Por Pablo Yurman.-
En los últimos años se habla de “ampliar derechos”, frase en apariencia inocente pero que oculta segundas intenciones.
El 16 de marzo de 1949 el entonces presidente de la República, teniente general Juan Domingo Perón, juraba solemnemente la Constitución Nacional reformada a comienzos de ese año. Salvas de artillería saludaban el histórico momento desde la plaza de los Dos Congresos, frente a una muchedumbre que se sabía justamente reconocida.
Sin embargo, en los últimos años se nota un denodado esfuerzo desde ciertos sectores comunicacionales en hablar de “ampliar derechos”, frase que de apariencia inocente y hasta de encomiables fines, oculta acaso segundas intenciones. ¿Es la “ampliación de derechos” de los últimos años digna heredera del reconocimiento efectivo de derechos realizado a través de la reforma de 1949? Definitivamente no. Es más, en un cierto sentido, la declamada ampliación supone, en ciertos y específicos casos, denegar algunos derechos sabiamente contemplados en 1949.
Los voceros más entusiastas del nuevo movimiento ampliatorio parecieran haber sustituido aquella frase de Evita según la cual “donde hay una necesidad existe un derecho” por una que sugiere, en cambio, que “donde hay un deseo, hay un derecho” pretendiendo elevar cualquier capricho al rango de derecho humano. Sustitución que, sólo con la falsa legitimidad que en una sociedad teledirigida confieren los medios, resulta empero huérfana de respaldos serios en el mundo jurídico, contrariando todo sistema jurídico serio.
Pero el fenómeno es serio. Como ejemplo de ello tenemos que en Rosario se garantiza con el dinero público el suministro de hormonas para un eventual cambio de “género”, cambio que es falaz y carece de rigor científico, en tanto que cientos de miles sufren a diario el menoscabo de su seguridad personal o el robo de su propiedad.
La Constitución del 49
Suele afirmarse que la reforma de la Constitución Nacional que impulsó Juan Domingo Perón fue tributaria del llamado constitucionalismo social, en contraposición al constitucionalismo individualista de cuño liberal, propio del siglo XIX. Sin embargo, la comparación no le hace justicia a la carta de 1949 ya que en la Argentina, además de la mirada “social” de los derechos individuales, hubo una expresa inspiración en un humanismo cristiano que concebía al sujeto como parte de una comunidad, pero al mismo tiempo como un ser trascendente, con cuerpo y con alma. Por eso el justicialismo no es un remedo de la socialdemocracia europea que a lo sumo lo único que propuso enmendar del liberalismo capitalista fueron cuotas de reparto de bienes materiales y acaso más que por convicciones caritativas por evitar un colapso del propio sistema.
Dos aspectos sobresalen de aquella reforma. El primero, consiste en que sin desconocer los derechos individuales plasmados un siglo antes, los limitó en su ejercicio con miras a custodiar el bien común. Así, el derecho a la propiedad privada siguió siendo reconocido, pero cuidando de agregar al mismo la idea de una “función social” que en los hechos actuara como límite evitando caer en abusos que habían llevado, en los hechos, a que algunos pocos gozaran de ese derecho mientras que muchos se veían privados de lo más esencial.
El segundo aspecto es que a los derechos individuales con base en una concepción de persona aislada de sus relaciones comunitarias como son las familiares, laborales, etc., se le sumaron aquellos derechos sociales que, precisamente, son tan humanos como los primeros, pero de los cuales la persona goza en tanto parte de una familia, de un sindicato o de una región.
El constitucionalista González Arzac, refiriéndose a quien fue el inspirador de la reforma, Arturo Sampay, nos dice: “Un Estado inspirado en el bien común, sustentado en un régimen que aseguraba el control político de la mayoría y un derecho de propiedad basado en la función social de la riqueza, eran instituciones que armonizaban en el concepto de justicia social, ‘virtud que nos muestra –decía Casiello– cuáles son nuestros deberes sociales de cumplimiento necesario para el logro del bien común’. La Constitución del 49 incorporó, como derechos especiales, los derechos del trabajador, de la familia, de la ancianidad, de la educación y la cultura”.
Queda claro que junto a los derechos, aquella experiencia justicialista incorpora los deberes para con la comunidad.
Antropología errada
Como caricatura cínica de aquella reforma de 1949, la hoy en boga “ampliación de derechos” presenta, al menos, dos grandes peligros: por un lado, si se la proyecta desde una antropología falsa, basada en una visión materialista e individualista del hombre, y por tanto reduccionista del mismo, pronto elevará a categoría de derechos lo que en realidad constituye la negación de éstos. Piénsese por caso en quienes hablan de un “derecho al aborto” preconizando la potestad de trocear a un ser humano inocente y en su etapa más frágil de desarrollo. Por otro lado, puede que en tren de ampliar derechos novedosos, se descuiden e incluso se nieguen los verdaderos derechos fundamentales de la persona.
Por estos días, a la par de la asunción del papa Francisco, otra persona ha sido noticia destacada por algunos medios. Se trata de Sergio Sánchez, humilde ciruja de la ciudad de Buenos Aires, fundador del Movimiento de Trabajadores Excluidos, y amigo personal del antes cardenal Bergoglio. Invitado por el pontífice a su inauguración como sucesor del apóstol Pedro, fue denigrado por personal del aeropuerto de Roma por su tez morena y su aspecto poco combinable con la Europa opulenta. Quizás Sergio representa a ese subsuelo de la patria del que hablaba Scalabrini Ortiz, pisoteado en su dignidad por tanto tiempo, y a quien se le ha negado el ejercicio pleno de auténticos derechos humanos, mientras que se elevan a ese digno rango lo que en ocasiones no pasan de caprichos sectoriales hábilmente gestionados por minorías.
Ampliar caprichos individuales negando trascendencia al ser humano, desconociendo que el hombre también forma parte de una comunidad a la que está vinculado con obligaciones, no es un avance sino un retroceso a la mirada propia de fines del siglo XVIII.
Elciudadanoweb (26 mar, 2013)
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