domingo, 23 de octubre de 2011

Moralidad del voto a candidatos menos indignos.

Por Antonio Caponnetto
A raíz de la controversia –siempre reiterada antes de cada acto electoral- entre quienes sostienen la “teoría del mal menor” y quienes rechazan tomar parte en el mismo, nos parece oportuno transcribir algunos párrafos del trabajo de Antonio Caponnetto  "La Perversión Democrática", cap. 3.
Una variante directa de la doctrina del mal menor, y en rigor una aplicación de la misma, es la propuesta de votar al candidato menos indigno. Esta polémica, en particular, sacudió a integristas y no integristas enla España de principios del siglo XX, con acusaciones recíprocas que exigieron la mediación de la misma Jerarquía, buscando echar algún paño frío en el inflamado ambiente.
El Padre Pablo Suárez, de la Fraternidad Sacerdotal San Pío X, desde los Cuadernos de La Reja dio a conocer parcialmente esta ilustrativa reyerta. Su nota –titulada Moralidad del voto a candidatos menos indignos- fue acogida por Panorama Católico [1], en vísperas de las elecciones presidenciales del 28 de octubre de 2007 y, hasta donde sabemos, también por el Nº 214 de Tradición Católica, Madrid, febrero de 2008.
Dos aclaraciones de los interesados en difundir este debate se impone respetar y aprovechar. La primera, es la que aparece en el epígrafe del artículo original, cuando la Fraternidad Sacerdotal San Pío X sostiene que “la finalidad última y principal” del artículo de marras es que “ ‘tengan todos presentes que, ante el peligro de la religión o del bien público, a nadie le es lícito permanecer ocioso’. Porque ante la enormidad del mal, corremos el grave riesgo de renunciar a la acción, por pequeña que esta sea, por el bien común de la patria y de la sociedad”. Pero que de ningún modo es finalidad del escrito “alentar la participación de los católicos en la farsa electoral, porque si hay algo que fue llevando a los Estados cristianos a la catástrofe en que nos hallamos, fue creer imposible la resistencia a los dogmas republicanos dela Revolución”.
La segunda aclaración procede del autor del ensayo, advirtiendo al comienzo del mismo que “para quien esto escribe, no es del caso convertirse en abanderado de ellas[se refiere a las notas de las que dará cuenta sobre la elección del candidato menos indigno], sino tan solo arrimar un dato más reputado importante que sirva como elemento de juicio subsidiario para encarar esta espinosa cuestión, con la cual ciertamente tienen que habérselas los católicos contemporáneos”[2].
Aclaraciones hechas, la nota del Padre Pablo Suárez comenta dos escritos aparecidos en la revista madrileña Razón y Fe, durante los meses de octubre y diciembre de 1905. El primero es del Padre Venancio Minteguiaga, y se titula Algo sobre las elecciones municipales. El segundo –en apoyo del anterior- es del Padre Villada, y se titula escuetamente De elecciones. En ambos campea una casuística por momentos agobiante, pues aunque procuran no salirse del ámbito doctrinal –esto es, el de la recta exposición de la legítima doctrina del mal menor- la ansiedad porque los católicos indiferentes de sus respectivos municipios hagan algo para evitar el triunfo de los protervos es tan grande que, a la postre, resulta una conminación inmediatista más que una dilucidación conceptual.
No negamos ni la intención ortodoxa de sendos clérigos españoles, ni el sentido de la oportunidad de este despliegue casuístico que se vieron obligados a desarrollar, pues según nos informa el Padre Suárez, “la apatía y el retraimiento”, sumados a “la falta de inteligencia y unión entre ellos”, caracterizaban a los católicos de aquellos municipios hacia 1905. Mientras que anarquistas, socialistas y liberales de todo pelaje mostraban una hostilidad creciente y virulenta contrala Religiónyla Patria. Pero–insistimos- algo mediatizada por el sentido de la perentoriedad, la doctrina del mal menor predicada por Minteguiaga y Villada –amén de algunas concesiones al catolicismo liberal- se enreda por momentos en un juego de reglas y excepciones difíciles de deslindar. Lo que prueba una vez más cuán delicado y peligroso es el tránsito por el que esta doctrina malminorista se convierte en táctica electoral[3].
