismo al extranjero”, pero en el que siempre hubo una “tendencia nacional”, frente a otra más “liberal”. Roca fue su líder histórico y en su persona convivieron de alguna manera las dos tendencias… El conservadorismo “nacional”, presente de modo principal en la clase alta y media alta, tuvo más protagonismo en los gobiernos civiles de los dos Sáenz Peña, de José E. Uriburu, de Figueroa Alcorta y, ya en el siglo XX, en los gobiernos militares de Uriburu, Lonardi, Onganía y Levingston. En él militaron hombres como Gustavo Martínez Zuviría, Carlos Ibarguren, Federico Martínez de Hoz, Manuel Fresco, Vicente Solano Lima (hasta su triste colusión con el “camporismo”) o Ricardo A. Paz. Con concesiones al liberalismo, con desviaciones serias, pero con un talante más argentino y más cristiano que el otro sector: el liberal de Juárez Celman, Quintana, De la Plaza y, luego, de los militares Justo, Aramburu, Lanusse y Videla.
Otra facción autonomista, contraria al roquismo, es la que dio origen a la Unión Cívica Radical, que tenía muchos resabios de “rosismo” (como supo recordar y defender ese gran político radical que fuera Don Ricardo Caballero). Esto se manifestó de modo claro en el “yrigoyenismo” (que ayudó a “nacionalizar” a los inmigrantes y rescatar a los viejos criollos), con más presencia en la clase media y en el pueblo, y que luego fuera reivindicado por el nacionalismo popular de FORJA, la agrupación política de Jauretche, Scalabrini Ortiz, Homero Manzi, García Mellid… Si la heterodoxia del “conservadorismo nacional” fue su relación con la “derecha liberal”, en el caso del yrigoyenismo (como después sucedería con el peronismo), los problemas ideológicos tuvieron origen en el populismo y en la influencia de una “izquierda”, con el tiempo autodenominada “nacional”.
Junto a la reacción parcial del “conservadorismo nacional” y del “radicalismo yrigoyenista”, hubo otra más integral en torno al año 1930: la que representaron, simultáneamente los Cursos de Cultura Católica y el Nacionalismo. Esta última corriente ahondó en las raíces de nuestra crisis y no dejó tema por estudiar: se ocupó de lo teológico, lo filosófico, lo político, lo económico, lo cultural, defendiendo valores e instituciones como la tradición hispano-católica, la soberanía política, la independencia económica, la justicia social, el federalismo de base municipal, la representación corporativa, etc… y contribuyó a una revisión integral de la historia patria. Sus hombres más relevantes, en los años 30 y 40 fueron Julio y Rodolfo Irazusta, Ernesto Palacio, César Pico, Roberto de Laferrère, Ramón Doll, Juan Carlos Goyeneche y los más ortodoxos y tradicionalistas (en general) Alberto Ezcurra Medrano, Leonardo Castellani, Jordán Bruno Genta y Julio Meinvielle.
Las corrientes políticas “nacionales” del conservadorismo y del radicalismo, más el empuje intelectual del nacionalismo católico prepararon el “clima” para la Revolución de 1943 y para la aparición del justicialismo. Perón le agregó a eso el carisma personal, las leyes sociales, la relación con los sindicatos, etc. Todo eso hizo eclosión en el 45. Lo demás es conocido: los aciertos y los errores de Perón, la fidelidad a muchos de los valores de la Argentina Tradicional y también la claudicación, la corrupción, la demagogia y al final, la tiranía. Pero lo importante es que la mayoría del pueblo argentino comprendió el mensaje y se identificó con el proyecto de una Argentina Justa, Libre y Soberana, dentro de un Movimiento Nacional que se definía como “humanista, federal, social y cristiano”. Hasta pudo darse de nuevo la unión de las distintas clases sociales en pos del Bien Común, si las vulgaridades de Perón y las no menos injustas actitudes de la oligarquía liberal y extranjerizante, no lo hubieran impedido. Pero quedaron como aportes valiosos del peronismo histórico – aunque susceptibles de mejoras – la defensa de la cultura criolla y tradicional, la tercera posición internacional, el hispanoamericanismo, el intento de “nacionalizar” e “industrializar” la economía, el solidarismo jurídico, la protección de obreros y campesinos, entre otras cosas.
