Queridos hermanos:
Con cuánto gozo vivo cada celebración de la Misa Crismal. Es la Iglesia, presidida por su Obispo, la que nos convoca para expresar su identidad apostólica y fortalecer su camino pastoral.
Somos parte viva de ese Misterio de Dios revelado en Jesucristo y hecho Misión por el don del Espíritu Santo. Vivamos esta celebración como un signo vivo de fe, comunión eclesial y proyección pastoral. Agradezco la presencia de tantos fieles, que de diversas comunidades han venido a participar en esta eucaristía y a acompañar a sus sacerdotes.De un modo especial me dirijo a ustedes, mis queridos sacerdotes, que son y los siento mis primeros colaboradores. ¡Qué importante es renovar cada año la vida y el espíritu del presbiterio! ¡Cuánta esperanza encierra este gesto de comunión entre el Obispo y sus sacerdotes, como de los sacerdotes entre sí! Es en este contexto eclesial que bendeciré los Santos Oleos y consagraré el Santo Crisma.
Asistiremos, además, a la renovación que harán los sacerdotes de las promesas de su ordenación sacerdotal. Renovar el espíritu de nuestra ordenación es vivir el sacerdocio como un “hoy” siempre nuevo y actual, que nos introduce en ese tiempo de alianza plena y definitiva con Cristo Sacerdote, para gloria de Dios y al servicio de nuestro pueblo.
Hemos recibido, recientemente, la Exhortación Apostólica Verbum Domini, con la que el Santo Padre ha querido dar forma magisterial a las conclusiones del Sínodo sobre la Palabra de Dios en la vida y misión de la Iglesia. Tomando como guía el prólogo del evangelio de san Juan comienza presentándonos a la Palabra en toda su riqueza de revelación, diálogo y vida, junto a necesarios criterios de interpretación.
Luego se detiene a contemplarla en la Iglesia, este es un momento muy fecundo para nuestra reflexión. Finalmente, la Palabra es vista en su misión al mundo. Es la misma Palabra que nace en Dios, se vive en la Iglesia y se comunica al mundo. De esta Palabra que estaba junto a Dios estamos llamados a ser, en Cristo, sus discípulos y misioneros.
Sólo me limitaré a compartir algunas reflexiones que se refieren al obispo, sacerdotes y diáconos. Comienza con una afirmación tomada de una de las proposiciones del Sínodo: “La Palabra de Dios es indispensable, dice, para formar el corazón de un buen pastor, ministro de la Palabra” (V.D. 78).
Desde esta certeza concluye con una frase que nos ilumina y compromete: “Los obispos, sacerdotes y diáconos no pueden pensar de ningún modo en vivir su vocación y misión sin un compromiso decidido y renovado de santificación, que tiene en el contacto con la Biblia uno de sus pilares”. El encuentro con la Palabra es, de modo especial para nosotros, fuente de vida y de santidad.
Retomando Pastores Gregis nos recuerda que: “el Obispo ha de poner siempre en primer lugar, la lectura y meditación de la Palabra de Dios. Todo Obispo debe encomendarse siempre y sentirse encomendado a Dios y a la Palabra de su gracia, que tiene poder para construir el edificio y darles la parte de la herencia que les corresponde, con todos los que han sido santificados” (Hech. 20, 32. cfr. D.V. 79).
Concluyendo con un consejo fraterno, cuando nos dice: “recomiendo a todos los hermanos en el episcopado la lectura personal frecuente y el estudio asiduo de la Sagrada Escritura” (D.V. 79), proponiéndonos como modelo a María: “Virgo audiens y Reina de los Apóstoles”.
Desde la nueva realidad sacramental de ser “ungido y enviado” para anunciar el Evangelio, le recuerda al sacerdote que: “necesita acercarse a la Palabra con un corazón dócil y orante, para que ella penetre a fondo en sus pensamientos y sentimientos y engendre dentro de sí una mentalidad nueva, que en el decir de san Pablo, es tener la mente, el pensamiento de Cristo” (cfr. 1 Cor. 2, 16; P.D.V. 26).
Solamente “permaneciendo en la Palabra”, en el sentido de estar “sumergidos en lo más íntimo de Dios”, la vida del sacerdote va a ser anuncio y testimonio transformante del Evangelio (V.D. 80). Por ello, concluye, es necesario: “que los sacerdotes renueven cada vez más la conciencia de esta realidad”, que hace al gozo y verdad de su vocación.
Dentro del ministerio ordenado se refiere, luego, a quienes están llamados al diaconado, no sólo como grado previo al presbiterado, sino como servicio permanente. Partiendo del Directorio del Diaconado Permanente, y reafirmando el sentido de servicio como rasgo de su espiritualidad, les recuerda que: “un elemento que distingue la espiritualidad diaconal es la Palabra de Dios, de la que el diácono está llamado a ser mensajero cualificado, creyendo lo que proclama, enseñando lo que cree, y viviendo lo que enseña” (V.D. 81).
En este marco la Exhortación se va a dirigir también a ustedes, mis queridos seminaristas. Luego de valorar la relación personal con la Palabra, especialmente en la “lectio divina”, subraya con gran sabiduría la indispensable circularidad, dice, “entre exégesis, teología, espiritualidad y misión” (V.D. 82).
