P. Pie-Raymond Régamey, OP
Pie-Raymond Régamey (1900-1996) fue un reconocido sacerdote dominico y un historiador del arte. Nacido en una familia protestante, se convirtió al catolicismo en 1926.
Integrar la actividad intelectual a la vida es algo que no se hace solo.
Nos imaginamos de buen grado que nos basta elegir los estudios a los cuales nos parece conveniente dedicarnos y ordenar el tiempo que debemos consagrarles: durante ese tiempo se tratará solamente de una técnica intelectual, de un arte de conducir nuestras facultades de conocimiento y no de una virtud moral. La virtud se nos presenta entonces como algo exterior al estudio. Ella es “prudencia”. Es decir, que para este estudio debemos utilizar sabiamente el tiempo de que disponemos y nuestras demás posibilidades, según nuestras vocaciones, en nuestras situaciones concretas. ¿Qué más queremos? Santo Tomás nos sorprende cuando coloca una virtud moral presidiendo el estudio [1].
Nuestro asombro crece al constatar que él considera a esta virtud como una forma de templanza: no solamente desea que demos una sabia medida a nuestras tendencias espontáneas en los actos de conocimiento, piensa además que en éstos el acento debe colocarse sobre un freno. Pero, si la moral o la espiritualidad (es todo uno) tiene algo que ver en ellos, ¿no es más bien en un sentido opuesto? Sabemos muy bien cómo debemos sacudir nuestra pereza, estimularnos a fin de afrontar las dificultades, renovar sin cesar nuestro esfuerzo de atención, vencer las tentaciones de facilidad: la de registrar simplemente las nociones y la del funcionamiento rutinario de nuestra razón; es difícil aplicarnos y hacerlo para penetrar realmente lo que está en causa. Dicho de otra manera, si hay una virtud del estudio en sí mismo, parece que tendría que ser una especie de coraje. Ahora bien, no contento con querer que efectivamente haya una, santo Tomás hace de ella precisamente un freno de la curiosidad. ¿No es extraño? Desde el momento que uno permanece sabiamente en los límites que corresponden al estudio, ¿puede equivocarse al querer conocer cada vez más? Todos los grandes espíritus estimulan nuestro espíritu. San Agustín nos grita: Intellectum valde ama, “Desea mucho comprender”, y: “Busca como quien debe encontrar; encuentra como quien debe buscar todavía”. El mismo santo Tomás murió antes de los cincuenta años agotado por el exceso de trabajo.
Todo se aclarará si comprendemos radicalmente la malicia de la curiosidad. Entonces veremos cuánta moderación hace falta para integrar el estudio a la vida y que es esa misma moderación la que debe presidir este estudio.
I. El Vicio de la Curiosidad
La curiosidad, el más radical de los vicios
Lo que nos ocupa, es nada menos que la opción más radical que solicita al hombre: ¿en su vida dará él la primacía real a la inteligencia o al amor? La pregunta es tan grave que debemos ver bien cómo se plantea en su última profundidad y la malicia de la curiosidad nos va a ocupar la mayor parte de este artículo.
Cuando uno la profundiza, la cuestión, en apariencia anodina, de la sobriedad, toma de pronto una apariencia inesperada: vemos surgir allí el riesgo de conceder, en la vida, la primacía a lo imaginario. Las cuestiones de la templanza en la comida y la sexualidad están dominadas por el riesgo –célebre– de dar la primacía a los sentidos. Ahora bien, la libido sciendi es más radical en el hombre y sin duda le es más funesta, cuando está desordenada, que la exaltación de su imaginación, sus concupiscencias sensuales y aún su temor a la muerte.
Nada más radical, porque nada es más íntimo al espíritu y nada hay tampoco a lo cual el espíritu esté más inclinado naturalmente. La autosuficiencia es la tentación propia del espíritu, porque éste está hecho para darse razón de lo que concibe. Tomarse por norma absoluta le es, pues, un movimiento natural, decidiendo por sí mismo y sin otra instancia, los fines y los caminos para alcanzarlos. El pecado principal, el de Adán, fue hacerse “árbitro del bien y del mal” (Gn 3, 5), “volverse el principio de su propia conciencia moral..., decidir sobre su bien y su mal en función de sus deseos y sus gustos... hacer de la escala de sus deseos la escala de sus valores” [2]. Ahora bien, este pecado ha retornado a su raíz intelectual; la malicia por excelencia, que es comportarse como causa primera y fin último de sí mismo, no deja de incitar a la inteligencia a ejercer sin ninguna norma superior la posesión de sí misma: la disposición de su mirada, el desarrollo de su discurso.
