También el Estado tiene su palabra que decir en lo referente al matrimonio. También a él le corresponde regular, en virtud de la autonomía de la autoridad civil y por el bien común de la sociedad, dada la incidencia social del matrimonio y su dimensión secular o mundana, el acto de casarse y lo que resulta del acto de casarse, es decir el estado matrimonial.
El matrimonio y la familia son instituciones demasiado importantes para que la Sociedad se desentienda de ellas, y, por ello, tanto la Iglesia como el Estado tienen interés en proteger públicamente los valores matrimoniales. Cristo lo hizo elevando el amor conyugal a la categoría de sacramento. Es indiscutible que el matrimonio afecta a una serie de realidades y valores, que no pueden ser dejados a la arbitrariedad, ya que la alianza matrimonial está estrechamente unida con el plan de Dios en la historia de la salvación.
Por esto, la Iglesia en el concilio de Trento ha reivindicado solemnemente su derecho a legislar sobre el sacramento del matrimonio (D 971-982; DS 1801-1812), con el fin de organizarlo adecuadamente. Establece así cuáles son las condiciones que afectan a la validez del matrimonio, si bien sus normas no hacen generalmente sino especificar lo que habitualmente se considera como contrario a la naturaleza o a la dignidad del matrimonio. Esta potestad de la Iglesia sobre el matrimonio de sus fieles se funda sobre el hecho de que es un sacramento, no siendo tan solo una potestad pastoral en sentido genérico, sino también capaz de producir y regular relaciones estrictamente jurídicas.
En principio, lo que la Iglesia exige es la capacidad natural y canónica de los contrayentes, el mutuo consentimiento y la forma canónica. Para comprobarlo los novios deben hacer un expediente matrimonial por el que se intenta saber si tienen intención de celebrar verdadero matrimonio, si carecen de impedimentos canónicos o civiles, si son libres para casarse y si son capaces de ello.
Una consecuencia del derecho a legislar sobre las cuestiones matrimoniales, es el derecho que tiene la Iglesia a juzgar en lo referente a sus súbditos con poder propio y exclusivo sobre las causas matrimoniales en aquello que respecta a la validez del vínculo matrimonial (D 982; DS 1812; CIC c. 1075 y 1671). Para ello, es suficiente con que uno de los cónyuges sea católico para que éste pueda y deba casarse de acuerdo con las normas de la Iglesia.
Ahora bien, no basta con declarar que uno quiere casarse; además hay que ser capaz de ello. Puede suceder, y de hecho sucede con relativa frecuencia, que el matrimonio de quienes se casaron por la Iglesia sea en realidad nulo o inválido por no llenar su celebración las condiciones requeridas para su validez, siendo muy importante en este punto la ayuda que ciencias como la medicina, la psiquiatría, la psicología pueden aportarnos. Y estas ciencias nos dicen que el enfermo mental no puede contraer matrimonio, ni siquiera en sus momentos de lucidez, en contra de lo que antiguamente se admitía. Algunas formas de ansiedad o de obsesión pueden tener relación con esa falta de libertad mental, como también aquéllos que carecen del discernimiento y la madurez psicoafectiva suficientes para poder valorar sana y razonablemente qué es a lo que se comprometen al casarse ante la Iglesia. Esto trae la consecuencia de que los tribunales eclesiásticos estén concediendo mayor atención a las cuestiones psicológicas que a las biológicas.
Pero también el Estado tiene su palabra que decir en lo referente al matrimonio. También a él le corresponde regular, en virtud de la autonomía de la autoridad civil y por el bien común de la sociedad, dada la incidencia social del matrimonio y su dimensión secular o mundana, el acto de casarse y lo que resulta del acto de casarse, es decir el estado matrimonial. Pero, puede suceder que esta regulación prescriba o permita cosas que la Iglesia no puede aceptar, correspondiendo entonces a la Iglesia el proponer a los creyentes, incluso contra viento y marea, el modelo de matrimonio coherente con el dato revelado.
26/07/11
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