Se define, por ejemplo, al “candidato menos indigno” como aquel que menos hostilidad persecutoria manifiesta haciala Iglesia, en contraste con el “candidato más hostil ala Religión”. ¿Pero es que acaso ese “conformarse cada vez con menos” que define a la tibieza, debe llevarnos a optar entre quienes apenas si incendiarían los templos, de triunfar electoralmente, contra aquellos otros que además violarían a las religiosas y torturarían a los monjes? ¿Desde cuándo la indignidad –cualquiera sea el grado que tenga- se nos ofrece como materia de elección voluntaria? ¿Desde cuándo, incluso, y como lo señalara no sin remordimientos el mismo Villada, se le ofrece como alternativa a “una tierra de laudable tenacidad y santa intolerancia contra herejes, moros y turcos”? ¿Cómo controlar que la indignidad menor no derive en mayor, inexorablemente, si precisamente la regla natural de todo vicio es que empiece siendo pequeño al principio para convertirse en grande al final? ¿A qué considerar hostilidad menor o mayor contrala Fe? ¿León Ferrari con sus múltiples exposiciones sacrílegas auspiciadas por el poder político, es menos indigno que la abortista Argibay, miembro dela Suprema Cortede Justicia? ¿Bonafini profanandola Catedralde Buenos Aires es menos indigna que Kirchner suprimiendo las capellanías castrenses? ¿La candidata Carrió, con su enorme crucifijo sobre el pecho, apoyando la causa de progresistas, invertidos y masones, es menos indigna que Estela Carlotto enrolada explícitamente en la guerra revolucionaria marxista? ¿Los católicos liberales son menos indignos que los comunistas? ¿Quienes divinizan a la democracia resultan peores que aquellos que la critican bajo cuerda, pero se avienen a entrar públicamente en su juego? ¿Los que mercan por oficio con el sistema, porque “su dios es su vientre”, son más indignos que aquellos que gritaban “¡Dios y Patria o muerte!” y se vendieron por un plato de lentejas?
Se le pide además al católico -y es otro ejemplo del enredo casuístico al que aludíamos- que vote al menos indigno “sin mala intención”, sino “únicamente con la intención manifiesta de rechazar y de evitar a toda costa la elección del candidato más hostil a la Religión”. Que en este caso “elegir lo menos malo es elegir lo bueno”, “con tal de que no se apruebe nada de malo en el candidato indigno”. No podemos evitar la sensación de estar ante un verdadero galimatías. ¿Quién tiene el intenciómetro para medir las propias o ajenas intenciones y sabernos a salvo de cooperaciones formales con el mal? ¿Cómo hago pública que mi intención es buena, para no confundir a los demás y dar escándalo, toda vez que me ven elegir a un indigno, cualquiera sea el porcentaje de indignidad que posea? (Recuérdese que uno de los requisitos del malminorismo enunciado por el mismo Padre Minteguiaga, es que se pueda “evitar debidamente” al aplicárselo “el escándalo que hubiere”). ¿Cómo hago para no arrastrar a otros a la confusión, y evitar el horrible daño posterior, si el menos indigno se mostró como tal nada más que para obtener inescrupulosamente mis votos? El mismo Padre Minteguiaga reconoce que “las elecciones no son más que una mentira y una farsa de mal género”, llenas “de coacciones, fraudes, amaños y chanchullos”. Que el candidato elegido sea menos indigno, significa –valga la redundancia- que tenga menos indignidad. Esto es que tenga menor bajeza, injusticia, ruindad o abyección. ¿Cómo será “elegir lo bueno” y “no aprobar nada de malo”, eligiendo a alguien cuya “virtud” consiste en tener menos vicios?
Se le enseña asimismo al católico –y vamos por el tercer ejemplo de lo que juzgamos es una casuística enredosa- que al menos indigno al que se le da el voto, se lo pone “en ocasión de abusar de su oficio”; como ser “al concejal o al diputado” elegido. Como se le da ocasión de pecar al usurero si se le pide un préstamo, o de asesinar a quien se entrega armas previendo que va a abusar de ellas. Pero en este poner en ocasión de una malicia o ponerse uno mismo no habría falta, pues se hace “para obtener un bien relativo proporcionado, como es evitar un daño mucho mayor que haría el más indigno”. Algo así como combatir la inundación con agua o la insolación tomando sol.