“El pecado de conocimiento” es por eso uno de los mitos eternos de la humanidad [3]: Psyjé quiere ver a Eros dormido, enciende su lámpara, y una gota de aceite cae sobre el amante divino que se despierta y desaparece para no volver. Orfeo, después de haber arrancado a Eurídice al dios de los muertos, se vuelve para verla y la pierde para siempre. La mujer de Lot se da vuelta para ver arder las ciudades malditas y se transforma en estatua de sal. El único árbol del que estaba prohibido comer en el paraíso es el de la Ciencia.
La Revelación ilumina este enigma inquietante. La “ciencia” culpable y nefasta –y falsa ya en sí misma, según la exigencia plena del espíritu– es la del “Bien y del Mal” o dicho de otro modo, como lo hemos recordado, la que procede de la pretensión de decidir a su gusto sobre el Bien y el Mal. En sí mismo, el conocimiento no es malo. Pero para que se vuelva benéfico y para que sea espiritualmente recto es necesario que se desenvuelva bajo la atracción del fin que Dios asigna al destino espiritual. Como se ha dicho admirablemente, “para toda la Biblia, conocer es entrar en una gran corriente de vida y de amor que ha brotado del corazón de Dios y que conduce a él” [4]. Cuando se trata de realidades espirituales o del significado profundo de cualquier cosa, no se tiene su sentido, como significación “según la Verdad total”, sino cuando se va en su sentido, como dinamismo orientado: este sentido va, de hecho, a Dios. Es necesario “hacer la Verdad” para reconocer la luz y para acogerla. El insensato es el que habla de Dios y de todo lo que se relaciona con Dios, fuera del sentido de Dios.
Darle su sentido al saber
Por supuesto, los conocimientos que provienen “del orden de los cuerpos”, como dice Pascal, lo que constatan nuestros sentidos, las comparaciones que hacemos entre estas constataciones, sus combinaciones indefinidas, los razonamientos que ordenan las nociones, en todo esto, por supuesto, la inteligencia tiene todo lo necesario para desarrollar un prodigioso saber, desbordando la capacidad de miles de cerebros y construyendo una poderosa civilización técnica. Pero, ¿le da su sentido, según el destino real del hombre?...
En esta empresa, los errores que se cometen solamente a nivel “del orden de los cuerpos” son poca cosa en relación al carácter doblemente insensato de este conocimiento. En primer lugar, en sí mismo, este saber no es más que un tener. Se adquieren nociones. Simple como es, el espíritu debería integrarlas a su ser, y esta integración dado que está destinada al infinito, no tendría razón de ser sino en virtud del sentido de ese destino, en el movimiento del don de sí a la Verdad. Por el contrario, si pone su fin en el interés de esas cosas cuyas nociones adquiere, su apertura infinita no tiene otro efecto que el de hacerle multiplicar indefinidamente la búsqueda de nuevas nociones; las mira una y otra vez, y otras más, con la avidez insaciable de un mirón. Fuera de la luz que viene de la Verdad, que es de hecho el Bien infinito, el Amor eterno, fuera del movimiento del amor que responde a esa animación, la curiosidad presenta entonces esta primera perversión de ser esencial e indefinidamente posesiva, de ser una forma de la concupiscencia de los ojos. Sin duda, el simple análisis fenomenológico dará cuenta de ello; la fe da de entrada la última palabra al corazón simple. Agreguemos que en esto, como en todo, pero aquí en el principio mismo, poseer es ser poseído: la persona se exilia de sí, se ausenta de la “verdadera vida” en la multitud de las cosas.
