de Pietro De Marco
En conciencia tengo que romper el coro cortesano, formado por nombres laicos y eclesiásticos sobradamente conocidos, que acompaña desde hace meses las intervenciones públicas del Papa Jorge Mario Bergoglio.
Es el coro de aquellos que del Papa celebran lo "nuevo", sabiendo que no es tal, y callan las verdaderas "novedades" cuando causan embarazo.
Por esta razón me siento obligado a señalar algunas de las reiteradas aproximaciones en las que cae el elogio espontáneo y cautivador de Francisco.
En las conversaciones diarias y privadas entre unos pocos, nadie está exento de aproximaciones y exageraciones, pero no hay persona que teniendo responsabilidades frente a otros – como quien enseña, por ejemplo – no adopte en público otro registro e intente evitar la improvisación.
Ahora, en cambio, tenemos un Papa que exclama: “¿Quién soy yo para juzgar?”, como se podría decir con énfasis comiendo o también predicando unos ejercicios espirituales. Pero ante la prensa y el mundo un “¿quién soy yo para juzgar?” dicho por un Papa, objetivamente chirría con toda la historia y la naturaleza profunda de la función petrina, dando además la desagradable sensación de un comentario hecho sin control. Por su función vicaria respecto a Cristo, no como individuo, el Papa juzga. Puesto que el Papa Francisco demuestra, cuando quiere, ser consciente de sus propios poderes como Papa, se trata – sea lo que sea lo que quería decir – de un verdadero error de comunicación.
Después hemos leído en la entrevista a "La Civiltà Cattolica" la frase: “La injerencia espiritual en la vida personal no es posible”, que parece unir bajo la figura liberal-libertaria de la “injerencia” tanto el juicio teológico-moral como la valoración pública de la Iglesia, cuando se hace necesaria, e incluso la atención de un confesor o director espiritual indicando, previniendo, sancionando conductas intrínsecamente malas. El Papa Bergoglio adopta aquí, involuntariamente, un lugar común típico de la postmodernidad, según el cual la decisión individual es, como tal, siempre buena o, al menos, está siempre dotada de valor en cuanto personal y libre tal como se piensa ingenuamente que es, por lo que es incuestionable.
Este deslizamiento relativista, que ya no es extraño en la pastoral generalizada, está recubierto, no sólo en Bergoglio, por llamamientos a la sinceridad y al arrepentimiento del individuo, como si la sinceridad y el arrepentimiento cancelaran la naturaleza del pecado y prohibieran a la Iglesia llamarlo por su nombre. Además, es dudoso que sea misericordia callar y respetar lo que cada uno hace porque es libre y sincero al hacerlo: siempre hemos sabido que aclarar, no esconder, la naturaleza de una conducta de pecado es un acto misericordioso eminente, porque permite al pecador discernir sobre sí mismo y el propio estado, según la ley y el amor de Dios. Que parezca que un Papa confunda el primado de la conciencia con una especie de imposibilidad de juicio, o más bien, de inmunidad al juicio de la Iglesia es un riesgo para la autoridad del papa y para el magisterio ordinario, que no puede ser infravalorado.
En la entrevista a "La Civiltà Cattolica" el papa vuelve sobre ese "¿quién soy yo para juzgar?" y confirma: “Si una persona homosexual tiene buena voluntad y está buscando a Dios, yo no soy nadie para juzgarla. […] La religión tiene el derecho de expresar su propia opinión al servicio de la gente, pero Dios en la creación nos ha hecho libres”.
El uso reiterado de ese “¿quién soy yo?” confirma en Francisco, por un lado, una acepción popular de “juzgar” como sinónimo de “condenar” – que produce confusión, porque juicio no es necesariamente condena, a menudo no lo es – y, por otro, acentúa la idea de que ninguno de nosotros, ni siquiera el Papa, está legitimado a expresar un juicio. Pero esto es falso: cada uno de nosotros puede ser juez en cada ordenamiento, y también en la Iglesia, si adquiere la competencia necesaria, y el Papa es juez por el mandato que le es proprio. Además, o nadie está legitimado, nunca, para juzgar, porque sólo Dios lo está, o no se ve capacitado porque sólo en el caso de la homosexualidad no se encuentra la instancia de juicio.
Además, si como dice el Papa, “la religión” – modo expeditivo de designar historia, instituciones y tesoros de gracia fundados en Cristo, del cual el Papa es el garante – “tiene derecho a expresar su propia opinión al servicio de la gente”, pero no debe interferir en la libertad, ya no hay sitio ni para la Ley de Dios ni para la Caridad. La libertad en cuanto tal se convierte, verdaderamente, en lo absoluto. Y, ciertamente, si “la religión” se reduce a grupo de opinión no puede asumir la estatura de juez. ¿Quién tendría, además, necesidad de la Caridad si su libertad lo absuelve antes de cada juicio?
