A propósito de la pretendida igualdad jurídica de las uniones matrimoniales y homosexuales.
Por Juan Carlos Monedero (h). “¿No pertenece a la esencia de la verdad,
justamente lo opuesto a su esencia?
(…) ¿no tiene entonces que retomar
la hasta ahora omitida no esencia de la verdad,
la no verdad, y admitirla expresamente
en la esencia de la verdad?
¡Evidentemente!”
Martín Heidegger.
Introducción
Nos proponemos descifrar el oscuro párrafo heideggeriano y probar su conexión con lo sucedido en nuestro país recientemente. Motivan nuestras reflexiones los conocidos sucesos en torno a la petición formulada por dos homosexuales para que se los autorice a contraer matrimonio, las presiones de los diferentes organismos que encarnan el lobby “gay” –eufemismo utilizado para volver simpáticos ciertos comportamientos–, así como las diferentes respuestas que, particularmente dentro del campo católico, se opusieron a estas prácticas. La pretensión de lograr la igualdad jurídica entre quienes practican la contranatura y los verdaderos matrimonios está fundamentada, como se sabe, en la ideología de la no discriminación. A su vez, esta “no discriminación” se presenta como ligada, de forma necesaria, con el planteo de los derechos humanos.
Como es de público conocimiento, este planteo derecho-humanista no sólo es falso por aquellos «derechos» que pretende imponer; no sólo es pernicioso por el contenido de los derechos declamados, sino –principalmente– por colocar la cuestión precisamente donde no debe hacerlo: por omitir y por ende negarse a hablar de los derechos de la Verdad, del Bien y, en última instancia, de Dios. El planteo derecho-humanista favorece el egoísmo y el individualismo más descarnados. Cuando el hombre olvida o desconoce, primero, sus deberes, invierte así la noción de justicia –dar a cada uno lo suyo– para que entonces justicia signifique “denme a mí lo mío”. Son los deberes los que engendran derechos y no los derechos, los que engendran deberes; si el deber engendra un derecho, tenemos una concepción política en donde prima el bien común. Si no es así, tendremos una concepción donde lo primero sea el interés: los hombres incomunicados entre sí por lazos de deberes y sólo comunicados por derechos.
La filiación ideológica de estos errores no puede ser más oscura. La primera declaración de “los Derechos del Hombre” nace con la Revolución Francesa, adalid de naturalismo y el optimismo rousseauniano. Dice Calderón Bouchet:
“El discurso revolucionario coloca al individuo frente a la sociedad como si esta última fuera una agrupación benéfica ante la que hay que reclamar todo cuanto nos hace falta. (…) Basta, para esta ocasión, recordar que todos esos errores nacen de la concepción del contrato social, por el cual la asociación civil se equipara a una asociación comercial”[1].
Al amparo de estos males –y no de nobles preocupaciones por la equidad en el trato de personas diferentes– que nace la ideología de la no discriminación, la cual pretende que toda discriminación, en sí misma, es mala; hablar de “varones” y “mujeres”, mencionar que existen comportamientos “contra la naturaleza” equivaldría, para esta ideología, a un acto discriminatorio, ilegítimo, que debe ser penado por la ley y condenado por la opinión pública.
En esta oportunidad, dando por supuesto que el lector conoce los hechos sucedidos en torno al intento –por ahora fallido– de obtener el reconocimiento legal del matrimonio entre personas del mismo sexo, así como el carácter sofístico, engañoso y perjudicial de las ideologías mencionadas, queremos profundizar hasta llegar, si fuera posible, a aquello que está detrás de la ideología de la no discriminación, a su verdadero objetivo: aquello que realmente buscan quienes promueven esta guerra a la naturaleza humana y por ende al Autor de la naturaleza.
Cómo entra la cuestión de la tolerancia.
Pero antes ahondemos una cuestión que, pareciendo diferente y lejana a la que comentamos arriba, no lo es.
Es sabido que el error disimulado y sutil es mucho más dañino que el desembozado. El error evidente mueve rápidamente a levantar la guardia, mientras que las teorías más capciosas son de una más difícil refutación. Pero, a pesar de esto, el peor de los males sigue siendo la coexistencia pacífica de la “verdad” con el error, de lo “bueno” con lo malo. Las comillas no son errata.
Servirán para abrir el fuego las palabras de Ernest Hello, gran apologista católico, que alertaba –en pleno siglo XIX– sobre uno de los grandes errores del momento: la tolerancia, y específicamente la tolerancia para con el error por parte de quienes profesan, o dicen profesar, la verdad. Enseguida veremos la relación que tienen estas palabras con el tema de la no discriminación.
Hoy día, como en el siglo XIX, esta tolerancia para con lo falso se cubre con bellas y –por lo mismo– engañosas palabras:
“se vuelve el nombre de la caridad contra la luz siempre que, en vez de aplastar el error, pacta con él, so pretexto de conducirse prudentemente con los hombres. Se vuelve el nombre de la caridad contra la luz cuantas veces se le emplea para flaquear en la execración del mal”.
Y por esto, no queda otra alternativa que torcer las palabras para que ya no signifiquen lo que deben, sino primero cualquier cosa y, finalmente, incluso lo contrario de su significado original.