A esta forma viciosa de la curiosidad le sigue otra: en este régimen, la mirada espiritual no se dispone más que para aquellas nociones que la cautivan, colocadas, por otra parte por la razón en el estado que le convienen para que pueda pasar de una a otra, discurrir sobre ellas, abstrayéndolas de su sentido profundo, vital. La inteligencia usa solamente del poder que tiene de poner en marcha su función propiamente racional de abstracción, de juicio y de razonamiento, fuera del sentido verdaderamente espiritual de las realidades en causa. Ella deja que este sentido se embote, y aun se obnubile completamente. Los éxitos sorprendentes que obtienen las ciencias cuyos objetos son susceptibles de medida y en sus aplicaciones técnicas, la incitan a correr por ese camino, amplio como el universo, pero donde todo la distrae tanto de las alturas del espíritu como de las profundidades del drama humano, de lo que san Pablo llama “la miseria presente” (1 Cor 7, 26). Cuando las realidades espirituales vuelven a aparecer en el espíritu, éste solamente las puede concebir de aquel modo y le parecen irreales y absurdas. Esta es la razón principal por la que la fe se pierde en un mundo donde todo tiende a reducirse al régimen de las racionalizaciones. Régimen ciertamente inevitable, pero en el cual le corresponde al espíritu guardar su consistencia y su apertura en virtud de su orientación, en lugar de dejarse cautivar por lo que Kierkegaard llama “lo interesante”, –la “vanidad”, según la Biblia: los intereses que no están dirigidos al fin eterno, que perecerán con lo perecedero.
Cuando uno reflexiona sobre estas dos perversiones que entraña el hecho de que en la vida se dé una primacía real de la inteligencia sobre el amor, nos preguntamos si no es una lógica muy profunda la que hace surgir, a propósito de esta curiosidad, bajo la pluma de santo Tomás, un principio que había dejado implícito a lo largo de sus tratados sobre la fortaleza y la templanza: “Para que el hombre llegue a ser virtuoso, debe cuidarse de las cosas a las cuales más lo inclina la naturaleza” –sobreentendiendo, evidentemente, en la medida en que la inclinación es desordenada. La pereza para aprender, las dificultades que hay que vencer provienen de las condiciones a las que está sometido el espíritu por su condición encarnada, mientras que el exceso en la libido sciendi es una inclinación propia del mismo espíritu. Esta es la razón profunda por la cual la virtud que debe presidir el estudio es más bien una templanza que una forma de coraje.
Esta inclinación natural, por fastidiosa que sea, puede no ser moralmente culpable. Es una de esas disposiciones malas, innatas y luego inveteradas, que gravan la voluntad por efecto del pecado original y de las influencias sufridas. Solamente se vuelve culpable cuando se cede más o menos a ella, “mortal” cuando uno pone realmente su fin último en el saber. En cualquier saber, por otra parte: no solamente en un estudio de las cosas perecederas que uno no refiere a Dios, sino también en aquellas cosas de Dios –Sagrada Escritura, teología– que se dejan en estado “temático” puramente nocional, que no se vivifican con el sentido de Dios.
“La ciencia infla”
Por supuesto, el orgullo y la vanagloria son fácilmente de la partida. El orgullo porque es la malicia radical; la vanagloria porque el saber con el que uno se satisface –en el sentido etimológico de esta palabra, que significa que uno hace bastante– es esencialmente un tener que se infla de suficiencia. Así hay que decir a menudo que la “ciencia infla”, scientia inflat (1 Cor 8, 1). Pero, por frecuente que sea esta hinchazón, su evidencia es tan grosera que debería hacerla evitar. Ella no está en la naturaleza misma del conocimiento, muy por el contrario. Es la traición del mismo. No hay ningún saber que por naturaleza no vuelva modesto, tan pequeño se es delante de cualquier verdad, y la estudiosidad aparece como una especie de humildad. Lo vemos en todos los sabios, por lo menos en la línea de su competencia propia, en el estricto ejercicio de esa competencia –porque ¡qué revanchas se toma también en ellos la vanagloria! En la línea misma del estudio, la tarea de la virtud no es refrenar el orgullo o esa vanagloria, sino más bien esta curiosidad, que yo he oído definir tan bien por el P. Quelquejeu: “El modo de ser de aquél que busca poseer alguna cosa sin ser, que no es capaz de permanecer en el ser”.
