por Marco Pedersini
Raghada al-Wafi camina raudamente por las calles del barrio de Karrada, en la rivera del Tigris que mira el corazón acorazado de Bagdad, la Green Zone. La acompaña su esposo, está contenta, sonríe.
Es el domingo 31 de octubre de 2010 y tienen una linda noticia que dar al padre Thair Abdallah, el joven sacerdote que los unió en matrimonio: Raghada espera un bebé. Van hacia Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, la gran iglesia siro-católica del barrio, cuyo ingreso vigila una gran cruz.
En la misa del domingo en la tarde hay doscientos fieles, incluida una familia caldea y una ortodoxa. El Padre Wasim confiesa cerca del ingreso, a la sobra de las macizas puertas de madera. Su hermano de comunidad, el anciano padre Rafael Qusaimi, está dando las últimas instrucciones al coro antes de la celebración. Inicia el canto y el padre Thair aparece a la derecha del ábside, dirigiéndose con pasos rápidos hacia el altar.
En el año litúrgico siro-católico, es el domingo de la dedicación. Una voz hace resonar las lecturas. La Carta a los Hebreos 8, 1-12, que cita al profeta Jeremías: " He aquí que días vienen, dice el Señor, y concertaré con la casa de Israel y con la casa de Judá una nueva Alianza, … Pondré mis leyes en su mente, en sus corazones las grabaré; y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo". Evangelio de Mateo 16, 13-20: "'Y vosotros ¿quién decís que soy yo?' Simón Pedro contestó: 'Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo'. Replicando Jesús le dijo: 'Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella'".
Son las cinco y cuarto y el padre Thair está por terminar la homilía, cuando fuera de la Iglesia una ráfaga de metralleta rompe el silencio. El sacerdote trata de tranquilizar a los fieles, los disparos sin duda son dirigidos a otro lado, dice, no hay nada que temer, es lo normal en un país que desde hace años no tiene oídos sino para los ruidos de la guerra. Pero los disparos siguen y luego ocurre una fuerte explosión, cerca del portón de la Iglesia. Los fieles están aterrorizados, quisieran escapar pero no hay dónde. "Levantémonos, recemos juntos", insiste el padre Thair. No puede saberlo, pero a pocos pasos de la Iglesia hay un comando armado que está dando el asalto a la sede de la Bolsa. Una bomba de mano ha matado a dos de los guardias que vigilan el palacio. Los otros guardias han respondido al fuego, hiriendo a uno de los asaltantes, que es arrastrado fuera por sus compañeros hacia el atrio de la iglesia. Los terroristas retroceden con las metrallas desplegadas, con las espaldas hacia la fachada, y uno de ellos activa el explosivo con el que han rellenado el jeep Cherokee negro estacionado frente a la iglesia. El jeep explota en una nube de polvo y los guardias de seguridad están desorientados. Creen que acaban de rechazar un ataque a la Bolsa y en cambio esto ha sido sólo un distractor, para un ataque de escala bastante mayor.
El padre Wasim trata de mantener cerrado el portón de madera de la iglesia, pero es arrojado atrás por el comando de hombres armados que irrumpen con el rostro cubierto, con el uniforme del ejército iraquí: un engaño clásico del repertorio jihadista. En el fondo de la iglesia, detrás del altar, los otros dos sacerdotes están empujando la mayor cantidad de fieles hacia la sacristía, para protegerlos del ataque. "¡Déjenlos a ellos, tómenme a mí!", grita el padre Wasim, que recibe al instante una bala en medio del pecho. El que lo hiere ni siquiera sabe a quién dispara. El sacerdote aprieta sus manos al pecho y el hombre se gira hacia el compañero que está a su lado: "¿quién es este?". "Es un sacerdote", responde el otro, y descarga una ráfaga sobre el agonizante padre Wasim.
"¡Déjenlos tranquilos, tómenme a mí!", grita también el padre Thair desde el altar. También él es eliminado en un instante y muere entre los brazos incrédulos de su madre.
El padre Rafael logró empujar en la sacristía, a la derecha del altar, unos setenta fieles antes que los terroristas se lancen contra la puerta. Esta resiste pero los asaltantes encuentran una alternativa: la habitación tiene una pequeña ventana sin vidrios, en lo alto, que da al exterior, y lanzar por allí adentro algunas bombas de mano es un juego para los jóvenes carniceros. La esquirla de una granada golpea al padre Rafael, hiriéndolo gravemente en el abdomen. Otros son alcanzados por los proyectiles que perforan la puerta. Una mujer cierra a su hijo de cinco años en un cajón, salvándolo del ataque.
