lunes, 5 de septiembre de 2011

¿Por qué un gobierno impopular gana elecciones?

Por Enrique Arenz para el Informador Público.
Los escritores tenemos la compulsión de acercarnos a personas desconocidas con la in-tención impertinente de desnudar sentimientos ocultos, escudriñar psicologías extravagantes y develar creencias, miedos y fobias que jamás encontraríamos en los libros de sicología.También buscamos la cantera de conversaciones ajenas escuchadas en un café, en un velatorio, en un colectivo y hasta con el oído apoyado en una pared indiscreta.
Lo hacemos para crear nuestros personajes y dar verosimilitud a las historias que estamos inventando.

Pues bien, después del inesperado resultado de las elecciones primarias del 14 de agosto, y apenas me repuse del mazazo recibido, quise utilizar mi gimnasia “entomológica” para tratar de averiguar por qué ese día inolvidable se produjo lo que se produjo.

No hablé con mucha gente; fue una palabrita sacada acá, otra allá, la escucha disimulada de algunas discusiones apasionadas, y una dosis calculada de observación, intuición e imaginación creadora.

Mis conclusiones son naturalmente discutibles y nada científicas.

Empezaré por decir que hasta las elecciones primarias Cristina Kirchner era tan impopular que los canales de televisión registraban una súbita caída de la audiencia cada vez que ella aparecía en la pantalla. Cualquier canillita nos decía que los diarios y revistas oficialistas casi no se vendían y sabíamos por IBOPE que el Canal 7, con excepción de las transmisiones del fútbol, mide siempre por debajo de los dos o tres puntos.

Sin embargo Cristina, para sorpresa de ella misma, ganó con la mitad más uno. ¿Qué pasó?


El problema de la inseguridad
Aunque con la muerte de Kirchner la imagen de la presidente pegó un salto impresionante (bien explicado por los sociólogos), ella nunca fue popular ni lo es ahora. Al contrario: Cristina y su cohorte de aplaudidores, energúmenos que dan siempre la grotesca imagen de llevarse a todo el mundo por delante, siguen siendo el grupo político más antipático y detestado que ha tenido la Argentina en el poder desde el retorno de la democracia. Apenas apoyado incondicionalmente por una minoría que en ningún caso supera el treinta por ciento de la población.

Sabemos que todas las encuestas han registrado siempre a la inseguridad como la preocupación prioritaria de la gente. Y esa inseguridad es la cara del fracaso de un gobierno que nunca se interesó por resolverla y que llegó a decir que era una sensación instalada por los medios de comunicación. La conmoción generalizada que ha provocado en todo el territorio nacional el secuestro y asesinato de la pequeña Candela, demuestra que los argentinos en su totalidad, votantes y no votantes de Cristina, seguimos profundamente preocupados y encolerizados por esta evidencia de mala praxis del gobierno ante la inseguridad creciente, palpable y dolorosamente comprobable día tras día con episodios cada vez más atroces e impunes, episodios en los que hasta se sospecha de complicidades policiales, judiciales y políticas. Somos todos los habitantes de la Argentina, de todas las edades y de todas las clases sociales, los que nos sentimos vulnerables, totalmente desprotegidos e indefensos, ante una delincuencia cada vez más profesional, fría y salvaje.

Es decir, la consternación ciudadana ante la inseguridad no ha declinado en estos últimos años sino todo lo contrario: se ha incrementado. Todos en la Argentina tenemos miedo. Que nos secuestren, que nos sorprenda un tiroteo cruzado en la calle, que motochorros nos arrebaten la cartera y nos arrojen bajo las ruedas de un vehículo, que se nos metan en nuestra casa cuando entramos o sacamos el auto, o, lo peor de todo, que alguien nos llame a las cuatro de la mañana para anunciarnos la violación de una hija o la desaparición o muerte de un hijo, sobrino nieto.