Esta curiosidad viciosa resuena en múltiples desórdenes. Siguiendo a santo Tomás anotemos:
- la desvergüenza de la inteligencia que se entrega a estudios por los cuales se experimenta atractivo mientras que se descuidan los que requieren la vocación, el estado;
- la preferencia que por sobre la sabiduría se concede a la seducción de los maestros falaces y de los medios intelectuales que perturban el juicio, desarrollando una mentalidad sofística o materialista. (Tendría que caer de su peso que el espíritu, en forma proporcional a su poder, que vamos a evocar inmediatamente, debe aprovechar los estímulos y las luces que pueden llegarle aún de las fuentes más detestables, pero con la condición de que haga su obra de discriminación; el vicio que estigmatizamos es el de una enfeudación a maestros o a tendencias, a sistemas de pensamiento cuya inspiración es falsa; así, por ejemplo, uno debe aprovechar la crítica de Marx y todos sus aportes positivos, pero no se puede ser seriamente marxista y cristiano);
- la presunción que lleva a emprender estudios demasiado elevados para los pocos dones intelectuales que uno ha recibido;
- la excitación de la sensibilidad, ávida de experimentarlo todo y de gozar de todo: ella disipa el sentido espiritual en el juego de las imágenes; es inútil, ¿no es cierto? insistir sobre la frecuencia de esta desviación en nuestra civilización del “audio-visual”, y del turismo apresurado, donde la multitud de impresiones sensibles aparta del verdadero conocimiento que ella debería informar.
Actualidad del riesgo de la intemperancia intelectual
Agreguemos el gusto por las afirmaciones aventuradas, tanto más perentorias cuanto más aventuradas son. Hoy, se las llama a menudo “búsquedas”, sobre todo cuando arruinan las certezas de principio en virtud de las cuales las búsquedas necesarias podrían ser serias y fructuosas. La mayoría de las veces, proceden de resentimientos contra las caricaturas de la verdad que se han podido recibir de maestros mediocres, o contra la manera tonta en la que uno mismo ha creído, en una etapa superada de su formación, comprender las verdades que ahora se contestan. En la inmensa adolescencia de un mundo que no puede integrar los descubrimientos, los inventos, las concepciones nuevas en las que abunda, estas deformaciones del conocimiento son inevitables, forzosamente numerosas, y pueden ser desastrosas. Es necesario velar sin cesar para no incurrir en ellas y caer bajo su maleficio. Nuestra civilización nos incita a ellas por todas partes al estar totalmente bajo el régimen de la publicidad y de las evidencias inmediatas. La publicidad constituye el clima psicológico de la vanagloria, que cuenta entre sus “hijas”, como lo ha visto muy bien san Gregorio, a la jactancia, la disputa, la obstinación, el afán de las novedades. Las evidencias inmediatas hacen que se pierda el gusto de las realidades espirituales: ese vacío interior, que es la forma más insidiosa de la antigua acedia, se compensa con la “diversión” (en el sentido pascaliano), de la manera más desastrosa para el progreso en la verdad. Santo Tomás describe sus efectos, comentando la enumeración que hace de ella san Isidoro de Sevilla. (Esperemos que este no sea en absoluto nuestro retrato).
“En el centro mismo está la importunidad del espíritu que quiere difundirse y dispersarse. Es la curiosidad que busca conocer a tontas y a locas y que nos lleva a la charlatanería. No solamente la lengua, tampoco el cuerpo se queda en su lugar: es la inquietud revoltosa en la que la agitación de los miembros manifiesta el extravío del espíritu. Si esto va acompañado de una necesidad de cambio, se da la inestabilidad, que se aplica tanto a la movilidad de las resoluciones como a la alternancia de la permanencia en un lugar”.
II. La Virtud General de la Estudiosidad
Comprendemos pues, que el estudio exige esencialmente refrenar la curiosidad malsana, que ésta puede arruinar todo el edificio espiritual y, en consecuencia, que la virtud de la estudiosidad tendrá un papel primordial. Tendrá mucho que hacer y material abundante. Nuestro primer asombro es sustituido ahora por el de ver esas realidades tan desconocidas. Antes, uno se contentaba con “santificar el estudio” con algunas oraciones. Hoy reina el optimismo que alienta toda avidez de la inteligencia y de la imaginación. Se impone toda una rectificación espiritual en el arte de saber.