La madre del padre Thair no puede saberlo, pero está por perder a su otro hijo que la había acompañado a misa. Los terroristas hacen que todos se tiren por tierra, excepto los varones jóvenes. Estos deben permanecer de pie. Los abaten uno por uno.
Si no fuera por el color arenado, las arquitecturas limpias de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro parecerían instalaciones extrañas respecto a los muchos palacios en torno. La imponente cruz sobre la fachada sobresale a las casas bajas, recuerdo de un tiempo en el Bagdad era una ciudad multicultural que acogía gente de todo Irak. El Tigres envuelve el barrio de Karrada por tres de sus lados, convirtiéndolo en una península musulmana chiíta con fuerte presencia cristiana, en el corazón de la ciudad. Para llegar de la Green Zone basta atravesar el río, pero las fuerzas especiales iraquíes llegan a la iglesia recién a las seis de la tarde, cuarenta y cinco minutos después del ataque.
Mientras tanto, dentro, el comando armado mantiene de rehenes a los sobrevivientes e impone el silencio disparando al primer signo de movimiento. Entre los jihadistas al menos tres son muchachitos, entre catorce y quince años. Cada uno de ellos viste una correa explosiva - con esferas de metal para aumentar el potencial mortal - y dispone de una ametralladora y bombas de mano. El gobierno dirá luego que eran cinco, no iraquíes, y que murieron durante el ataque. La prueba contundente de su proveniencia de afuera serían los cinco pasaportes (tres yemenitas y dos egipcios) encontrados entre las ruinas, limpiadas el día siguiente a toda prisa mientras el ejército blindaba el ingreso de la iglesia para que ninguno pudiera ver la masacre. Los testigos confirman que los asaltantes no hablaban dialectos iraquíes, sino el árabe clásico que se usa entre árabes de nacionalidades diferentes. Según el acento, seguramente había egipcios y también un sirio. Es un detalle relevante, dado que la estrategia de Al Queda en Irak es comandada desde las zonas que están en el límite con Siria, donde operan los jefes terroristas como Abu Khalaf, el comandante militar asesinado hace poco, y su gran ideólogo, el "jeque" de setenta años, Issa al Masri. Issa, que en árabe quiere decir Jesús.
Pero los relatos de los testigos hablan de ocho personas y de al menos otro que dirigía las operaciones desde la terraza que circunda el techo de la iglesia. Quizá fueron más, a juzgar por las operaciones con las que casi un mes después, el sábado 27 de noviembre, las fuerzas de seguridad iraquíes han arrestado una célula de al Qaida en el barrio de al Mansour, en Bagdad: doce hombres, con material tóxico y siete toneladas de explosivo, los cuales confesaron haber participado del ataque a la iglesia. El plan inicial debía ser diferente: irrumpiendo, el comando jihadista llevaba consigo cuatro maletas de explosivos, que deberían haber explotado en torno al perímetro de la iglesia, para hacerla derrumbar matando de esa manera a todos los doscientos fieles presentes en la misa dominical. Por qué motivo las cosas no fueron así es un secreto que los cinco terroristas se han llevado a la tumba, o quizá está sepultado en la mente del desconocido vestido de civil que un guardián jura haber visto salir de la escuela adyacente a la iglesia. Los sobrevivientes cuentan que hacia la mitad del asalto uno de los terroristas llamó a alguien en el exterior con un walkie talkie. "Hemos terminado con los proyectiles, ¿qué hacemos?". Una orden veloz, con un resultado siniestro: "bien, entonces a partir de ahora usamos las bombas".
Dentro de la iglesia, mientras mantienen de rehenes a los fieles, los terroristas se muestran extrañamente seguros no obstante el asedio del ejército iraquí y el ronquido sordo de los helicópteros americanos que controlan la situación desde lo alto. Están tan a sus anchas antes del maghrib, la oración de la tarde, y luego al ishà, la de la noche, en medio a los cuerpos de sus víctimas.
Las fuerzas armadas, en el exterior, esperan no se sabe qué cosa, porque es claro para todos que no habrá ninguna oferta de mediación, de ninguna de las dos partes. Un dependiente laico de la curia de Bagdad que se precipitó al lugar del asedio trata de ayudar. Es decidido, quiere aprovechar su conocimiento detallado de la planta del edificio para destrabar la situación. Pero apenas trata de ofrecer su ayuda a los militares, obtiene solamente un seco "esto es asunto nuestro, vete". Los soldados rechazan bruscamente también a un hombre que les implora hacer algo para salvar a su mujer y a sus dos hijos, un muchacho y una muchacha, retenidos dentro de la iglesia. La situación detenida dura casi tres horas.
