domingo, 28 de agosto de 2011

EL ORDEN DE NÜREMBERG


por Estevez
"Durante el curso mismo de la Segunda Guerra Mundial tuvo inicio un entramado sistemático de mentiras destinadas a destruir, de una vez y para siempre, cualquier intento de edificar un sistema político sobre bases distintas a las de los vencedores. No alcanzaba con evidenciar los excesos de un régimen, que ellos mismos otrora ponderaran, pues se corría el riesgo que la opinión pública mundial no terminara de establecer significativas diferencias con las inconductas de los ahora devenidos en vencedores-jueces".

Churchill, probablemente el más sagaz de los políticos aliados, había abogado, en un principio, en contra del juicio de post-guerra. No lo impulsaba un espíritu filantrópico, por cierto: proponía la ejecución lisa, llana, directa y exclusiva de los jerarcas alemanes. Su postura tampoco se fundaba en consideraciones filosóficas o jurídicas; seguramente percibía lo difícil que iba a resultar formular a los hombres del Eje el cargo de iniciar una guerra a la cual ellos los habían impulsado dos décadas atrás, o imputarles hechos similares a los que los mismos aliados, muchas veces con mayor crueldad, habían cometido a lo largo de la contienda.

En otras palabras, ¿cómo imputar los crímenes más horrendos a aquellos con los cuales departían y negociaban de maravillas hasta pocos días antes de iniciadas las hostilidades?.¿Cómo escarmentar a Alemania por sus reivindicaciones territoriales, cuando ellos mismos se habían harto beneficiado con el festín expansionista celebrado en Versalles a costa del territorio alemán?. ¿Cómo podría borrarse de la memoria colectiva las expresiones de Churchill del 17 de noviembre de 1937, en el sentido que“Se puede no estar conforme con el sistema de Hitler y, sin embargo, admirar su labor patriótica. En el caso de que nuestro país perdiera una guerra, lo único que podría desear es que en su afán por recuperarse, por resurgir moralmente, encontrara a un hombre que nos llevara de nuevo a ocupar nuestro puesto entre las naciones”, expresión reiterada al Times, en su carta abierta a Hitler en 1938, cuando afirmó que “Yo siempre he dicho que esperaba que, si Gran Bretaña fuese derrotada alguna vez en una guerra, encontráramos un Hitler para que nos volviese a colocar en nuestro puesto legítimo en el círculo de las naciones”, o su aseveración que Mussolini, con quien compartió una amistad personal y familiar de largos años, era el estadista más importante de su época?. ¿O acaso no recordaría el mundo que para Roosevelt, Mussolini era el modelo de conductor?.

¿Cómo ocultar la mil veces violada neutralidad de Estados Unidos?. ¿Cómo evitar el conocimiento de que Rusia tenía mayores y más injustificadas ambiciones territoriales que la propia Alemania?. ¿Cómo negar que, luego de haberse repartido puntillosamente Polonia, Stalin alzó su copa y pidió un brindis por el Führer?. ¿Cómo condenar los bombardeos a Londres y Varsovia, sin referir a Desdren, Kiev, Berlín, Colonia, Hamburgo, Tokyo, etc., infinitamente más cruentos?. ¿Cómo imputar abusos alemanes en la campaña del Este, sin reconocer las aberraciones cometidas por los americanos en el Pacífico, los rusos en Polonia y los aliados todos en su avance sobre Alemania?. ¿Cuánto tiempo podría mantenerse la credibilidad en la farsa de Pearl Harbor como “determinante” del ingreso de EEUU en la contienda?. ¿Cómo alegar persecuciones raciales y hasta genocidio, cuando a plena luz del sol y contra todos los consejos de su Estado Mayor, Truman borró del mapa a dos ciudades pertenecientes al enemigo ya derrotado y Stalin terminó con millones de polacos y europeos del este?. ¿Cómo aceptaría el mundo la inmolación de cientos de miles de inocentes en Hiroshima y Nagasaki al sólo efecto de dar inicio a la sórdida y sangrienta Guerra Fría? ¿Cómo explicar que la distribución del mundo en Yalta, que condenó a muchas naciones al calvario marxista, fue infinitamente más ambiciosa que las reivindicaciones territoriales alemanas sobre los territorios que le fueron quitados en Versalles?. ¿Cómo justificar que los campos de concentración estadounidenses, rusos y británicos eran buenos y necesarios, mientras que los alemanes eran centros de oprobio? ¿Cómo aceptar que había prisioneros de guerra de primera clase –los aliados- y de segunda clase –los alemanes y japoneses- y que sólo los primeros merecían la protección del mundo civilizado? Y, en definitiva ¿Cómo justificar que se inició una guerra mundial por la ocupación de parte del territorio polaco y terminó la guerra entregando toda Polonia a las fauces soviéticas?