El mejor camino para reflexionar sobre ello es, sin duda, después de haber visto las cosas en profundidad, considerarlas en toda su amplitud. El estudio propiamente dicho, la ocupación gracias a la cual uno adquiere metódicamente una ciencia o un arte, no es más que el caso privilegiado de lo que designa en general la palabra latina “studium”, aplicación atenta y viva del espíritu a todo lo que debe conocer, aunque no se trate más que de las medidas que debe tomar para hacer un trabajo manual.
Corremos el riesgo de confundir esta actividad de conocimiento, diversificada indefinidamente en el transcurso de la vida en informaciones, reflexiones, atención a mil cosas, con la de la virtud de la prudencia en su primer paso, que es aconsejarnos con nosotros mismos y con los que pueden esclarecernos. El entrecruzamiento, de seguro, es estrecho, pero cuando se trata de decidir lo que se debe hacer, la búsqueda de los conocimientos debe estar polarizada por la singularidad del caso, mientras que aquí tenemos en vista la aplicación a todo lo que nos interesa, independientemente de lo que requiere una acción determinada, nos interrogamos acerca de toda curiosidad virtuosa.
¿De dónde le viene la medida? Evidentemente del fin que se persigue. Es necesario que el fin de toda nuestra actividad de conocimiento (ver una hermosa película, hacer un viaje, leer un libro, comprender el funcionamiento de una máquina) esté de acuerdo, de la manera más orgánica, con la persona que se entrega a ella. Reconocemos aquí la distinción clásica que se debe hacer entre el fin de una obra –por ejemplo, construir este armazón para techar esta casa– y el fin del que hace la obra –el carpintero trabaja para ganarse la vida–: finis operis y finis operantis. Es precisamente por el lado del fin, en el dinamismo vital que él orienta, que se encontrará el principio de integración de las operaciones de conocimiento, que es un problema tan grave. Es muy grave porque la verdad sólo dirige al espíritu, mientras que la vida humana está dirigida por el bien. Esto no significa que la verdad y el bien no se identifiquen en lo absoluto y que toda verdad no sea un bien para el espíritu. Pero, además de que la imperfección propia de cada espíritu humano lo obliga a disponer las verdades en serie, a no ocuparse seriamente sino de las que puede asimilar, de manera que no todas ellas son buenas para él, en lo concreto, el bien de la persona total, según su vocación, en su situación, no es una abstracción, es una “verdad de la vida”, principio último del valor humano de los actos de puro conocimiento como de todos los otros actos. Se buscaría en vano reglas impersonales para moralizar la curiosidad; no las encontraremos ni en los objetos de conocimiento, ni en el modo del mismo. Las vocaciones son muy diversas. Hay que saber cuál es el sentido de la vida humana, el de tal vida. Si se lo ignora, nada pondrá remedio a los males que hemos observado. Por el contrario, si se descubre ese sentido, si éste asegura su imperio, una conciencia leal discernirá poco a poco la naturaleza y la gravedad de las desviaciones que ella ni sospechaba, y las direcciones en las cuales se deben orientar sus intereses y las grandes constantes que deben presidir esos programas de vida que hay que establecer y que la variación de las circunstancias obligan a revisar más o menos. El carácter convencional de lo que se dice en general y la arbitrariedad con que se aplica a los casos personales, son demasiado evidentes a aquellos a quienes tratamos de predicar. Lo que más falta es, precisamente, lo más decisivo: el despertar al sentido personal de la vida, y luego, en la vida, la fidelidad a ese impulso, orientado con vigor y rectitud. Él solo constituye, en un mismo movimiento, la grandeza y la modestia de una vida. Su grandeza, porque no hay ninguna vida humana cuya significación no sea de una grandeza infinita; su modestia, en la medida que la conciencia de esa grandeza lleva consigo la de carecer de ella y también la de la pequeñez de las cosas que hay que hacer con grandeza. Si reconsideramos con este espíritu, una tras otra, las desviaciones de la funesta curiosidad, ellas aparecen como algo ilógico en una vida realmente orientada en su sentido, según su vocación. En principio, entonces, esta vida debe reabsorberlas progresivamente.
