Más allá de cualquier condicionamiento económico, existen unas causas ideológicas y culturales de la baja fertilidad.
Autor: Roberto Esteban Duque | Fuente: www.revistaecclesia.com.
Un escenario espectral y decrépito, de formidable naturaleza senil y desencadenante del actual empobrecimiento económico y afectivo, nos muestra desde el pasado lunes el Instituto Nacional de Estadística en su informe “Proyecciones de Población 2012”, a través del cual se dibuja el inquietante descenso y envejecimiento de la población española. Según el citado Informe, las tendencias demográficas actuales llevarían a España a perder una décima parte de su población en 40 años, desde 2018 habrá más defunciones que nacimientos, y el 37% de la población sería mayor de 64 años en 2050.
No es nada nuevo. Los nacimientos en España se desplomaron de manera vertiginosa desde los años 70. En nuestro tiempo nacen menos españoles que a mediados del siglo XIX o durante la última guerra civil, con un 40% menos de españoles que ahora y en medio de una tragedia humana y económica de proporciones colosales, según recoge Alejandro Macarrón en "El suicidio demográfico de España". La tasa de fecundidad es tan baja en España que necesitamos uno más por cada dos niños que nacen, así como más de 9 millones de residentes adicionales con menos de 34 años. Entre 2010 y 2020 cada año habrá un 3% menos de españoles con edades comprendidas entre 25 y 35 años.
Jim Roger, un afamado inversor y analista financiero, diría a mediados del año 2010 que “el principal problema de Europa en el siglo XXI es probablemente el demográfico”. No hay crecimiento económico sin crecimiento de población, sin más personas capaces de trabajar y crear riqueza, y con una mayor demanda de bienes de consumo. Cuando la población envejece, cae el consumo y la inversión, creciendo el gasto en sanidad y en pensiones, lo que impedirá a su vez el crecimiento económico.
Pero más allá de cualquier condicionamiento económico, existen unas causas ideológicas y culturales de la baja fertilidad. Las causas económicas son causas que se definen por tener otras causas, por una determinada visión del mundo. La propuesta de la familia heterosexual y la maternidad como rol social, vista como algo reaccionario por la cultura dominante, sigue siendo una propuesta imprescindible. Es inexcusable dar la batalla por la vida para contrarrestar el invierno demográfico que desolará a España en los próximos años, cuando muchos de nuestros contemporáneos rechazan la procreación, con una positiva mentalidad contraceptiva, porque creen que así prestan un servicio a la sostenibilidad ambiental y a la humanidad futura.
El filósofo David Benatar, en su libro "Mejor no haber sido nunca: El daño de la existencia", expresa en voz alta la secreta mentalidad de una Europa secularizada: la vida es deseo insatisfecho, carencia, frustración; los momentos de gozo son dolorosamente desproporcionados a los periodos de desilusión y vacío. Es lo que Hegel denominaba como “la melancolía del cumplimiento”.
Existe una radical asimetría entre placer y dolor: si contemplamos nuestra vida objetivamente -sostiene con coherencia Peter Singer- no es algo que debamos infligir a otros. En realidad, sólo falta dar el paso de convertirnos en la última generación sobre la tierra.
Esta visión del mundo demuestra algo tan revelador como exasperado: la vida no tiene apenas sentido, ¿para qué transmitirla? Aquí está la clave, el factor decisivo para comprender la crisis demográfica. Nos encontramos sumergidos en un tedio civilizacional, donde el cambio de paradigma familiar en la sociedad se articula desde un Estado que envenena el tejido social con funestas legislaciones y oscuras sentencias, propugnadoras de mensajes morales, y donde la función paterna o materna se ve sometida a un proceso irreversible de deconstrucción, exaltando una cultura marcada por el nihilismo, el relativismo y la desesperanza.
El invierno demográfico responde a todo un estilo de vida relajado e indiferente que fomenta en la persona el egoísmo y la fijación en los derechos que posee, la promoción personal, la satisfacción de los propios intereses y el excesivo amor a uno mismo, al que todo debe quedar subordinado. Comprometida la persona con la búsqueda de valores materiales y entregada a un deseo de gratificación y de inmediatez que, además de atender sólo a lo útil y provechoso, deteriora las relaciones humanas, la aparición de los hijos sólo podría asemejarse a enojosas responsabilidades cuando el fin último consiste en la oquedad de vivir cómodamente.
La crisis demográfica viene coincidiendo con el auge de una cultura que aspira a una felicidad de pequeño formato, sin compromisos ni vínculos definitivos, propensa a la diversión epidérmica, y castradora de una finalidad y un sentido trascendente de la vida. La crisis demográfica no sólo se cifra en el terreno jurídico y económico cuanto en el terreno de los valores y de las ideas, convirtiéndose así en una verdadera crisis cultural de ausencia de reconocimiento, prestigio y gratitud hacia el matrimonio y la familia, y donde cualquier propuesta de políticas natalistas, auspiciadoras de la maternidad y de los derechos de los padres, se contempla como reaccionaria y ultraconservadora.
Si la crisis del matrimonio y de la familia es uno de los factores más influyentes en el descenso de la natalidad, el reto actual de la familia es el de mantener su propia identidad, unas relaciones fuertes entre sus miembros, en la reciprocidad entre los sexos, frente a la estúpida y destructora idea de la “igualdad” de los sexos que nos ha llevado a una sociedad capaz de disolver las relaciones personales en el emotivismo y el utilitarismo.
En la Encílclica Humanae vitae, Pablo VI dirá que el problema de la natalidad sólo podrá resolverse desde una visión integral del hombre, en conformidad con las leyes morales y los principios de la misma moralidad. La familia tiene la misión, cada vez más, de ser lo que es, “una comunidad de vida y de amor” -como expresó Juan Pablo II en Familiaris consortio-, ante el cambio de paradigma donde la conyugalidad y la generatividad desaparecen de la estructura social, económica y laboral.
La verdad de la familia hay que remitirla al designio creador de Dios, donde descubrirá no sólo su identidad, sino su misión, lo que puede y debe hacer, consintiendo finalmente, como diría Goethe, que sólo una vida religiosa es una vida productiva y buena, orientadora y creativa en orden a ofrecer soluciones a una crisis demográfica fundada en una crisis del sentido de la vida.
Publicó: Catholic.net (27/11/12)
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