Llegamos a la Revolución Libertadora: explicable y justificable en la línea de Lonardi, aunque habría que profundizar la influencia de los británicos, de la masonería y del catolicismo liberal en su génesis. Justificable dado el carácter anticlerical del justicialismo en los años 54- 55, más la aparición, tolerada ya por el General Perón, de un nacionalismo marxista dentro del Movimiento. Lo cierto es que Lonardi quiso “destronar” a Perón pero conservando los aspectos positivos logrados durante el ciclo 1943- 1955. El proyecto (en alianza con liberales, socialistas, radicales y demás exponentes de la “vieja” política) era inviable y no duró. Un golpe palaciego del sector “democrático” (con el apoyo de partidos políticos de derecha y de izquierda) lo derrocó, acusando a Lonardi de estar rodeado de “nazis” y de ser tolerante con el régimen depuesto… Y empezó la violencia, otra vez desde los sectores “ilustrados” (como Moreno y Castelli contra Liniers, como los Unitarios contra Dorrego, como Sarmiento contra los gauchos), identificados, como ellos mismos decían, con la “línea Mayo- Caseros”. Se prohibió el partido peronista y sus símbolos partidarios, muchos profesores debieron abandonar sus cátedras (algunos de ellos, católicos que, por ej. habían sido peronistas pero apoyaron la Revolución Libertadora debido al conflicto con la Iglesia), se intervino a la CGT…y se restauró el capitalismo prebendista, la sumisión al FMI, la entrega de la Universidad a la izquierda y de la cultura a la masonería o grupos afines a la misma. La Revolución del Gral. Valle en 1956 – contra el “liberalismo rancio y laico” como dice en su última proclama – fue una reacción nacional. Valle era católico y de simpatías nacionalistas. No era nazi ni autoritario ni comunista (a pesar de la “reivindicación” que de su figura hace siempre el peronismo de izquierda). Pero los “gorilas” quisieron dar una “lección” y lo fusilaron. Fusilaron a él y a todos los sospechosos que pudieron encontrar, tanto militares como civiles. La consecuencia lógica hubiera sido que la reivindicación de Valle y de su rebelión corriera exclusivamente a cargo del peronismo ortodoxo (no de la ortodoxia “corrupta” y criminal del lópezrreguismo, por supuesto) y eventualmente del nacionalismo, al menos el más cercano al justicialismo. Algo de eso hubo en la acción política de Marcelo Sánchez Sorondo, Mario Amadeo, Juan Carlos Goyeneche y Alberto Ezcurra Uriburu, con las diferencias entre ellos que es de rigor señalar (por caso Amadeo terminó ligado al frondicismo y Sánchez Sorondo al peronismo, a diferencia de Goyeneche y Ezcurra que siguieron fieles a la tradición nacionalista). Pero aparecieron dos fenómenos que complicaron aún más el panorama político argentino y que explican parte de la Guerra Civil que enlutara a la Argentina entre 1959 y 1979: el nacionalismo de izquierda – al calor de la Revolución Cubana – y el catolicismo tercermundista que derivó en las teologías de la liberación de inspiración marxista. Y se dio lo que hasta entonces hubiera sido inexplicable: jóvenes que, bajo los símbolos de la Cruz y la Bandera, reivindicando a Rosas y los Caudillos Federales, y pidiendo una Patria “Justa, Libre y Soberana”, se alistaron en las filas de la Revolución Mundial. Fue la época del llamado “socialismo nacional” y del “revisionismo histórico popular”. De Hernández Arregui, Astesano, Puigróss, Abelardo Ramos y del “coqueteo” con la izquierda de “Pepe” Rosa, Fermín Chávez y Arturo Jauretche (aunque no toda la “izquierda nacional”, a pesar de sus gravísimos errores intelectuales, se solidarizara plenamente con las organizaciones armadas…el caso del “Colorado” Ramos es un ejemplo de lo que decimos). El clima que dio origen a Montoneros, la banda terrorista que se inició “vengando” la muerte del Gral. Valle y terminó siendo parte de la estrategia cubana de infiltración en toda América Hispana. Contra lo que suele decirse hoy, los nacionalistas de extracción católica fueron, en su gran mayoría, ajenos al “giro izquierdista” de esa parte de la juventud argentina. Y sobre todo el P. Meinvielle como el Prof. Jordán B. Genta