Al final, la estudiosidad ya no tendría sin duda un objeto propio en tanto que virtud moral. Su papel de templanza sería inútil debido a esa reabsorción. Su papel de fortaleza, de valor, de estímulo para sobrepasar las dificultades del conocimiento, estaría asegurado por la misma curiosidad, convertida en virtud, esa ardiente curiosidad que merecen los objetos de este conocimiento. ¿Qué pasiones están en juego en la curiosidad, puesto que es buena? Distinguimos en ella todas las que se dirigen al bien: radicalmente el amor a la verdad y luego el deseo de saber, reforzado contra las dificultades por la esperanza y la audacia y finalmente dilatado por la alegría en la verdad alcanzada. Los que han llegado a ser espirituales no necesitan más motor que estas mismas pasiones para aplicar el espíritu al conocimiento. Es tan importante representarse este maravilloso concierto –sí: tenerlo ya presente en el corazón, en estado de tendencia efectiva– como estar advertido de la malicia y los males de la curiosidad en su agitación indiscreta.
III. La Estudiosidad Propiamente Dicha
En estas perspectivas, vemos fácilmente que la calificación moral corresponderá al estudio propiamente dicho, es decir, a la aplicación metódica, regulada técnicamente, del espíritu que adquiere una competencia en un sector determinado del conocimiento.
Dado que el estudio es una actividad técnica, con el tecnicismo del pensamiento, dado que, como lo recordábamos, sólo la verdad dirige al espíritu, la moralidad propia del estudio será poner al espíritu en las condiciones de poder reconocer puramente su bien en la verdad que persigue con aplicación, y un bien que se refiere vitalmente a su bien pleno. Que la virtud moral de la estudiosidad sea el freno de la curiosidad desviada, quiere decir, en el fondo, que para que nuestro estudio tenga su rectitud moral, nos basta superar lo que lo saca de eje con respecto al sentido de nuestra vida total; sólo entonces, pero ahora con toda simplicidad, el camino está abierto, no tiene más que marchar según sus propias leyes: entonces será moral sin preocuparse de su moralidad.
Se desconoce de tal modo la malicia y los males que acarrea la curiosidad malsana que debemos ponernos en guardia con respecto a ella, como lo hemos hecho, y cada uno de nosotros precisamente en las formas particulares que tiene de ceder a ella en los estudios a los cuales se entrega. Pero si estamos sobre aviso, si nos cuidamos continuamente de ella, si en nuestros estudios estamos animados de una mística de templanza, no será defendiéndonos contra los males que hemos advertido como ejerceremos mejor la función de freno con respecto a ellos: si cumplimos verdaderamente las condiciones que acabamos de mencionar y esto es muy fácil, los dos principios más eficaces para que nuestro estudio se integre a nuestra vida y adquiera valor moral serán la orientación efectiva de nuestra vida en el sentido de nuestra vocación y la técnica misma del estudio. Había pues algo exacto en nuestro primer sentimiento: que no hay necesidad de una virtud especial de la estudiosidad. Pero esto es así solamente gracias a una rectificación general y profunda.
El tecnicismo del estudio, factor de santidad
Esta técnica, que varía indefinidamente de un estudio a otro y que, se sobreentiende, no es moral por naturaleza, no solamente exige, existencialmente, de quien la aplica como corresponde una singular virtud y se convierte, en las vocaciones intelectuales, en el ejercicio privilegiado de todas las virtudes, sino que además no hay vida que, en su totalidad, no saque provecho de ella. Me parece que este beneficio se experimenta precisamente gracias al temple que recibe el alma, obligada a identificar en ella fortaleza y templanza, en la exactitud de la aplicación a los objetos de interés en la intensa lucidez de la atención.
En cuanto a la exactitud, no tenemos más que observar lo que significa en una vida la honestidad intelectual: qué disciplina personal exige para no pretender más que aquellas verdades a las cuales se tiene derecho, a las cuales se les da toda la seriedad que requieren; los esfuerzos que cuesta esta honestidad, tan rara por lo demás, y luego los riesgos que supone para aquel que se atreve a ver lo que ve. Es el “llevado a donde no quería ir” (Jn 21, 18). Por poco que se aplique a los datos actuales de cualquier cuestión, los factores en causa sobre los menores puntos parecen tan contradictorios que no puede ser honesto sin encontrarse muy pronto tironeado por los dos extremos. La grandeza ha sido siempre la presencia simultánea en los extremos, con la moderación que se esfuerza por “llenar lo que queda entre los dos”: en el mundo de hoy son tales los extremos a los que uno por honestidad intelectual está obligado a dirigirse al mismo tiempo, que muy pronto ella resulta trágica.
