por Andrea Tornielli
Uno de los destinos que probablemente ya tenía asignados Benedicto XVI, el Papa teólogo convertido en Pontífice a los 78 años, es similar al de su predecesor Pablo VI, que lo convirtió en arzobispo de Munich y lo creó cardenal en el ya lejano 1977: el de ser criticado tanto por la derecha como por la izquierda, terminando por no ser comprendido más a menudo de cuanto cabría pensar, incluso por quien se profesa «ratzingeriano» y por lo tanto tendría que ayudarle a transmitir su mensaje.
Hace siete años, en el momento de la elección, sobre Joseph Ratzinger, durante más de veinte años prefecto del antiguo Santo Oficio gravitaba el cliché que le daban los medios de comunicación del «panzerkardinal» conservador, del inflexible guardián de la ortodoxia que habría «detenido» los estímulos innovadores de Juan Pablo II, del cual en cambio había sido un fiel y dócil colaborador. También el de Pablo VI se considera un papado «cerrado» respecto a las esperanzas suscitadas por su predecesor Juan XXIII.
La reconciliación con los tradicionalistas lefebvrianos, ya inminente, precedida por la decisión de consentir la celebración de la misa antigua, le ha costado a Benedicto XVI un disenso difundido incluso entre algunos obispos: el Papa pretendía favorecer la posibilidad de que el viejo rito preconciliar y el nuevo rito posconciliar se enriquecieran mutuamente, haciendo recuperar en mayor medida al primero el sentido de lo sacro y del encuentro con el misterio -a veces demasiado reajustado por la dejadez y por los abusos litúrgicos- y haciendo descubrir al segundo la riqueza de las Sagradas Escrituras introducidas en la nueva misa. El intento, solo en parte ha sido un éxito: a causa de las reacciones no siempre compuestas y comprensivas a la voluntad del Papa, pero también por el nacimiento de formas de esteticismo que no tienen que ver para nada con la esencia de la liturgia.
Pero Benedicto XVI ha sido acusado, por otra parte, también por quien se esperaba de él «mano dura» y un «enderezamiento doctrinal», además de una reafirmación de la identidad cristiana europea de frente al islam. Y si a la izquierda está considerado demasiado proyectado en el pasado e incapaz de leer las señales de los tiempos, a la derecha se le considera demasiado débil.
Tanto los «progresistas» como los «ratzingerianos» desilusionados, terminan olvidando el corazón del mensaje de Benedicto XVI. Un Papa que en mayo de 2010, en Fátima dijo: «Cuando, para muchos, la fe católica ya no es un patrimonio común de la sociedad y, a menudo, se ve como una semilla insidiada y ofuscada por “divinidades” y señores de este mundo, muy difícilmente esta podrá tocar los corazones mediante simples discursos o referencias morales, y menos todavía a través de referencias genéricas a los valores cristianos. La referencia valerosa e integral a los principios es esencial e indispensable; sin embargo el simple enunciado del mensaje no llega al fondo del corazón de la persona, no toca su libertad, no cambia su vida. Lo que fascina es sobre todo el encuentro con personas creyentes que, por medio de la fe, atraen hacia la gracia de Cristo, dando testimonio de Él». Palabras de un obispo de Roma que al principio de su pontificado había dicho: «el nuevo Papa sabe que su función es hacer resplandecer ante los ojos de los hombres y las mujeres de hoy la luz de Cristo: no su luz, sino la de Cristo».
En una Iglesia donde siguen resonando diariamente tanto referencias éticas como insistentes llamamientos a descubrir de nuevo los valores cristianos, en una Iglesia atravesada por una profunda crisis (a la situación «dramática» hizo referencia Benedicto XVI mismo en la homilía de la misa crismal), flagelada por el escándalo de la pederastia, por el cisma silencioso de los llamamientos a la desobediencia firmados por sacerdotes en varios países europeos, por el afán de carrera desgraciadamente difundido entre los eclesiásticos, por las fugas de documentos y por las grietas en la organización del aparato de la curia, el anciano Papa alemán sigue llamando a la conversión, a la penitencia y a la humildad.
Desde Alemania el pasado septiembre invitó a la Iglesia a ser menos mundana: «Los ejemplos históricos muestran que el testimonio misionero de una Iglesia “desmundanizada” emerge de manera más clara. Liberada de los fardeles y de los privilegios materiales y políticos, la Iglesia puede dedicarse mejor y de manera verdaderamente cristiana al mundo entero, puede abrirse verdaderamente al mundo...». Dos meses más tarde, en vuelo hacia Benín, dijo: «Es importante que el cristianismo no se muestre como un sistema difícil, europeo, que otro no pueda entender ni poner en práctica, sino como un mensaje universal de que Dios existe, de que Dios tiene que ver con nosotros, de que Dios nos conoce y nos ama y de que la religión concreta conlleva colaboración y fraternidad. Por lo tanto, un mensaje simple y concreto».
Muy lejano de triunfalismos, Benedicto XVI a los nuevos cardenales el pasado 19 de febrero les recordó: «El servicio a Dios y a los hermanos, el don de sí: esta es la lógica que la fe auténtica imprime y desarrolla en nuestra vivencia cotidiana y que en cambio no lo es el estilo mundano del poder y de la gloria».
Las palabras más duras, dramáticas y realistas sobre la situación han sido pronunciadas precisamente por un Papa apacible que se muestra sereno incluso durante la tempestad, pero que ante los ataques reconoce: «los ataques al Papa y a la Iglesia no sólo llegan desde fuera, sino que los sufrimientos de la Iglesia vienen precisamente de su interior, del pecado que existe en la Iglesia. Esto también se ha sabido siempre, pero hoy lo vemos de una manera realmente aterradora: que la mayor persecución de la Iglesia no proviene de los enemigos externos, sino que nace del pecado en la Iglesia y que la Iglesia por lo tanto tiene una profunda necesidad de volver a aprender la penitencia, de aceptar la purificación».
Como ha explicado Ratzinger en la homilía de la misa celebrada en Lisboa el 11 de mayo de 2010: «A menudo nos preocupamos afanosamente por las consecuencias sociales, culturales y políticas de la fe, dando por descontanto que esta fe existe, algo que desgraciadamente corresponde cada vez menos a la realidad. Se ha puesto una confianza quizás excesiva en las estructuras y en los programas eclesiales, en la distribución de poderes y de funciones; ¿pero que sucederá si la sal se vuelve sosa?»
Ante los ataques y las «cruces» del pontificado, ante los escándalos y el mal funcionamiento del aparato de la curia, ante el afán de carrera de los eclesiásticos, Benedicto XVI renueva -como hizo también con los nuevos purpurados en el último consistorio- la necesidad de un baño de humildad en la Iglesia. Para todos, sin excluir a nadie. Solo quien es humilde, efectivamente, sabe que necesita ayuda, apoyo, que Otro le ilumine. Solo el humilde puede hacer resplandecer la luz de Cristo, aquella de la cual los hombres y las mujeres de hoy tienen una profunda necesidad.
Fuente: vaticaninsider.lastampa.it.
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