denunciaron el error que, al respecto, significaba un falso nacionalismo influenciado por el clasismo, el socialismo y el populismo. Aunque el primero – y, como él, Leonardo Castellani, Carlos A. Sacheri o Alberto Ezcurra Uriburu – no vieran como intrínsecamente mala una colaboración con el peronismo “ortodoxo”, a diferencia de Genta…. Pero lo cierto es que otra vez quedamos “atrapados”: entre los yanquis y el soviet, como dijera Ramiro de Maeztu. O entre los yanquis y Fidel Castro, para ser más precisos (ya sabemos que la Unión Soviética jugó a dos puntas, según sus conveniencias).Subversión, represión mal hecha – con asesoramiento del Primer Mundo -, deuda externa y un largo etcétera, empujaron a la Argentina al borde del abismo. El heroísmo épico de muchas víctimas del terrorismo marxista (Rucci, Larrabure, Sacheri, Genta, Amelong), de tantos combatientes de la Batalla por Malvinas (Giachino, el “Perro” Cisnero, el Tte. Roberto Estévez, pilotos de Fuerza Aérea como Falconier) o de las rebeliones “carapintadas” (sobre todo Seineldín), no lograron impedir la crisis aparentemente terminal de la Argentina….Pero no nos adelantemos…
A partir de 1976, el liberalismo extranjerizante encontró refugio, primero, en el Proceso de Reorganización Nacional (1976- 1983) y luego en el menemismo (1989- 1999). La centro- izquierda socialdemócrata, en el radicalismo de Alfonsín (1983- 1989), origen de la Revolución cultural que hoy padecemos. Y parte de la izquierda “nacional”, en síntesis con la “contracultura progre”, en el “kirchnerismo” actual (2003- 2011)… Esos hitos marcan la entrada de la Argentina en el Nuevo Orden Mundial, en sus vertientes neoconservadora (el Proceso y los 90) como progresista (“alfonsinismo” y “kirchnerismo”). ¿Habrá muerto para siempre la Argentina Tradicional? ¿Será vana la esperanza de una nación cristiana que, “en serio”, sea políticamente soberana, económicamente independiente y socialmente justa? ¿Quedaremos a merced del imperialismo norteamericano o del Nuevo Orden Mundial de la ONU?...
La tensión entre dos polos (Tradición y Revolución) que registran la Argentina y demás naciones de Occidente desde hace siglos, parece diluirse hoy por el triunfo aparente de la Revolución y de la Modernidad laicista, a lo que debemos sumar la sumisión colonial de nuestra Patria al mundialismo masónico. Por supuesto que Tradición o Revolución, Patria o Colonia son contraposiciones que hay que entender en relación con las “Dos Ciudades” de San Agustín, no al modo del dualismo o de la dialéctica hegeliana. Nuestra Tradición hispánica, como dijimos al inicio de este escrito, ya vino bastante "contaminada" de errores “modernos” (de allí, probablemente, nuestro “catolicismo mistongo” que denunciara Castellani). A la vez, ciertos partidarios de la Revolución reclamaron, en lo accidental, algunos cambios que eran justos y atendibles: mayor atención al crecimiento económico, menos clericalismo, apertura a la ciencia y la tecnología...También sobre esto se explayó Castellani, a propósito de Sarmiento. Hablar por lo tanto de las “Dos Argentinas” no nos debe llevar a un maniqueísmo simplista y esquemático…”Todo lo nacional es nuestro” decía Maurras, y siempre que sepamos justipreciar acontecimientos o personajes históricos desde el Orden Natural y Cristiano, podremos “dar a cada uno lo suyo”, sin leer el pasado en “blanco y negro” o con “anteojeras ideoógicas”……
El tiempo dirá si la restauración de la Argentina, de una Comunidad Hispánica de Naciones y de la Cristiandad son posibles. Pero a nosotros nos toca seguir combatiendo por los valores de siempre. Como decía Hugo Wast: “Nuestros ideales son aquellos que dan sentido a la vida cuando se vive por ellos y los que dan sentido a la muerte cuando se muere por ellos: Dios, Patria y Familia”
Fernando Romero Moreno
CEUR (Centro de Estudios Universitarios del Rosario)
Agradezco las críticas y sugerencias que sobre la versión original de este escrito hicieran Diego Gutiérrez Walker, Juan Bautista Fos Medina, Martín Romero Moreno, E.Trento, Leandro Blasquez y Pablo A. Jaraj
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