por José Javier Castiella
Hoy, querido amigo, vamos a hablar de la igualdad. Un tema difícil. Como con la palabra "amor", con la igualdad ocurre que suele utilizarse la misma palabra para significados muy diferentes.
Los envidiosos suelen llamar igualdad al "igualitarismo a la baja" y discriminación o privilegios a diferencias derivadas del diferente mérito o trabajo. ¿Les suena?
Pero hay una acepción de la palabra, de gran calado ético. Todas las personas somos hijos de Dios y, como tales, iguales en dignidad. De la idea de Dios como Padre se deriva la de que, en cuanto hijos, somos hermanos e iguales.
Esta esencial igualdad de los seres humanos es de profunda raíz cristiana, aunque fuera luego adoptada como lema de una revolución, la francesa, en algunos aspectos tan anticristiana.
Hoy la igualdad, como principio, es un lugar común en todas las Constituciones modernas occidentales. El artículo 14 de la nuestra (España) lo recoge con este tenor literal: "Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social".
El lector se preguntará: Bueno, ¿Y qué tiene todo esto que ver con los menores y con las "leyes tóxicas"? Para llegar a esta conexión, que la hay, debo pedirle, querido lector, un pequeño esfuerzo.
El artículo 10 de la Constitución establece el principio, muy citado y alegado en muchas leyes últimamente, del derecho al libre desarrollo de la personalidad. A título enunciativo, sin pretender ser exhaustivo, se pueden citar como ejemplos:
- Las mujeres con ansias de maternidad sin marido, lo alegan para tener hijos.
- Los homosexuales para contraer matrimonio y adoptar.
- Los divorciados o separados para "rehacer sus vidas" en nuevas uniones.
Pues bien, ocurre que, en todos estos casos, y en otros seguramente, este "derecho al desarrollo de su personalidad" alegado por el adulto para acudir a la reproducción artificial, al matrimonio, a la adopción o a las nuevas uniones etc., puede entrar en conflicto con el idéntico derecho "al desarrollo de su personalidad" del niño engendrado artificialmente, el hijo adoptivo, o el hijo matrimonial del divorciado o separado.
Así, querido lector, hemos llegado al nudo de la cuestión ¿En caso de conflicto, quién debe ceder, el adulto o el menor?
Antes de seguir adelante en la exposición haré una aclaración. En la práctica este conflicto "no existe". El adulto ejerce su derecho y, como la ley, tóxica ley, no se lo exige, ni se plantea si con ello perjudica el desarrollo de la personalidad del menor.
Sin embargo, si queremos ser honrados con el menor engendrado, adoptivo o hijo de divorciado, no solamente debemos constatar que existe tal conflicto, (la prueba de ello ha sido tratada en algunos artículos anteriores al presente y la prometo pormenorizada, en los demás casos, en otros en esta misma sección), sino que debe resolverse a favor del menor, por una razón de rigurosa constitucionalidad que paso a exponer.
Adulto y menor tienen los mismos derechos al desarrollo de su personalidad y a la igualdad. El menor tiene de menos, respecto del adulto, el desarrollo hasta la adultez común. Conclusión: en caso de conflicto, debe ser preferido el derecho al desarrollo de la personalidad del menor:
- Para permitirle su correcto desarrollo hasta igualar al adulto.
- Para evitar la discriminación que supone el que, quien ha llegado al escalón de desarrollo que supone ser adulto, por seguir subiendo, impida al menor subir correctamente el escalón previo.
- Porque así lo pide el interés del menor, tan repetido y aceptado en leyes y sentencias, como objetivo perseguible.
Se podría argumentar en contra: ¿Por qué el adulto tiene que respetar ese desarrollo optimizado del menor, incompatible con su propio desarrollo de la personalidad de adulto, si el propio adulto tampoco ha disfrutado en su infancia de esas condiciones óptimas de desarrollo?
La respuesta es clara: admitir este argumento es tanto como aceptar como bueno ese sucedáneo de la igualdad que veíamos al comienzo de este artículo: el igualitarismo a la baja de los envidiosos. Yo no tuve una buena infancia, luego tú tampoco.
La conclusión de todo ello es que las leyes que permiten a los adultos ejercer esos derechos al desarrollo de su personalidad sin plantearse, como limitación a ese derecho, el posible conflicto y la prioridad del derecho del menor, esas leyes, son tóxicas, en cuanto perjudiciales para los menores e inconstitucionales, en cuanto que de las mismas, del ejercicio por los adultos de los derechos en ellas regulados, se derivan para los menores afectados, quiebras evidentes y graves de sus derechos constitucionales: el del libre desarrollo de su personalidad y el de igualdad con el adulto, atendiendo a sus circunstancias personales, en este caso la circunstancia de edad y carencia del desarrollo propio del adulto.
Siendo esto tan evidente ¿Por qué no se producen reclamaciones y sentencias sobre estos extremos? Yo también me lo he preguntado, querido lector, y la respuesta a la que llego es esta: porque los menores afectados en muchos casos no saben leer ni escribir y, en prácticamente todos, ignoran estas sutilezas legales. De ahí, nuestra responsabilidad, como adultos protectores que decimos ser de ellos, de denunciar en su nombre estos atropellos y, en la medida de lo posible, evitarlos.
En los próximos artículos trataremos de leyes tóxicas que tienen como base perversiones de este principio de igualdad. A estas les llamaremos "mitos" y los hay tanto de igualdad (considerar igual lo que no lo es), como de desigualdad o discriminación (considerar desigualdad injusta lo que no lo es). No se los pierdan.
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