En cuanto a la atención, ella requiere la paciencia. El P. Chenu ha dicho, hace ya mucho tiempo: “Hay que conservar la paciencia intelectual en la impaciencia del amor”. Cada uno de nosotros ha hecho la experiencia expresada por Simone Weil: “Hay algo en nuestra alma que rechaza la verdadera atención mucho más violentamente de lo que la carne rechaza la fatiga”. Simone Weil describiendo esa atención verdadera constataba sobre todo en ella una negación de sí ante la verdad, aún más, una paciencia, lo que constituye una fortaleza, pero reteniendo su precipitación, lo que constituye una forma de templanza, velando para no creerse “prematuramente colmada” y para “desasirse y retomarse como se inspira y se expira”. Ella asignaba al estudio, a cualquier estudio, en toda vida, este fin: la educación de la atención receptiva, disponible, en vista de la calidad de la oración y del verdadero encuentro con el prójimo.
Estas pocas anotaciones bastarían para hacer sentir que, si la técnica intelectual es un factor de santidad, lo es en virtud del impulso vital que le aplica quien va en el sentido querido por Dios. Necesitaríamos ahora disponer de tiempo para reconsiderar, una tras otra, las diversas formas de curiosidad malsana y veríamos que no solamente se reabsorben, sino que la fidelidad generosa a la vocación exalta la inteligencia en todas sus líneas, en favor de la primacía real que asegura al amor. Esto será fácil de verificar. Por supuesto, el impulso de todo el ser debe, a la vez, abrir hacia la sabiduría todo saber y respetar lo que cada dominio tiene de específico. Y por supuesto también, no produce sus beneficiosos efectos sino cuando es una santa “violencia”, un “hambre y sed”, cuando consagra al Reino de Dios la misma pasión que los ambiciosos de aquí abajo consagran a lograr su éxito, por el cual se equipan de conocimientos y de cualificaciones. Esta hambre y sed de santidad torna “vehemente” la aplicación del espíritu. No ya por sombrío “deber de estado”, como se dice, o como se decía antes, sino por la connaturalidad viva que asegura el amor, desde lo más íntimo del corazón a lo más profundo de las realidades a las cuales lo llama el Dios de amor. Durante el tiempo del estudio, esta connaturalidad, renovada indefinidamente, facilita la concentración de toda la savia de la vida sobre los objetos de la atención. Evidentemente es el amor el que desarrolla las principales cualidades del discípulo que santo Tomás, en su clase inaugural como maestro de teología, caracterizaba así: “La humildad, para someterse a la disciplina; el recto sentido para juzgar bien; la fecundidad del espíritu, gracias a la cual le basta oír pocas cosas para evocar muchas”. La sabiduría en la que el sentido espiritual, la ratio superior, despertada por el amor, abre el saber, es indefinidamente interrogativa. El impulso vital nos dilata porque, conforme a la voluntad de Dios, es la atracción del fin eterno. Confiere a nuestra curiosidad libertad en el andar y hasta jovialidad. Gracias a él, en todos los elementos de la vida se identifican estudio y juego. Esta dilatación del corazón llama al espíritu, y el saber respira la alegría de la verdad, tiende, por austero que pueda ser, hacia el “alegre saber” y la “sobria ebriedad”.
De este modo la vida de grandeza y de moderación alcanza, por el estudio, una de sus más bellas cimas.
Notas:
[1] IIa. IIae., Q 166. Esta virtud de la “studiositas” es anunciada en un cuadro de conjunto de las formas de moderación, Q. 160, art. 2.
[2] Expresiones del P. Barthelemy en: Dieu et son image, Ed. du Cerf, 1964, p. 46.
[3] Notable meditación filosófica a este respecto por F. D´ Hautefeuille en: Revue de Metaph. Et de Morale, 1964, p. 172-178.
[4] En: Vocabulario de Teología Bíblica, dirigido por el P. X. Leon-Dufour.
Texto Original: La Vie Spirituelle, Mayo 1967
Traducción: Hna M. Eugenia Suárez, osb
Abadía de Santa Escolástica, Argentina
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