La fórmula de la Iglesia “al servicio de la gente” vuelve en las palabras del Papa también cuando hace referencia a la reforma litúrgica, que sería “un servicio al pueblo como relectura del Evangelio a partir de una situación histórica concreta”. Definición asombrosa, que reduce los sagrados signos incluso por debajo de lo que se convirtieron, - bien poco -, en las iglesias protestantes. ¿Para qué ha servido un siglo y medio de "vuelta a las fuentes" litúrgicas?
Dirán que no se deben adulterar palabras dichas en una conversación entre hermanos jesuitas. Pero si es así, lo mejor hubiera sido que la conversación hubiera permanecido en la memoria privada de Papa Bergoglio y del padre Antonio Spadaro. Leer en "La Civiltà Cattolica" – magnifico combatiente, al menos hasta los años Cincuenta, en favor de la verdad católica y de Roma – que para el actual sucesor de Pedro la doctrina, la tradición y la liturgia se han convertido en la facultad y la posibilidad de dar un parecer y "ofrecer un servicio", es una humillación que se le podría haber ahorrado a la Iglesia.
En "la Repubblica" del 1 de octubre leemos otros discutibles enunciados de Papa Bergoglio. Descubrimos que “el proselitismo es una solemne tontería, no tiene sentido”, como respuesta al tema de la conversión propuesto irónicamente por Eugenio Scalfari ("¿Usted quiere convertirme?"). Pero buscar la conversión del otro no es una “tontería”; se puede hacer de manera tonta, o sublime, como muchos santos. Recuerdo que los cónyuges Jacques y Raïssa Maritain, también ellos unos conversos, deseaban ardientemente y actuaban para la vuelta a la fe de sus grandes amigos. ¿Por qué eludir el tema de la conversión confundiéndola con “proselitismo”, palabra gravada por una connotación peyorativa?
Después hemos leído que, frente a la objeción relativista de Scalfari: “¿Hay una única visión del bien? ¿Y quién la establece?”, el Papa concede que “cada uno de nosotros tiene su visión del bien” y “nosotros debemos incitarlo a proceder hacia lo que él piensa que sea el bien”.
Pero si cada uno tiene “su visión del bien” que debe ser capaz de realizar, dichas visiones sólo podrán ser muy distintas, en contraste y en conflicto a menudo mortal, como demuestran la crónica y la historia. Incitar a proceder según la visión personal del bien es, en realidad, incitar a la lucha de todos contra todos, una lucha infatigable, porque es realizada para el bien y no para lo útil u otra contingencia. Por este motivo las visiones particulares – incluso aquellas guiadas por las intenciones más rectas – deben ser reguladas por un soberano, o en la época moderna, por las leyes, y en última instancia por la ley de Cristo, que no tiene ningún matiz concesivo en términos individualistas.
Tal vez el Papa Francisco quería decir que el hombre, según la doctrina católica de la ley natural, tiene la capacidad originaria, un impulso primario y fundamental, dado a todos por Dios, de distinguir lo que en sí es bien de lo que en sí es mal. Pero aquí se introduce el misterio del pecado y de la gracia. ¿Se puede exaltar a Agustín, como hace el Papa, y omitir que en lo que el hombre "piensa que es el bien” también actúa siempre el pecado? ¿Qué pasa con la dialéctica entre la ciudad de Dios y la ciudad del hombre y del diablo, “civitas” del amor de sí mismo? Si el bien fuera lo que el individuo "piensa que sea el bien", y la convergencia de estos pensamientos salvara al hombre, ¿qué necesidad habría de la ley positiva en general, de la ley de Dios en particular y de la encarnación del Hijo?
Sostiene también el Papa: "El Vaticano II, inspirado por el Papa Juan y por Pablo VI, decidió mirar al futuro con espíritu moderno y abrirse a la cultura moderna. Los padres conciliares sabían que abrirse a la cultura moderna significaba ecumenismo religioso y diálogo con los no creyentes. Se hizo muy poco después en esta dirección. Yo tengo la humildad y la ambición de querer hacerlo”.
Todo ello suena como un "a priori" poco crítico. ¡Cuánto “ecumenismo” y cuánto “dialogo” destructivo, subalterno a las ideologías de lo Moderno, hemos visto obrar en los decenios pasados, a los que sólo Roma, desde Pablo VI a Benedicto XVI, ha puesto freno! El Bergoglio que criticó las teologías de la liberación y de la revolución no puede no saber que el diálogo con la cultura moderna realizado tras el Concilio fue algo más que un educado “ecumenismo”.
Papa Francisco confirma ser el típico religioso de la Compañía de Jesús en su fase reciente, convertido por el Concilio en los años de formación, especialmente por lo que yo llamo el “Concilio externo”, el Vaticano II de las expectativas y lecturas militantes, creado por algunos episcopados, por sus teólogos y los medios de comunicación católicos más influyentes. Uno de esos hombre de Iglesia que, en su tono de cercanía y ductilidad, en sus valores indudables, son también los “conciliares” más rígidos, convencidos medio siglo después de que el Concilio aún debe llevarse a cabo y que las cosas hay que hacerlas como si aún estuviésemos en los años Sesenta, en un cuerpo a cuerpo con la iglesia de Papa Pacelli, la teología neo-escolástica, bajo la influencia del paradigma laico o marxista de modernidad.