No hay intimidad fecunda con Dios, que no despierte el sentido de la misión. No es el momento para detenernos en este rico documento que continúa hablando de la relación de la Palabra de Dios, sea con la vida consagrada y los laicos, el matrimonio y la familia. Al leerlo es importante descubrirnos como destinatarios personales y hacerlo objeto de estudio y meditación.
Un tema que deberemos tener presente este año será el tema de la vida, que el Santo Padre ha querido marcar con una Vigilia al comienzo del Adviento. Frente a una mentalidad que disminuye moral y culturalmente la gravedad del aborto, es necesaria la presencia de una Iglesia consciente y responsable del Evangelio de la Vida. No defendemos una ideología entre otras, nos compromete la realidad de un nuevo ser y su primer derecho.
Esta verdad, que no podemos callar, debe encontrar en nosotros una Iglesia unida y presente. No somos insensibles frente a las incertidumbres que pueda presentar un embarazo, por el contrario, queremos crear las condiciones de una cultura que acompañe a la mujer pero respete la dignidad del nuevo ser concebido.
Estos principios, que cuentan con un sólido fundamento científico tienen, además, un sustento teológico que habla a nuestra fe. La vida humana no es una especie más en el conjunto de la naturaleza, sino una realidad única y personal. La fe nos abre al conocimiento pleno de la verdad del hombre como ser creado por Dios con un destino de eternidad. La dignidad y sacralidad del misterio de la vida con su historia humana y destino trascendente, ya están presentes en la fragilidad del ser naciente. El comienzo de la vida encierra una historia única y personal que, como acto creador de Dios, mereció la venida de Jesucristo para hacernos partícipes de su Reino.
La Bienaventuranza del Reino es una verdad que da sentido de plenitud a la vida del hombre. De un modo especial, en este tema de la vida, la fe y la razón lejos de oponerse se encuentran y enriquecen mutuamente, porque ellas son: “como dos alas con las cuales el espíritu humano contempla la verdad” (Fides et Ratio, 1). La teología, que parte de la obediencia de fe a la Palabra de Dios, profundiza e ilumina el alcance de la razón.
Siempre debemos tener presente que el ámbito natural de la vida es la familia, ella pertenece al designio creador y redentor de Dios. Esta certeza se hizo recomendación pastoral en Familiares Consortio, al decirnos que: “en los planes de pastoral orgánica, a cualquier nivel, no deben prescindir nunca de la pastoral familiar” (F.C. 70). De este tema sólo quiero recordarles las dos líneas pastorales de nuestro Plan Arquidiocesano, que nos presenta diversas acciones específicas a realizar:
1 – Consolidar la Pastoral Familiar en la Arquidiócesis, fortaleciendo la comunión y unidad de criterios y líneas pastorales.
2 – Promover la cultura de la vida y el anuncio del evangelio del matrimonio y la familia, aprovechando más la catequesis y la escuela.
En este sentido, doy gracias a Dios que nuestra Universidad Católica haya creado un Instituto, precisamente, para el Matrimonio y la Familia.
Finalmente les vuelvo a insistir en la importancia de fortalecer el camino misionero que hemos iniciado en el marco de la Misión Continental. Es una exigencia de nuestra fe y una necesidad de nuestro pueblo. Una Iglesia que pierda el ardor misionero, es una Iglesia que se va adormeciendo en sus pastores y sus fieles; va perdiendo el sentido del misterio de Dios revelado en Jesucristo, que es misterio de amor y misión: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único…para que el mundo tenga Vida eterna” (Jn. 3, 16).
Una Iglesia que no se descubra en la dinámica de ese amor de Dios hecho vida y misión en Jesucristo, no ha comprendido el significado sacramental de su presencia en el mundo. Podríamos decir de ella con dolor, para qué sirve? (cfr. Mt. 5, 37; Lc. 14, 25), si ya ha perdido el sabor y el sentido de lo que es.
A esta exigencia de la fe se le agrega, les decía, la orfandad de un pueblo que hemos bautizado. Esta realidad reclama con urgencia una pastoral post-bautismal: “donde la Iglesia haga visible que se hace cargo de los hijos que ha engendrado” (Misión Continental, 32). Esta afirmación se hizo un llamado y un compromiso en Aparecida. ¡Cuánta gente de nuestros barrios vive con alegría el reencontrarse con su madre, la Iglesia, que un día los había bautizado! La pastoral post-bautismal es una deuda de la Iniciación Cristiana, que muchas veces ha quedado en la rutina del sacramento dado.
Esta es la novedad misionera que hoy nos urge: acompañar y llevar a su culminación el camino de la Iniciación Cristiana que ha quedado trunco en muchos hermanos nuestros. Por ello les recomiendo de modo especial a ustedes, queridos párrocos, que animen a sus fieles y comunidades a asumir este compromiso misionero, que es parte de nuestro camino pastoral como Iglesia en la Argentina.
Queridos hermanos, hemos hablado del ministerio ordenado, del don de la vida y la familia y de la urgencia misionera en la Iglesia. Pongamos el compromiso de nuestra respuesta a los pies de María Santísima, nuestra Madre de Guadalupe, para que Ella anime y sostenga en nosotros este camino, que es el Evangelio de su Hijo, Nuestro Señor Jesucristo. Amén.
Mons. José María Arancedo
Arzobispo de Santa Fe de la Vera Cruz
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