Cae la noche. Los muros de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro se vuelven de color rojo para luego ennegrecer. El asedio queda detenido en un ocaso irreal, vuelto túrbido por el ofuscamiento del aire, por todo el tiempo que corre de la llegada del ejército iraquí hasta el asalto final para intentar liberar a los rehenes. Disparos intermitentes rompen el silencio, marcando el ritmo del enfrentamiento a distancia. Ninguna de las dos partes estudia a la otra: se espera hasta que no llegue el momento de recitar el final ya escrito.
Los terroristas disparan a quien sea que tome un celular, como demuestran las heridas de dos muchachas, heridas en la mano y en el brazo cuando sus teléfonos comenzaron a sonar. Disparan al primer sonido sospechoso y los niños que lloran son asesinados al instante. Entre los cuerpos extendidos, los muertos permanecen intercalados con los vivos. Una muchacha contará: "una lámpara me había caído encima, bloqueándome la cadera. Tenía las astillas de vidrio incrustadas en la piel, el pie de un hombre sobre la cabeza y el cuerpo de una muchacha que me apretaba el pecho, bañándome con la sangre que brotaba de sus heridas". Mientras sentía los proyectiles rozarle muy cerca, pudo llamar a su familia que la esperaba en casa: "Estaba segura de morir y quería despedirme de ellos, decirles por última vez: los quiero mucho". Alguno al mando dispara sobre las estufas de calefacción, para asfixiar con su gas a quien está tendido cerca de ellas.
El crucifijo se convierte en un blanco para los proyectiles. Los terroristas lo acribillan de balas - cuentan los sobrevivientes - mientras gritan mostrando desprecio: "¡Vamos, díganle a Él que los salve!". Y también: "ustedes son infieles. Estamos aquí para vengar la quema de libros del Corán y las mujeres musulmanas puestas en la cárcel en Egipto". Aluden a la falsa noticia, desmentida incluso por los Hermanos musulmanes pero que es usada como pretexto por al Qaida para la ofensiva contra los cristianos, según la cual la Iglesia copta egipcia habría recluido en un convento a Camila Chehata y Wafa Constantine, esposas de dos sacerdotes coptos, como castigo por su conversión al Islam.
Cuando terminan las balas, la granada reventada por un terrorista pone fin también a la vida de Raghada y del niño que llevaba en su seno. Según algunos testigos, la mujer habría encontrado la muerte abrazada fuertemente a uno de los terroristas, que la habría tomado con él para luego hacerse explotar. Ni siquiera el esposo vivirá para ver la irrupción del ejército iraquí, que comienza a cargar compacto desde el ingreso principal de la iglesia, enésima prueba de la ignorancia de los militares no preparados y mal guiados. "Los marines son más inteligentes", hace notar el padre Giorgio Jahola, un sacerdote de Mosul venido a Roma al Policlínico Gemelli con los heridos que necesitan atención. "Todo el perímetro de la iglesia está circundado por ventanas, a las que se puede fácilmente por las terrazas. Los ingresos laterales acostumbraban estar obstruidos por barras de cemento, pero las autoridades primero los habían hecho remover precisamente en los dos días anteriores al ataque. Por lo tanto habían otros pasos disponibles".
Los terroristas estaban listos: ya habían recitado la plegaria del martirio: "Alá es el más grande, Alá es el más grande, no hay otro Dios excepto Alá". Y estaban decididos a hacerse explotar. Dos lo lograron, un tercero fue bloqueado por los militares iraquíes cuando, a las 21:05, desconectaron la corriente eléctrica y una voz gritó: "Somos las fuerzas iraquíes, pónganse de pie cálmense: os salvaroms
El asalto no será recordado entre los más fulminantes de la historia: el intercambio de proyectiles duró veinte minutos, hasta las 21:25 para librar la nave de la iglesia y la sacristía. El acceso a la iglesia ha sido luego liberado y, en el desorden de los auxilios, los familiares comenzaron a recorrer frenéticamente de un hospital a otro, con la esperanza de encontrar a sus seres queridos aún con vida en alguna parte. Dentro y en torno a la iglesia se contaron 58 muertos, excluidos los asaltantes.
Tres días después, martes, mujeres vestidas de negro acompañan siete ataúdes envueltos en una bandera iraquí. El ministro de los derechos humanos, el cristiano Wijdan Mikheil, está en la ceremonia junto al líder político chiíta Ammar al Hakim, que tiene el rostro regado por las lágrimas. El humo del incienso impregna el aire, mientras más de setecientas personas saludan a los heridos cubiertos de flores que avanzan lentamente hacia el altar. Dos de ellos custodian los cuerpos del padre Thair y del padre Wasim. Un instante más y serán sepultados junto en el cementerio que está bajo su iglesia, pobre y profundamente adolorida.
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Traducción en español de Juan Diego Muro, Lima, Perú.
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