lunes, 5 de marzo de 2012

Algo sobre la jerarquía

por Alberto Buela (*)
Cuando Max Scheler (1874-1928) un año antes de su prematura muerte en una conferencia imperdible El hombre en la etapa de la nivelación dictada en la Escuela superior alemana de política, incorporada luego a su tratado Phänomenologie und Metaphysik der Freiheit sostiene que el rasgo característico de nuestra época es el igualitarismo termina denunciando, consecuentemente, que murió toda idea de jerarquía.

Para nosotros hoy, casi un siglo después, que nacimos, nos criamos y seguramente moriremos en esta etapa de la nivelación, indicada entre nosotros en la letra del tango Cambalache: “Todo es igual, nada es mejor, lo mismo un burro que un gran profesor”, se hace muy difícil comprender la idea de jerarquía, sobre todo porque esta última estuvo siempre ligada al orden militar, policial o eclesiástico. Y estos órdenes o dominios son altamente resistidos por nuestra propia conciencia.
Los milicos en nuestros países de la América del Sur durante, sobre todo, la segunda mitad del siglo XX no dejaron desbarajuste o desatinos por hacer y la Iglesia en tanto organización curialesca acumuló desprestigio tras desprestigio, al menos desde el Vaticano II, que le ha hecho perder feligreses a montones.
De modo que si hoy nos preguntamos por el sentido de la jerarquía y cuál sea su significación tenemos que remontarnos hasta el fondo del pensamiento occidental y desde allí tratar de remontar este concepto, hoy desaparecido del vocabulario y el discurso habitual, tanto social, político como moral.
Según nuestro entender el primero que habla en forma sistemática sobre la jerarquía es el filósofo conocido como el Pseudo Dionisio o Dionisio el Areopagita allá por finales del siglo V y principios del siglo VI d.C. Se lo denominó Pseudo (falso) porque su obra muy considerada durante toda la Edad Media se le atribuyó a San Dionisio, obispo y mártir ateniense que vivió en el siglo I, que se convirtió al cristianismo por mediación de San Pablo cuando predicó en el Aerópago de Atenas, según consta en Los hechos de los apóstoles 17, 34.
Este Pseudo Dionisio escribió dos obras fundamentales sobre el tema: (Sobre la jerarquía celeste) y (Sobre la jerarquía eclesiástica).
Vemos que en ambos títulos aparece la palabra jerarquía que el primer traductor latino, el irlandés Juan Escoto Eriúgena (810-877) la traduce fielmente trasliterándola. Es decir, traduce letra por letra fijando un nuevo término latino: hierarchia, con lo cual muy poco nos dice, solo que hierarchia es equivalente a hierarchia.
Traductores posteriores, percatándose de la tautología que significa traspolar en lugar de traducir, tradujeron según su sentido etimológico. Así como significa hieros= “sacro o sagrado” y argein = gobernar o mandar, el término fue traducido por sacer principatus (primacía de lo sagrado) o sacer potestas (poder de lo sagrado).
Contrariamente a lo traducido por nosotros, los autores escolásticos (ej. Bonfil y Bonfil) prefieren traducir por “principado sagrado” con lo cual distinguen al príncipe de multitud y diversos órdenes sociales; superior, medio e inferior, fundamentando así la sociedad estamental. Los teólogos modernos (ej. Ratzinger) prefieren traducir por “origen sagrado”, evitando mezclarse en su proyección social o política. Lo que muestra la desconección politológica de la teología contemporánea de la realidad.
Vemos pues, como el concepto o la idea de jerarquía está vinculada en primer lugar con “lo sacro o sagrado”. Así, quien ejerce lo sagrado y cuanto más sagrada y profundamente lo ejerza, mayor jerarquía tendrá.
Claro, en una época como la nuestra donde uno de sus rasgos es la desacralización y la laicidad, es explicable que prácticamente haya desaparecido esta sentido último de jerarquía.
Si hoy nos preguntan qué es lo sagrado no sabemos que decir. En el mejor de los casos se buscan sucedáneos: sagrada es la camiseta de nuestro club de fútbol, sagrada es la naturaleza, afirma alguien con mayor profundidad. Sagrada es la vida, afirman los antiabortistas, pero mucho más que esto no se escucha.
Sagrado es Dios, pero parece ser que en nuestros días se retiró, como dijera León Bloy o afirmara Heidegger que “solo un Dios puede salvarnos”.
Nadie sabe bien quien o quienes han sido los responsables de “escamotearle a Dios y lo sagrado al hombre contemporáneo”. Unos sostienen que su propio desvarío, sus graves errores filosóficos y teológicos que nacen con la modernidad a través del primado del subjetivismo, el iluminismo, el materialismo, el relativismo y el nihilismo.
Otros que ha sido la Iglesia, la organización más tradicional de Occidente, que ha perdido el rumbo y anda desde hace varios siglos tratando de adaptarse al mundo moderno, hipotecando su naturaleza.
Otros más, a los poderes ocultos que se han enseñoreado en el mundo a partir del la creación de la banca internacional y la posesión del oro como signo de poder.
En fin, lo cierto es que lo sacro y su posesión no son una búsqueda contemporánea.

La jerarquía antigua se fundaba como vimos en lo sacro y así había una potestas divinitatis, un poder de la divinidad que estaba distribuido per partes et divisiones et gradus et ordines del que participaban la potestas angelica y la potestas humana.
Es decir, la jerarquía era concebida en una totalidad de órdenes y grados encadenados unos con otros que bajaban de Dios y volvían a Dios (egressus a Deo y regressus ad Deum).

