domingo, 6 de abril de 2014

Legalidad y legitimidad.


por Carlos Daniel Lasa.  
No va a ser la primera vez que vaya a expresar que nuestro modo de ser más profundo está contagiado del relativismo.
Tampoco les resultará nuevo leer que este relativismo ha conducido a desfondar los valores sobre los cuales se establece la vida individual y colectiva de los hombres. Es más: una y otra vez he insistido en señalar el periplo que ha marcado este hombre que rechaza la existencia de toda verdad objetiva y, precisamente por ello, todo valor objetivo.
Ahora bien: esta decisión primera de situarse fuera de todo ordenamiento, fuera de toda ley (anomia) se resuelve, paradójicamente, en la necesidad de que el hombre establezca una ley. En efecto, ¿cómo podríamos vivir en sociedad sin la existencia de una norma que esté por encima de nosotros? Y como no existe verdad ni valor algunos previos a la decisión del hombre de imponer un ordenamiento, la conclusión lógica es ésta: vivir bien, vivir de un modo ético, equivaldrá a cumplir con la ley. La ética, pues, se juridiza absolutamente.
Este pensamiento, que quitó todo principio situado más allá del ámbito de lo jurídico, conduce a la pérdida de uno de los principios que, junto al de legalidad, forman parte de nuestra tradición ético-política: el de legitimidad. Giorgio Agamben (foto) refiere que la crisis por las que están atravesando las democracias modernas es una crisis de legitimidad. Es decir, la ciudadanía no cuestiona las reglas y modalidades del ejercicio del poder sino “el principio mismo que lo funda y lo legitima”[1].
Si este poder está regulado por leyes, y éstas últimas no reconocen otro fundamento que la decisión humana puramente arbitraria, ¿por qué tengo, acaso, que obedecer?, ¿por qué el querer del otro puede situarse por encima de mi propio querer?, ¿puede, en conciencia, “obligarme” una ley que ha surgido de una decisión escindida de la verdad y del bien?
Si, como decía el sofista Trasímaco, la justicia no es otra cosa que el interés del más fuerte[2], (el cual tiene poder para establecer las leyes que sirvan a su propio interés), ¿qué bien puedo esperar de una sociedad así configurada? La única relación posible, ante la colisión entre la poderosa voluntad del Estado y mi débil voluntad, es la de una sumisión mantenida a través de la pura coacción. El Estado, entonces, no manda fundado en la razón sino en el puro arbitrio, en la pura fuerza.
Pero entonces, ¿cómo puede un ciudadano de bien esperar que el Estado haga justicia cuando la misma está totalmente ausente del mismo?, ¿cómo puede, un ciudadano común, acatar la voz de una “justicia” la cual, paradójicamente, está fundada sobre la negación de la misma? De allí que, el bien y el mal, la justicia y la injusticia, el crimen y la honestidad, etc., que se encuentran presentes, cotidianamente en nuestra sociedad, no puedan recibir, por parte del poder político, más que un tratamiento jurídico y procedimental y nunca político y sustancial[3].
La cuestión es sencilla: ninguna sociedad puede funcionar cuando en la misma los puros intereses han reemplazado a la justicia. Un Estado sólo puede edificarse sobre una auténtica justicia, no sobre una “justicia” pensada y ejecutada desde determinados intereses, sino una justicia que descanse en la verdad y que, en consecuencia, sea capaz de otorgar a cada ciudadano aquello que verdaderamente le corresponde.
Una política que pretenda fundarse en un sistema jurídico que descanse sobre la pura arbitrariedad y, por eso, en una anomia natural, conduce a sus instituciones a una muerte segura. Señala Agamben: “Las instituciones de una sociedad se mantienen vivas sólo si estos dos principios (que en nuestra tradición también ha recibido el hombre de derecho natural y derecho positivo, de poder espiritual y poder temporal o, en Roma, de auctoritas y potestas) siguen estando presentes y actúan en ellas si pretender coincidir jamás”[4].
Una sociedad que intente edificarse sobre una anomia natural sienta las bases mismas de su auto-destrucción por cuanto carecerá de toda legitimidad y, sus instituciones serán cadáveres, seres inanimados que sólo son útiles para aquellos que quieren servirse de las mismas.
Agamben cita el texto de la Segunda Epístola de San Pablo a los Tesalonicenses que contiene una profecía sobre el fin de los tiempos. En una parte del mismo se lee: “El misterio de la anomia (en la Vulgata se traduce como mysterium iniquitatis) ya está en acto…”. Y efectivamente, el mal, que adquiere en nuestra sociedad, a diario y de modo constante, diferentes caras, es una realidad que obliga a cada hombre a tomar una posición. El bien es algo que cada individuo y sociedad debe poner en acto a cada momento, lo cual exige la lucha contra todo aquello que no es bueno.
Resulta imperioso que nuestra sociedad salga de la anomia natural y que, encontrándose con lo verdadero y lo bueno, emprenda una lucha frontal contra las diversas caras del mal. Es absolutamente necesario que la clase dirigente deje de participar del baile de disfraces en el que se siente muy cómoda, y pase a una decidida lucha contra la injusticia, contra toda manifestación del mal, que tenga como beneficiario final al ciudadano, al hombre de carne y hueso y no al impersonal “la gente”. Esto no significa que lo malo vaya a ser quitado de la sociedad política: el mal siempre estará con nosotros en este mundo. Se trata, simplemente, de luchar para impedir la habitualidad del mal.
Una dirigencia que luche por el imperio del bien tendrá tal legitimidad que conducirá a gran parte de la ciudadanía a seguir el mismo camino; de esta manera, podrá edificar una sociedad en la que la ley positiva ocupe su justo lugar.
Giorgio Agamben cierra su libro con estas palabras que nos interpelan de una manera radical: “Creo que si se restituye el mysterium iniquitatis a su contexto escatológico, una acción política puede ser de nuevo posible, tanto en la esfera teológica como en la profana. El mal no es un oscuro drama teológico que paraliza y vuelve enigmática y ambigua toda acción, sino un drama histórico en el cual la decisión de cada uno está siempre en cuestión (…) Y es en este drama histórico… siempre en curso donde cada uno es llamado a cumplir su parte, sin reservas y sin ambigüedades”[5].
Creo que tanto la dignidad del hombre como la de la política lo merecen.

*
Notas
[1] Giorgio Agamben. El misterio del mal. Benedicto XVI y el fin de los tiempos. Bs. As., Adriana Hidalgo editora, p. 12.
[2] República, 338c.
[3] Cfr. Giorgio Agamben. El misterio del mal. Benedicto XVI y el fin de los tiempos. Op. cit., p. 31.
[4] Ibidem, p. 13.
[5] Ibidem, p. 58.

Abril, 5, 2014

¡Fuera los Metafísicos!

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