por Alfonso Aguiló
El combate que el hombre libra contra el mal excede infinitamente los medios de la sola razón. Puede demostrarse en hechos tan actuales como el racismo, la droga o el alcohol. O en todos esos horribles crímenes cometidos por totalitarismos ateos sistemáticos a lo largo del siglo XX: desde el genocidio nazi de Hitler hasta el de Pol Pot en Camboya, pasando por los del leninismo, el estalinismo o el maoísmo.
Lo peor es que la mayor parte de esos crímenes masivos se cometieron en nombre de teorías que en su momento recibieron el aplauso de millones de personas. Fueron auténticos infiernos fabricados por unos hombres que buscaban un mundo que se bastaba a sí mismo y no tenía ya necesidad de Dios.
Y del mismo modo que leyendo a Lenin podía verse que los derechos del individuo no iban a ser respetados en un sistema comunista, estudiando las premisas de la Ilustración aparece bien claro que la Modernidad no cubriría las necesidades globales del ser humano. No basta con la razón –ha escrito Luis Racionero– para que una sociedad sea justa, solidaria y equilibrada. Para que haya equilibrio en la persona y en la sociedad, se necesita atender, junto con la razón, a la voluntad y a la sensibilidad. La persona y la sociedad deben proponerse buscar lo bueno, lo verdadero y lo bello; y eso supone hablar de voluntad, inteligencia y sentimientos; y a su vez de la ética, la ciencia y el arte. Cuando se idolatra un método de la inteligencia, como es la razón, sin encumbrar a su altura la ética y la estética, se desequilibra al individuo y la sociedad. Ese ha sido el fracaso de la Ilustración.
Fracasó por creer que de la razón se deriva automáticamente la ética, lo cual se ha demostrado falso al contrastarse con la realidad. La razón no puede ser salvada por la razón. Eso sería ilusorio. Esos crímenes han demostrado lo que puede llegar a hacer el hombre. Y hemos visto cómo la razón no ha impedido nada.
Los ilustrados creían que mostrando al hombre lo razonable, este lo adoptaría, y la razón sería suficiente para organizar la sociedad. Pero no ha sido así. No basta con proclamar lo razonable para que los hombres lo practiquen.
El comportamiento humano está lleno de sombras y de matices ajenos a la razón, que campean por sus respetos moviendo resortes de la voluntad y el corazón. Es salvar el honor de la razón –asegura Jean-Marie Lustiger– reconocer los peligros que encierra. La razón está en los hombres concretos, y está por tanto sujeta a errores. Puede ofuscarse, puede llegar al extravío, incluso a la perversión. Concebir la razón como la gran soberana, independiente del bien que debe buscar el hombre, es quizá como ponerse en manos de un ordenador: es un instrumento muy capaz, procesa gran cantidad de datos que toma del exterior, todo su desarrollo es perfectamente lógico, pero alguien tiene que asegurar que está bien programado. La verdadera fe es una guía insustituible, pues la razón puede extraviarse.
No quiero con esto menospreciar la razón, sino lo contrario. La razón es una de las más nobles capacidades que distinguen a la especie humana, y nos alegra ver sus triunfos, y las conquistas de la ciencia, y su lucha por construir un mundo mejor. Pero conviene recordar siempre la limitación humana, así como el orden natural impuesto por Dios, que permite al hombre preservar su dignidad y evitar muchos errores.
La historia está llena de cadáveres ideológicos, y a nadie le extraña encontrarlos perfectamente alineados cuando vuelve la vista atrás para aprender de la historia. Y entre ellos, salpicados a lo largo de los siglos, puede verse a toda una legión de profetas que han ido asegurando –sobre todo en los últimos doscientos años– la pronta y definitiva desaparición de la religión y de la Iglesia.
Sin embargo, la historia muestra que son precisamente los que con tanta pasión hacen esas condenas y esas profecías quienes desaparecen uno tras otro, mientras la Iglesia continúa adelante después de dos mil años, y la religiosidad sigue siendo una constante en todas las civilizaciones de todos los tiempos.
La Iglesia, que ha presenciado catástrofes que barrieron imperios enteros, atestigua con su mera subsistencia la fuerza que late en ella. "Los pueblos pasan –observaba Napoléon–, los tronos y las dinastías se derrumban, pero la Iglesia permanece." Algo que hace sospechar que el hecho religioso forma parte de la naturaleza del hombre, y que la Iglesia está alentada por un espíritu que no es de origen humano.
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