Esta mega concepción se quiebra con la exaltación de los poderes humanos (potestas humana) encarnada por Felipe el Hermoso, quien se subleva contra el Papa Bonifacio VIII. El enfrentamiento entre el Papa y el rey de Francia (1296 a 1303); entre el imperialismo papal y la cohesión nacional francesa (cautiverio del Papa en Avignon(1309 a 1378)- abolición de los Templarios-, seguida de un segundo enfrentamiento entre Juan XXII y Luis de Baviera, veinticinco años después, termina con la doctrina de la autarquía de la comunidad civil defendida por Marsilio de Padua y Guillermo de Occam.

La jerarquía comienza a fundarse, no ya en lo sacro, sino en el poder mundano, en la potestas humana, pero este poder humano desarraigado de poder divino, de la potestas divinitatis sólo puede alcanzar su fundamento en la fuerza y en el poder del dinero, en el poder del oro.
Los ilustrados, sobre todo alemanes, los iluministas, sobre todo franceses y los empiristas, sobre todo ingleses intentaron fundar un nuevo orden basado en “la diosa razón” y la experiencia, su producto político práctico fue la Modernidad que terminó con una contradicción flagrante entre la razón y sus productos más elaborados (la bomba atómica) ocasionando consecuencias totalmente irracionales y antihumanas. El mayor y mejor producto de la razón calculadora tuvo consecuencias irracionales.
Esta contradicción profundísima seguida por una multiplicidad de otras contradicciones (la democracia moderna que se postuló y nunca se practicó; la alienación del hombre por la técnica, los grandes genocidios en nombre de la humanidad, hoy día, los derechos humanos como arma de los enemigos de los derechos humanos, etc.). En definitiva el uso de la racionalidad carente de sabiduría dio surgimiento a la época que estamos viviendo, caracterizada como postmodernidad.

Naturaleza de la jerarquía

Podemos definir la jerarquía como el orden vertical de un conjunto de elementos ordenados por un principio director. Pero entonces, definimos la jerarquía por el orden, que a su vez lo entendemos como “variedad de partes que tienden a un fin”. Con lo cual introducimos la idea de finalidad, que entendemos acá como aquello por lo cual se actúa.
La jerarquía se funda, entonces, en el mayor y mejor conocimiento de los fines que posee el que ordena y al que debe subordinarse el resto del conjunto de elementos, sean personas, animales o cosas.
La jerarquía termina fundándose en la autoridad, pues exige saber. Y la auctoritas encuentra su última razón de ser en la sabiduría del que sabe.
Vemos que lejos que se encuentra esta noción de jerarquía de aquella que se reduce a la dialéctica mando-obediencia, típica del orden militar o eclesiástico.
Hoy se hace sumamente difícil establecer una jerarquía porque la que está cuestionada es la misma noción de saber, pues para unos sabe el que tiene éxito, o el que gana dinero, el artista o deportista famoso, el que tiene poder político o mediático. Pero rara vez se valora o pondera al que ejerce sabiduría con razonabilidad, al que se separa de la masa, al que postula y prefiere valores diferentes a los que rigen la sociedad de consumo. Al disidente y no conformista al orden constituido.
Quien pretenda restablecer las jerarquías del pasado buscando en los diferentes estilos que se dieron históricamente: el del hombre pagano, el cristiano-católico medieval, el hombre del gótico, el del renacimiento, el mujik y tantas otras figuras que se han dado, está condenado al fracaso o, en el mejor de los casos, a una tarea de arqueólogo cultural.
La única forma que vislumbramos de establecer una jerarquía es fundarla en el saber, pero no en el “saber universal”, sino en un saber enraizado en nuestra tradición cultural. Así de esos ideales característicos que mencionamos hay alguno que se adecua más que otro a nuestra propia índole. Y ese suelo tenemos que cultivar para que florezca la jerarquía que intentamos construir actualmente.
Así, una jerarquía para ser tal debe constituirse desde lo profundo, pues como decía una y otra vez el poeta Hölderlin: “Quien haya pensado lo más profundo, ama lo más viviente”.

Distintas jerarquías

Ya el Pseudo Dionisio estableció en su época distintas jerarquías, que los filósofos posteriores ampliaron y así tenemos: la celestial, la eclesial, la angelical, la civil, la militar. A su vez, en cada una de ellas se dan grados y órdenes distintos.
El criterio filosófico más correcto para establecer las distintas jerarquías está dado por la altura o universalidad de los fines y la de los valores intentados.
Los valores se encuentran, ordenados jerárquicamente, pues hay valores superiores y otros inferiores.
En lo más alto están los valores religiosos (sagrado/profano), se mueven en el orden de lo divino. Luego los espirituales (bello/feo, justo/injusto, verdadero/erróneo), en el orden de la libertad y la autoconciencia.
Posteriormente, los valores de la afectividad vital (bienestar/malestar, noble/innoble) en el orden de la vida, y por último los valores de la afectividad sensible (agradable/desagradable, útil/dañino) corresponden al mundo sensible.
Si queremos fundar una jerarquía, cualquiera sea la actividad que deseamos jerarquizar, debemos respetar esta ordenación clásica del mundo de los valores. En caso contrario colaboraremos a la actual etapa de la nivelación, de la ideología de lo mismo y del igualitarismo, que pretendemos modificar.



(*) arkegueta, mejor que filósofo

buela.alberto@gmail.com
www.disenso.org

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