por Carlos Daniel Lasa
Nuestra época histórica se ha autodefinido como la era del conocimiento. Con este espíritu, se otorgan títulos que van desde el grado inicial hasta los post; se constituyen carreras inimaginables (ha llegado hasta proponerse una “Licenciatura en artes mortuorias”); se declama una “universidad para todos”; se extienden carreras universitarias a todo pueblo y ciudad; etc.
Esto es una prueba, nos dicen, de la preocupación inédita que existe en nuestros días por la educación. Pero cabe que nos preguntemos: ¿basta con la difusión del conocimiento para educarse?
Es preciso advertir, ante todo, que el conocimiento puede producir en el hombre dos efectos diversos: o bien plenificarlo o bien inflarlo. Ciertamente que con el acto cognoscitivo, mi alma incorpora para sí seres diversos respecto de ella misma. Mediante el acto de conocimiento el alma puede hacerse, de algún modo, todas esas cosas y, con ello, ensanchar su ser. Pero, ¿cuál es la naturaleza de ese ensanchamiento?
El ensanchamiento puede ser de plenitud o hinchazón. Si bien ambas modalidades del ensanchamiento se fundan en el conocimiento, sin embargo, en un caso, el conocimiento produce en el alma una huella tan profunda que llega a configurarla. El alma, en ese caso, se transforma plenificándose, llegando a ser más perfecta y acabada. En el otro, el alma coexiste con el conocimiento sin padecer ninguna modificación: los saberes producen una inflación porque todos los conocimientos adquiridos se ordenan al dominio de una realidad exterior al alma. Ésta permanece inalterable, inmodificable. El conocimiento es considerado, entonces, como mero instrumento, o sea, como un medio ordenado a la manipulación de una determinada realidad (económica, política, jurídica, etc.).
La escuela de hoy, nos dicen los expertos, aporta herramientas que son precisamente los conocimientos. Pero un conocimiento entendido como posibilidad de empoderamiento jamás se vuelve sobre el alma que lo produce y, por eso, resulta imposible que ella sea cada día mejor. De este modo el hombre se adueña del cosmos, de la luna, de los planetas más cercanos, del poder político, etc., pero no puede manejarse a sí mismo por cuanto no es capaz de templar su ira ni de ordenar sus deseos. Resulta paradójico que se ofrezca al hombre de hoy una “educación” para la cual no cuenta el alma y se le exija, al mismo tiempo, que no sea violento y discriminador.
Pero entonces, ¿educa una era del conocimiento que lo considera como mero instrumento de dominio?
La acción de educar tiene por finalidad transformar el alma humana haciéndola más plena, más perfecta. Y por eso, sólo puede existir la educación cuando la misma tiene como objeto la formación del alma misma. En consecuencia, el conocimiento es considerado el acto fundamental del alma humana mediante el cual ella conoce el sentido de todo lo que es y se conoce para ser lo mejor posible. Un conocimiento ordenado, todo él, al dominio del mundo exterior, no educa sino que produce envanecimiento. Al respecto decía Montaigne: “¡De qué nos sirve atiborrarnos el vientre de viandas si no las digerimos y, al no transformarse en sustancia, no nos hacen crecer y nos alimentan?”[1].
El alma, ignorándose y descuidándose a sí misma, se regodea del humo que la rodea aunque jamás la penetra: el conocimiento. Este regodeo hacer surgir un vicio del alma llamado pedantería. Al modo de la rana de la fábula de Esopo, el pedante se hincha y hace alarde de sus conocimientos pero revienta de ignorancia en lo que respecta al conocimiento de sí mismo y al sentido de su existencia. Al pedante le cabría dirigir aquella interrogación que le formulara Sócrates a Eutidemo: “– Dime Eutidemo, ¿no has estado nunca en Delfos? – Dos veces, por Júpiter, -contestó-. –Habrás visto, pues, la inscripción que allí hay escrita: conócete a ti mismo. –Por cierto que sí. –Y ¿no has advertido tal inscripción y procurado examinar quién eres?”
Frente a los pedantes cuyo único interés, como decía Montaigne, es el de recoger “ciencia en los libros (hoy diríamos “apuntes”) y, en vez de digerirla, la llevan en los labios para lanzarla al viento”[2], la lección de la tradición occidental es la de edificar una educación cuyo fin principal sea el de provocar en el hombre un pensar que lo conduzca a conocerse a sí mismo y, al propio tiempo, conocer el sentido de todo lo que es.
Como siempre, sueño con una era del conocimiento en que la educación no adscriba el alma al saber sino que incorpore el saber al alma. Así, en lugar de un alma hinchada, hueca y altanera, la tendremos plena de sentido.
*
Notas
[1] Les Essais de Michel de Montaigne. Édition conforme au texte de l’exemplaire de Bordeaux. Par Pierre Villey. Paris, Press Universitaires de France, 1965, nouvelle édition. “Du pedantisme”, Lib. I, cap. XXV, p. 137.
[2] Ibidem, p. 136.
Agosto 3, 2014. ¡Fuera los Metafísicos!
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