¿Y quiénes son los responsables de que vivamos en este estado de miedo permanente? Sin ninguna duda la señora presidente, sus ministros, los legisladores y los gobernadores de las provincias. Ellos son los grandes culpables de, por lo menos, no haber podido o no haber sabido hacer nada ante este implacable tsunami delictivo. No hay probablemente un solo argentino que no haya sufrido él mismo o algún familiar o amigo, un arrebato, un robo, una salidera, un asalto a mano armada, o cualquier otro acto violento donde la indefensa persona experimentó (y jamás lo olvidará) el vértigo de descubrir que, en un eterno minuto, su vida valió menos que la de una cucaracha.

“El nuestro es un pueblo indefenso, un pueblo triste” dijo en una homilía reciente el cardenal Bergoglio.

Y sin embargo Cristina ganó con el voto masivo de esas víctimas tristes e indefensas.


La cuestión económica
Ahora bien, al mismo tiempo que se manifiesta una repulsa prácticamente unánime contra la inseguridad, hay también una complacencia silenciosa, casi vergonzante, con la marcha de la economía. Complacencia irresponsable, sin finura analítica, pero complacencia al fin. Como la del alcohólico que no quiere ver el daño que le causa su placentera adicción. A nadie parece importarle las advertencias de los economistas que señalan que el modelo de consumo, subsidios y déficit creciente, sin inversión y sin crédito externo, es insostenible en el tiempo y explosivo ante cualquier cambio de las condiciones internacionales.

Pero a los argentinos les importa solamente el hoy, porque estamos en un país donde pensar en el futuro siempre fue un camino equivocado. Les satisface que haya abundante crédito para el consumo, que los aumentos de sueldo le están ganando a la inflación, y que las remuneraciones de la administración pública estén mejor que en otros tiempos. Piensa, y no sin fundamento lógico, que después de las hiperinflaciones de Alfonsín y de Menem, del corralito de De la Rúa y del corralón y la pesificación asimétrica de Duhalde que nos llevaron a la crisis inédita de 2001/2002, pensar más allá del día de hoy es por lo menos de una ingenuidad conmovedora. Por lo tanto si el presente es satisfactorio, me quedo con este presente aunque la cara de Cristina no me guste y la inseguridad me arruine la vida.

No nos enojemos con los que piensan así. Ni con los que votaron por agradecimiento hacia quien les dio una jubilación no remunerativa, o una asignación universal por hijo o un plan social que los rescató de la necesidad de estar encima de los tachos de basura para buscar comida.

A éstos los respeto como cristiano: son mis hermanos desposeídos que nunca han tenido nada, que han padecido frío y hambre, sin una mísera garrafa para hervir el mate cocido de la mañana y de la noche, que tratan de calentarse con peligrosos braseros en casillas heladas y húmedas, carentes de la menor comodidad material que nosotros tenemos como cosa natural y que muchas veces ni siquiera valoramos; pero también sin atención médica, con más inseguridad y desprotección que nosotros, sin que nadie piense en ellos, salvo el solitario curita de la villa, el puntero que los explota, el narcotraficante que los usa miserablemente o el tratante de personas que les promete a las chiquitas una vida mejor.

A los otros, a los que votaron porque prefieren no cambiar de montura en la mitad del río, también los comprendo. En primer lugar porque no saben que esta economía acelerada va a terminar mal, y si lo saben también los comprendo, porque son como el alcohólico que es consciente de su enfermedad pero piensa que hoy, y hasta que termine el día, su mejor amiga es la botella. Mañana, Dios dirá.

Pero hay algo más: a unos y otros, indigentes y trabajadores, empresarios y profesionales de clase media, los comprendo sobre todo porque cuando dudaron y miraron los rostros de la oposición, una oposición claudicante, insegura y, encima, fragmentada en cinco pedazos, ¿qué vieron? Vieron la pavura, caras y partidos que les recordaron las plagas de Egipto de nuestro pasado reciente, con su secuela de bancarrotas, desesperación, enfermedad y muerte. (Y no exagero, conocí gente mayor que quedó hemipléjica y otros que murieron al ver pulverizada en un segundo toda una vida de trabajo y ahorro).

Ploratur lácrimis amissa pecunia, sentenció el poeta romano Juvenal en el Siglo I (“La pérdida de dinero se llora con lágrimas verdaderas”).