Al contrario: lo que ese “espíritu conciliar” quería y podía activar ha sido dicho y experimentado durante decenios, y hoy se trata, sobre todo, de hacer un balance final crítico de sus resultados, algunas veces desastrosos. El mismo anuncio tenaz de Papa Francisco de la misericordia divina corresponde a una actitud pastoral ya corriente en el clero, hasta ese laxismo que el Papa, por otra parte, censura. No solo. El tema del pecado ha desaparecido prácticamente de la catequesis, liquidando con ello la necesidad misma de la misericordia. Más que promover genéricamente actitudes de misericordia, hoy en día se trata de reconstruir una teología moral hecha menos de palabras y en grado, de nuevo, de guiar al clero y a los fieles en cada caso concreto. También en lo que se refiere a la teología moral el camino para una verdadera actuación del Concilio fue reabierto por la obra magisterial de Karol Wojtyla y Joseph Ratzinger.
Algunos sostienen que Francisco puede ser, como Papa postmoderno, el hombre del futuro de la Iglesia, más allá de tradicionalismos y modernismos. Pero lo postmoderno que puede arraigar en él – como la licuefacción de las formas, la espontaneidad en las apariciones públicas, la atención a la aldea global – lo hace sólo en la superficie. Con su ductilidad y sus esteticismos, lo postmoderno es poco plausible en un obispo de América Latina, donde en la “inteligentsia” ha dominado durante mucho tiempo, hasta ayer, lo Moderno marxista. El núcleo sólido de Bergoglio es y sigue siendo “conciliar”. En el camino emprendido por este Papa, si se confirma, veo sobre todo la cristalización del “conciliarismo” pastoral dominante en los cleros y en los laicados activos.
Ciertamente, si Bergoglio no es postmoderno, su recepción mundial lo es. El Papa gusta a la derecha y a la izquierda, a practicantes y a no creyentes, sin discernimiento. Su mensaje prevalente es “líquido”. Sin embargo, sobre este éxito no se puede edificar nada, sólo se puede volver a amalgamar algo ya existente, y no lo mejor.
Señales preocupantes de dicho ser “líquido”, para quien no sea propenso a la cháchara relativista de esta modernidad tardía, son:
a) la concesión a frases hechas del tipo “cada uno es libre de hacer…”, “quién dice que las cosas tengan que ser así…”, “quién soy yo para…”, dichas con la convicción de que son dialógicas y actuales. El presentarse como un simple obispo para justificar comportamientos pocos formales; todo ello no cubre y no podrá cubrir el distinto peso y la distinta responsabilidad que, en cambio, tienen sus palabras, cualquier palabra, porque el obispo de Roma y el Papa coinciden;
b) la falta de control por parte de personas de confianza, pero sabias y cultas, e italianas, de los textos destinados a su circulación, tal vez por el convencimiento papal de que no es necesario;
c) una cierta inclinación autoritaria (“yo haré todo para…”) en singular contraste con las frecuentes proposiciones pluralistas, pero típica de los “revolucionarios” democráticos, con el riesgo de colisiones imprudentes con la tradición y el "sensus fidelium";
d) además, es incongruente que Papa Francisco tome continuas iniciativas de comunicación pública individual y no quiera que se le filtre (la sintomática imagen del apartamento papal como un embudo), lo que revela una indisponibilidad para sentirse hombre de gobierno (algo más difícil que ser un reformador) en una institución tan alta y “sui generis” como la Iglesia católica.
Su comportamiento es, a veces, el de un directivo moderno e informal, de los que se conceden mucho a la prensa. Pero su aferrarse a personas y cosas que están fuera – colaboradores, amigos, prensa, opinión pública, el mismo apartamento en Santa Marta está “fuera” – como si el hombre Bergoglio temiera no saber qué hacer una vez se hubiera quedado sólo, como Papa, en el apartamento de los Papas, no es positivo. Y esto no podrá durar. También los medios de comunicación se cansarán de prestar apoyo a un Papa que tiene mucha necesidad de ellos.
Dos última observaciones:
1. A quien invoca el estilo ignaciano de acercamiento al pecador, o al lejano, yo le replico que ése estilo concierne a la relación en el foro interno o la dirección de conciencia o el coloquio privado. Pero si el Papa se expresa así en público, sus palabras entran en la corriente del magisterio ordinario, se convierten en catequesis. Todos sabemos que el lema “conciliarista” “del bastón a la misericordia” aspiraba no tanto a dulcificar a los confesores, como a debilitar la autoridad de Roma.
2. El modelo expresivo elegido por Bergoglio no puede ser llevado al límite de arrollar el magisterio ordinario y hacerlo poco o nada complaciente. Los poderes de un Papa no se extienden a la naturaleza misma del propio "munus", que lo transciende y le impone unos límites. No apruebo los extremismos tradicionales, pero no hay duda alguna de que la tradición es la norma y la fuerza del sucesor de Pedro.
Traducción en español de Helena Faccia Serrano, Alcalá de Henares, España
© www.chiesa.espressoedit.it
Religión en Libertad.
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