“el hombre se ablanda en presencia de la debilidad que quiere invadirle, cuando ha adquirido el hábito de llamar caridad al universal acomodamiento con toda debilidad aún lejana”.
Hello, con excelente psicología y espiritualidad, detectaba la motivación interna de esta actitud:
“la ausencia de horror para con el error, para con el mal, para con el infierno, para con el demonio, esta ausencia parece que llega a ser una excusa para el mal que uno en sí lleva. Cuando menos se detesta el mal en sí mismo, más se prepara un medio de excusar el que se acaricia en la propia alma”[2].
Veamos ahora qué implica la tolerancia para todo, la tolerancia irrestricta, y sus efectos en las inteligencias que son tocadas por ella.
El sentido común afirma que lo normal y esperable es que cada persona que sostiene una postura pretenda que la misma sea verdadera, aunque objetivamente no lo fuese. Cuando hablamos, pretendemos decir cosas verdaderas aún cuando podamos equivocarnos, o cuando de hecho estemos equivocados. Esto es lo natural, incluso en quien está en el error, o en quien dice una mentira: el que miente, expresa palabras que pretende que sean tenidas por verdaderas –sin serlo– por quien lo escucha. Pero hay algo más grave que el hecho de sostener enfáticamente una mentira, y es sostener que la pretensión de verdad no tiene sentido:
“En cualquier esquina podemos encontrar un hombre pregonando la frenética y blasfema confesión de que puede estar equivocado. Cada día nos cruzamos con alguno que dice que, por supuesto, su teoría puede no ser la cierta. Por supuesto, su teoría debe ser la cierta, o de lo contrario, no sería su teoría”[3].
Lo corriente es que toda tesis tienda a rechazar a aquella que se le opone; proceder de esta forma es lógico y sano, pues los contradictorios no pueden ser simultáneamente verdaderos. Esta pretensión de verdad de todas las afirmaciones –incluso de las más inocentes e insospechadas de componente ideológico– las vuelven “exclusivas y excluyentes”, es decir, las vuelven sostenedoras de su tesis y adversarias de las tesis opuestas. Esto es, en principio, lo normal.
Si el error, no por virtudes propias sino por una obvia coherencia del discurso, pretende exclusividad, cuánto más –y cuán legítimamente– la verdad debe exigir lo mismo. Lutero, por ejemplo, no sólo buscaba la divulgación de su herejía sino que además –con lógica, pero sin verdad– buscaba aplastar aquellas tesis opuestas a la suya. Equivocado, sin duda, pero guardaba para su tesis la coherencia propia de la verdad: la exclusividad y la intolerancia para con lo que él juzgaba erróneo.
Hemos mencionado el vocablo clave, convertido por lo general en mala palabra para los oídos de la gente. Se ha condenado una palabra y se ensalza por el contrario a su antónimo, a la tolerancia. El culto a la tolerancia no es sino aquella postura que propone la búsqueda de una pretendida convivencia pacífica del error para con la verdad; claro está, siempre y cuando se admita la existencia de la verdad y del error, porque hoy día –por lo general– quienes declaman tolerancia ni siquiera entran a opinar en esos temas: las cuestiones magnánimas, presentes en los hombres de todos los tiempos, les son absolutamente indiferentes.
Nuevamente, al hablar de la convivencia de la “verdad” con el error, hemos usado las comillas, y esto porque arriesgamos a decir –por escandaloso que parezca– que la verdad sin intolerancia no es verdad.
En el tema que nos ocupa -la cuestión de la ideología de la no discriminación y sus verdaderos objetivos-, verdad equivale a naturaleza, mientras que error equivale a contranaturaleza. Al respecto del intento de brindar el nombre de “matrimonio” a tales uniones ilegítimas, fue astutamente falaz la invitación a aceptarlo con el argumento que el mismo “no volvía la homosexualidad obligatoria” sino solamente reconocía su carácter “opcional”, protegiéndola con la fuerza de la ley. Pero ¿acaso no nos están pidiendo que toleremos entonces, junto al modelo natural y recto, las coyundas entre invertidos? Exactamente. No se nos pide que lo practiquemos, ni siquiera que lo aprobemos: únicamente se nos pide –se nos exige– que lo toleremos.
Aquí se da el mismo efecto destructor que comentábamos: cuando la naturaleza tolera la contranaturaleza, no puede sino ir perdiendo su carácter exclusivo y volverse “una alternativa más” y no “la alternativa” a la hora de descubrir el verdadero sentido, origen y finalidad de la sexualidad humana.
Insistimos en lo engañoso del argumento que pretende suavizar la peligrosidad de esta petición: a primera vista se advierte con facilidad que no vuelve obligatorio el comportamiento homosexual. Pero eso ya era obvio. La cuestión de fondo es otra: el hecho que un comportamiento ilegítimo cuente con la protección de la ley provocará –como efecto necesario– confusiones y errores en el común de la gente, ya anestesiado, hasta hacer admitir bajo la palabra matrimonio tanto la unión entre “papá y mamá” como “mamá y mamá” o “papá y papá”, aunque la palabra matrimonio provenga de la palabra matriz. (continúa)
(Nota: este artículo data del 24 de diciembre de 2009. Por su actualidad lo ofrecemos a nuestros lectores).
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