Es cierto que hay diferencias entre la causa y la ocasión de pecar; que mientras la primera es intrínseca a la voluntad desviada, la segunda se presenta como algo extrínseco. Pero rechazar las ocasiones de pecado nos está moralmente exigido, y es además posible, por aquello de que “qui tenetur ad finem, tenetur ad media”, es decir, quien puede poner un límite respecto del fin, también puede limitar los medios para obtenerlo. En este caso, se entiende, estamos hablando de un fin malo que habría que limitar, empezando por poner límites a los medios que me puedan conducir a él. También se sabe que no son idénticas las ocasiones próximas que las remotas de un pecado; y que estas últimas no implican una amenaza inminente. De cualquier manera –continua o discontinua- una ocasión próxima me involucra directamente en el peligro de pecar, no hace del pecado algo remoto, y por lo tanto resulta desaconsejable. ¿Qué seguridad tengo de que poniendo al menos indigno en ocasión de ser el más indigno, no lo hará, efectivamente, y sólo se conformará con ser el menos indigno por respeto a mi condición de simple cooperador material? ¿Qué seguridad tengo de que mi voto entregado al menos indigno no es mi propia ocasión próxima de pecado, si en definitiva estoy queriendo impedir un grado de liberalismo con otro grado de liberalismo, ignorando que todos los grados se concatenan fatalmente entre sí? ¿Por qué se recuerda con encomio la “laudable tenacidad y santa intransigencia”, y después se pide la negociación pusilánime con el verdugo de Cristo más amable y elegante?
Escuchemos una vez la voz de San Pío X: “Están pues muy equivocados los que creen y esperan para la Iglesia, un estado permanente de plena tranquilidad, de prosperidad universal, y un reconocimiento práctico y unánime de su poder, sin contradicción alguna; pero es peor y más grave el error de aquellos, que se engañan pensando que lograrán esta paz efímera, disimulando los derechos y los intereses de la Iglesia, sacrificándolos a los intereses privados, disminuyéndolos injustamente, complaciendo al mundo “en donde domina enteramente el demonio”, con el pretexto de simpatizar con los fautores de la novedad y atraerlos a la Iglesia, como si fuera posible la armonía entre la luz y las tinieblas, entre Cristo y el Demonio. Son éstos, sueños de enfermos, alucinaciones que siempre han ocurrido y ocurrirán mientras haya soldados cobardes, que arrojen las armas a la sola presencia del enemigo, o traidores, que pretendan a toda costa hacer las paces con los contrarios, a saber, con el enemigo irreconciliable de Dios y de los hombres”[4] .
Más allá de estos reparos nuestros al enredo casuístico de las notas de Minteguiaga y Villada, hay que comprender el contexto en el que fueron escritas. Cansados de los malminoristas –confundidos muchas veces con los católicos liberales- los principales representantes del integrismo tenían sus motivos cuando acusaban a los artículos de aquellos jesuitas de Razón y Fe de fomentar la confusión y la contemporización con el error. “Sorprende que haya hombres como el Padre Minteguiaga” –decía Nocedal en uno de sus alegatos- “capaces de pensar y sostener que, con agregarle una gota de agua pura, se puede beber con confianza una copa de veneno, cuando hasta los niños de teta saben que basta una gota de veneno para convertir en tósigo mortal una copa de agua purísima”[5]. De las mismas e intransigentes filas pusieron en evidencia que, en un opúsculo anterior titulado Casos de conciencia sobre el liberalismo, el Padre Villada había sostenido la posición contraria a la que ahora sostenía; y en las vigorosas páginas de El Siglo Futuro se agregaba: “En 1872 había en Francia 81.951 personas empadronadas que no profesaban ninguna religión; hoy asciende su número a varios millones. ¡Oh delicias de la transigencia y del mal menor!” […]¡Monstruosa teoría del mal menor! ¿Cuándo dejarán estos mestizos de mancillar los santos nombres de español y católico? […] El Padre Villada no debió resucitar esa teoría para favorecer únicamente a los enemigos de Dios, a los que militan en las filas del condenado catolicismo liberal y perjudicar a los católicos sanos”[6].
A la carga contra Minteguiaga y Villada, y vapuleando sus posiciones, sentenciará Nocedal en la más conocida de sus obras sobre la materia: “No, con el mal menor las órdenes religiosas no vivirán, o vivirán con vilipendio, en la dependencia del poder civil […]; esto es, lo mismo y peor que con el mal mayor. La única manera de que las órdenes religiosas y el clero todo, y la Iglesiade Dios vivan en España, tengan libertad y triunfen, no es ponerse en las garras de los partidos liberales, menores o peores, sino al contrario, unir a los católicos en el amor de la verdad íntegra, en el odio a todo mal [y que luche contra] todos los partidos liberales […] hasta vencerlos y exterminarlos […] Jamás puede ser lícito favorecer a ningún partido liberal, por manso, hipócrita y pérfido que sea”[7].
Si alguien quisiera atemperar estos reparos integristas, que ciertamente no nos parecen antojadizos sino atendibles, podría sostener que la situación no era promisoria en 1905, rodeada la vida política española de ideologías extrañas ala Verdad, y ganados los creyentes por las discordias o el indiferentismo. Lo cierto es que el debate trajo su revuelo, obligando también a que instancias superiores a los protagonistas del mismo intervinieran para dar su veredicto. Y que Roma no quiso echar más leña al fuego, inclinándose más bien por moderar las controversias. Como pasa siempre que se quiere moderar, los especialistas en mitigar la verdad salen favorecidos, y los intransigentes no quedan enteramente bien parados.