Sin embargo, a la luz de la experiencia posterior, parece evidente que el Primer Ministro inglés sobreestimó la objetividad de la opinión mundial y su capacidad de resistir la campaña de percusión desarrollada desde el este y el oeste. En realidad, la historia terminó demostrando que lo único que hacía falta era una buena puesta en escena, un adecuado libreto, actores dispuestos a cumplir los roles asignados y, finalmente, aplicar la fórmula que tanto rédito otorgó a los directores cinematográficos de Hollywood: definir claramente los buenos de los malos. El escenario para el primer montaje ya estaba establecido: Nüremberg; a partir de allí, la prensa y la política harían lo demás.

El resto es conocido: había que creer y se creyó.

Pocas veces se ha visto en la historia un proceso que diera por tierra con la mayoría de los principios y garantías reconocidos en el Derecho Internacional Penal al tiempo de su desarrollo y que, sin embargo, contara con la aprobación mayoritaria de juristas y políticos que lo llegaron a ver como modelo de atribución de responsabilidades penales individuales y colectivas. Pocos se atrevieron a cuestionar la legitimidad de un tribunal así constituido, entre éstos, destacamos el enjundioso trabajo del maestro Luis Jiménez de Asúa, paradójicamente socialista y último presidente de la República Española en el exilio.

Nüremberg, Tokyo y los restantes procesos judiciales desarrollados, dejaron sentados, o coadyuvaron a sentar, graves precedentes que, bajo diversos matices más o menos evidentes, se han proyectado en el tiempo:
- La abrogación inclemente del principio de legalidad cada vez que los objetivos políticos así lo impongan.
- La posibilidad de que él o los vencedores de un conflicto se erijan en jueces de los vencidos.
- La destrucción de todos los principios aceptados en materia de competencia judicial.
- La desaparición del juez natural o tribunal preexistente.
- La imposibilidad jurídica y la descalificación ética de toda argumentación tendiente a demostrar que los mismos hechos que se imputan a los derrotados fueron cometidos por ambos bandos en contienda.
- La posibilidad de juzgar hechos internos de un estado, aún cuando no hayan afectado a la comunidad internacional o nación alguna en particular.
- La exculpación automática de actos igualmente criminales cometidos por el bando que resultó triunfador en el conflicto.
- Una tasación de los medios probatorios que otorga amplio poder de convicción a las pruebas de cargo, más allá de sus vicios o defectos formales, y somete a un particular rigorismo formal a las de descargo.
- El ocultamiento selectivo de la prueba documental, íntegramente secuestrada por los acusadores.

Pero si las violaciones jurídicas fueron sistemáticas y aberrantes, las claudicaciones morales no le fueron a la zaga. La cadena interminable de mentiras y el odio ideológico llevado a los límites más sorprendentes concluyeron por entronizar en el mundo al capitalismo liberal y al marxismo como las únicas opciones válidas para edificar un sistema político que “respete la chumana”. Extraños beneficios que deberían ser explicados, con alguna mayor precisión en orden a sus ventajas, a todas aquellas naciones que se vieron ultrajadas territorialmente, diezmadas en sus ideológicamente perseguidas poblaciones, desangradas en conflicto y expoliadas en sus recursos.


Fuente: foro El nacionalista.

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