por Alfonso Aguiló
—¿Y no podría Dios, al menos, hacer que las desgracias afectaran menos a los hombres buenos? A veces parece como si se ensañaran con quienes menos las merecen.
Entonces, cuando hubiera un accidente, Dios tendría que enviar un ángel para poner a salvo de forma extraordinaria a los viajeros virtuosos.
Y si una helada destruyera una cosecha, otro ángel tendría que ir para proteger las parcelas del hombre bueno, para que así no le afecten los fríos.
Y si se tratara de una inundación, entonces tendría que contener las aguas, como en el paso del Mar Rojo, antes de que destruyeran la vivienda de la familia honrada. Y volveríamos a lo mismo de antes.
El mundo está sometido a ciertas leyes generales que Dios no suspende sino de vez en cuando, y esas leyes, por lo general, afectan sin distinción a todos. Ya sabemos que lo que va bien a los corderos, va mal a los lobos, y viceversa. Pero no sería sensato que unos u otros exigieran a Dios milagros continuos que perturbasen incesantemente el orden regular del universo.
—Pero entonces parece que los hombres buenos siempre salen perdiendo, porque se privan de las ventajas ilícitas que tienen los malos, y en cambio sufren igual que ellos las desgracias naturales.
Pero, a pesar de todo, los hombres virtuosos son mucho más felices, aun en la tierra, que los viciosos y malvados. Quien se desvía de la moral, obtiene quizá una satisfacción inmediata, pero es siempre una felicidad efímera, cimentada sobre el egoísmo, y que va poco a poco labrando su propia ruina. Una ruina que no vendrá solo en la otra vida, sino también ya en esta.
—Pues a veces se ve a los pecadores bastante felices. Al menos, eso aparentan. No parece que siempre sea cierto aquello de que el mal produce tristeza y el bien, alegría.
Es cierto, pero hay que matizarlo un poco. A veces, efectivamente, nos da la impresión de que es al revés -señala José Luis Martín Descalzo-, porque no siempre vemos tristes a los pecadores, sino que casi parecen más bien rebosar de satisfacción, como si hubieran encontrado su plenitud en el ejercicio del mal. Vemos que la apuesta humana por el bien lleva a la alegría, pero más bien a largo plazo, cuando se ha conseguido una cierta madurez en el alma. Lo vemos como una idea profundamente cierta, pero paradójica y a veces casi insoportable. Porque el hombre honrado sufre. Y en alguna ocasión podemos incluso sentir envidia de esos personajes inmorales que parecen los triunfadores de este mundo.
Pero no debemos engañarnos. A veces, el hombre parece poder convivir sin problemas con el mal, pero no es así. Tarde o temprano advierte que el mal ha entrado muy hondo en él, y que se ha hecho fuerte ahí dentro. Quizá se ha afincado en una zona muy íntima de su ser, y su corrupción no se percibe con claridad desde fuera, pero sin duda está allí.
El bien resulta costoso en términos de esfuerzo, pero es una buena inversión. El mal, en cambio, se compra muy barato. Incluso es agradable al principio. Pero, antes o después, acaba por hipotecar la vida.
La apuesta humana por el mal, aunque sea una apuesta pequeña, viene siempre acompañada de toda una amalgama de sinsabores, de pesares inconfesables y vergonzantes. ¿Qué idea podemos formarnos de la felicidad de esos hombres, que estarán rendidos por sus propios sufrimientos interiores, por su vida llena de temores y sobresaltos, de recelos, de tortuosidades, de ambiciones que se alimentan de intrigas y de bajezas?
La dicha está en el corazón, y va unida al bien. Por eso, quien deja anidar al mal en su corazón, será una persona infeliz, sean cuales fueren las apariencias de éxito y ventura de las que se encuentre rodeado. El vicio introduce siempre un trastorno de la armonía del hombre, aunque en su inicio parezca quizá inocuo. El vicio somete a vasallaje a la razón y a la voluntad. Y cuando lo ha conseguido, atormenta a su pobre sometido con el pensamiento de la muerte, donde no espera ni puede esperar ningún consuelo, y donde teme encontrar el castigo de sus desórdenes.
Es cierto que las claudicaciones morales pueden proporcionarnos placer, dinero, poder, o muchas otras cosas. Pero el coste humano que debe pagarse en la propia carne es siempre muy alto. Al abrir las puertas del alma al mal, lo que este nos otorga ya no nos pertenecerá, pues somos esclavos de aquello a lo que nos entregamos.
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