Ya los romanos conocían esta realidad de la naturaleza humana que ahora nosotros, creyéndonos los inventores de la rueda, denominamos despectivamente “votar con el bolsillo”, o “salir a cacerolear solamente cuando nos tocan la plata”. ¿Pero acaso no vivimos todos en un universo predominantemente económico? Si hasta el imperio Romano se derrumbó por la inflación que provocaron sus emperadores ignorantes y despilfarradores. Siempre los seres humanos juzgan a sus gobiernos por lo bien o mal que les fue en la feria, y aunque haya muchísimos otros factores que los movilizan, el voto, la protesta y hasta las revoluciones, se originaron siempre en motivaciones económicas.


Similitudes de la Economía y la política
En economía el comportamiento de las personas es siempre racional y movido por el afán de lucro. Ya sea que compren, vendan o se abstengan de hacerlo, el mercado es una suma de decisiones de millones de personas que racionalmente evalúan minuto a minuto sus posibles ganancias o pérdidas. Pero que las personas actúen siempre racionalmente no implica que no puedan equivocarse si disponen de información limitada o errónea.

En el “mercado” electoral ocurre algo parecido: La gente vota evaluando muchas cosas, pero, como dijimos, le otorga prioridad al aspecto económico. Y también aquí puede equivocarse si está mal informada. Si los argentinos que votaron a Cristina supieran con cierto grado de certeza que este modelo va a desembocar: o en una nueva confiscación de depósitos bancarios, o en la nacionalización del comercio exterior, o en la emisión de cuasi monedas tipo “patacones”, o acaso en una nueva explosión de inflación espiralizada, o en todas estas calamidades juntas seguidas de un feroz e inevitable ajuste, probablemente habrían votado diferente y hoy estaríamos en la antesala de una segunda vuelta.

Por eso no es una contradicción que desde que Cristina ganó por la mitad más uno, se haya acelerado la fuga de capitales: la misma gente que votó por el modelo salió a comprar dólares como quien contrata una póliza de seguro.


La cuestión moral
La cuestión moral es otra cosa y exige un análisis diferente. En esto sí pareciera que los argentinos somos originales aunque en el mal sentido de la palabra. Todos conocen la corrupción de este gobierno, pero muchos no asocian esta inmoralidad con su particular situación económica. Los pobres no alcanzan a visualizar que sus vidas miserables son causadas por una minoría de sinvergüenzas que se roba los fondos para sus prometidas viviendas, para el agua corriente, las cloacas y hasta la electricidad que nunca les llega, y que para peor los tiene de perpetuos rehenes políticos. No relacionan su pobreza con las consecuencias depredadoras de esa corrupción organizada desde lo más alto del poder político.

Pero la clase media, más ilustrada y escéptica, está convencida de que todos los gobiernos roban, que eso es inevitable, por lo tanto lo deja pasar con aquella necedad tan argentina de: “Roban pero hacen”. Y esta actitud es reflejada fielmente por todas las encuestas: la corrupción figura entre los últimos lugares de una larga lista de preocupaciones ciudadanas. En otras palabras, a casi nadie parece importarle un ardite que los funcionarios levanten plata con pala ancha.

Insisto sin embargo en que no debemos enojemos con la gente.

Más bien redireccionemos los reproches hacia nosotros mismos, los que tenemos el privilegio de poder ver las cosas con alguna claridad y con un sentido profundo de la ética y la honorabilidad republicana. ¿Hicimos todo lo que debíamos hacer para mostrarles el camino a los que, parafraseando a Ortega y Gasset, están perdidos en la selva? ¿Ocupamos nuestro lugar en el proscenio de la clase rectora para hacer docencia política y económica con algún grado de sacrificio personal? ¿O también estuvimos todo el tiempo inmersos en nuestra propia economía doméstica, obsesionados en vender más, en juntar algunos dólares o en cambiar el auto y arreglar la casa antes de que la inflación se coma nuestros ingresos, en lugar de dedicarnos un poco más a ayudar a la gente a pensar bien y a votar mejor?

Estas son las principales razones, según mi modestísimo enfoque, por las cuales una mayoría del electorado argentino votó por un gobierno impopular, ineficaz, autista y corrupto. Y, como habrán observado, en ese fatídico resultado tenemos más responsabilidad nosotros que ellos.



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