Fue así que el mismísimo San Pío X, el 20 de febrero de 1906, remitió una carta sobre el tema al Obispo de Madrid, la cual a nuestro juicio – y a pesar de que fue usada por aquellos aludidos mitigadores profesionales de la verdad- es el aporte más aprovechable que nos deja este episodio.
San Pío X campea por encima de la disputa suscitada por las notas de Razón y Fe. No se inclina por la doctrina del mal menor ni por el principio del doble efecto, sino por un consejo prudencial aplicable a un tiempo y a un espacio determinado. Afirma que la doctrina del mal menor comunicada por Minteguiaga y Villada nada contiene “que no sea enseñado actualmente por la mayor parte de los Doctores de Moral”, y llama a los católicos a deponer “las antiguas discordias de partido” para luchar en beneficio material y espiritual del país. Ninguna casuística asoma en su carta al Obispo, ni preceptiva que cueste descifrar, ni longitud de palabras innecesaria. Ninguna táctica malminorista ni tibieza de procederes. “Tengan todos presente” –dice- “que ante el peligro de la religión o del bien público, a nadie es lícito permanecer ocioso”. “Es menester que los católicos […] dejados a un lado los intereses de partido, trabajen con denuedo por la incolumidad de la religión y de la patria”. Es decir: no al abstencionismo o neutralismo político, y no al partisanismo disociador.
En consecuencia -y condescendiendo a un terreno más acotado y operativo, puesto que para eso había sido consultado- será aceptable y deseable, sostiene, que “tanto a las asambleas administrativas como a las políticas o del reino vayan aquellos que, consideradas las condiciones de cada elección y las circunstancias de los tiempos y de los lugares,[…] parezca que han de mirar mejor por los intereses de la religión y de la patria en el ejercicio de su cargo público”. Si hay que elegir, pues, en ámbitos municipales o locales, a quienes tengan que desempeñarse en asambleas administrativas o políticas, el consejo prudencial del Pontífice es muy claro. No a los males menores ni a los menos indignos, sino a aquellos que “han de mirar mejor por los intereses de la religión y de la patria en el ejercicio de su cargo público”.
De todos modos, corre por cuenta de quien no sepa proporcionar las cosas, conferirle a este buen consejo pastoral de San Pío X, el carácter de dogma de fe.
Notas:
[1] Cfr. http://www.panodigital.com/secciones/dos-interesantes-documentos-de-la-fsspx-sobre-las-elecciones-en-la-argentina.
[2] Queremos agradecer expresamente al Padre Pablo Suárez la deferencia que ha tenido, tanto al pasarnos su escrito original como al hacernos una diversidad de aportaciones posteriores, en sucesivas y bien sazonadas cartas.
[3] “[…] El apreciar a cada caso cuál es mayor mal o bien relativo no siempre es fácil y, por consiguiente, así los electores como también los jefes de partido, y éstos quizás más que los primeros, deben consultar en caso de duda a personas doctas y piadosas y, a poder ser, de autoridad en la Iglesiaque, bien informadas del caso en las diversas combinaciones lícitas que pueden ocurrir, sin pasión política y guiadas por el amor sincero del amor y más sólido bien de la Religióny de la Patria, serán las mejores dispuestas para formar y emitir un juicio prudente”. Son palabras del Padre Villada en su artículo De elecciones. Cfr. Padre Pablo Suárez, Moralidad del voto…etc, ibidem. No queremos extremar las cosas, pero estos sensatos requisitos para discernir el mal menor en una elección concreta, no parecen estar hoy a nuestro alcance en la Argentina, por lo menos a la hora de buscar “personas doctas y piadosas y, a poder ser, de autoridad en la Iglesia”. Lamentablemente, si son lo uno –doctas y piadosas- no son lo otro: autoridades en la Iglesia.
[4] San Pío X, Communium rerum, 14.
[5] Cit. Por M.Arboleya Martínez, Otra masonería. El integrismo. Contra la Compañía de Jesús y contra el Papa, Madrid-Barcelona-Buenos Aires, Compañía Ibero Americana de Publicaciones Mundo Latino, 1930, p. 257-258.
[6] Ibidem, p. 259-260
[7] Ramón Nocedal, El mal menor, en sus Obras Completas, vol. III, Madrid, Imprenta de Fortanet, 1909, p. 250, 251 y 95
Autor: Caponnetto Antonio

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