por Alberto Medina Méndez
Afirmar que el Estado es "esencialmente" ineficiente puede resultar una afirmación algo audaz para muchos, pero solo se trata de una mera descripción bastante concordante con lo que muestra el presente.
Es importante no caer en la trampa que proponen los que se sienten a gusto equiparando la realidad con sus propias utopías. No es razonable discutir intentando poner en un plano de igualdad, una evidencia de la vida cotidiana con esa entelequia con la que sueñan los mismos que dicen que el problema son los protagonistas de la historia y no la estructura conceptual sobre la que se edifica cierta visión ilusoria.
Los defensores de la idea del Estado eficiente dicen que existen sobrados ejemplos en la actualidad de naciones que han llevado adelante proyectos exitosos que permiten dejar atrás las recurrentes críticas a las eternas deficiencias que se describen con lujo de detalles.
Lo cierto es que esos países que parecen victoriosos en esta batalla por conseguir esa fantasía, son buenos ejemplos gracias a un proceso de comparación superficial con otros efectivamente peores como los que se conocen tan frecuentemente en estas latitudes. Se trata, en todo caso, de una mirada relativa, que elogia exageradamente desempeños considerados aceptables respecto de otros claramente desafortunados.
Es solo una cuestión de matices, pero no de fondo. El Estado y la eficiencia son conceptos absolutamente contrapuestos, definitivamente incompatibles, que no tienen consonancia alguna. Tal vez para profundizar la discusión sea necesario recordar que la eficiencia está directamente asociada a "conseguir un propósito empleando los medios idóneos" y se debería partir desde allí si se quiere analizar el asunto con seriedad y sin apasionamientos excesivos.
El Estado dispone habitualmente de administradores circunstanciales, simples operadores del sistema, que en general son los que han superado ciertos procedimientos de selección, que en el mejor de los casos son representantes elegidos por el mandato popular en las democracias más desarrolladas, y en otros ni siquiera bajo esa modalidad, sino bajo las reglas de esquemas mas autoritarios y arbitrarios.
En todos los casos, los que toman decisiones son personas que administran un patrimonio ajeno, bienes que son de todos los ciudadanos de una jurisdicción, dineros de cada habitante local. A la hora de orientar esos recursos, aun mediando la buena fe, la mejor de las intenciones y un espíritu saludable, se cae inevitablemente en cierta injusticia.
No es que en el sector privado eso no pueda suceder. También allí se toman determinaciones inadecuadas y se cometen errores, muchas veces groseros. La diferencia pasa por quien paga los costos de esos desaciertos.
Cuando algo sale mal y están involucrados solo privados, pues se trata de decisiones que se han tomado asumiendo la existencia de riesgos y los costos de esas cuestiones las pagan solo los individuos involucrados.
Ahora cuando esas decisiones equivocadas se incurren en el ámbito estatal, los disparates los pagan todos los ciudadanos. Eso significa que cada individuo deberá trabajar más para que nuevamente le sean quitados más recursos ganados con su esfuerzo vía más impuestos, endeudamiento o emisión monetaria.
Los criterios de eficiencia tienen que ver con ideas relacionadas a la austeridad, al lucro y a la humana necesidad de solo gastar con la visión de maximizar utilidades. Al menos así se razona en el medio privado, y hasta en el estrictamente individual y familiar. No es que se trate de un mecanismo infalible, de hecho no siempre sale bien, pero cuando alguien falla el que paga los costos también es ese operador particular y no todos.
En el sector estatal, la austeridad es un concepto casi siempre ausente. A la hora de elegir, de erogar y comprar, no necesariamente se tomarán decisiones como en el sector privado. Se incurrirán probablemente en excesos, lujos superfluos y privilegios que ni se justifican. A cambio de eso se obtendrá un resultado de menor jerarquía, que insume más recursos de los necesarios, al menos si se toma como referencia el criterio con el que se hubiera manejado una inversión llevada adelante con dinero propio.
Al final del camino, la discusión conducente solo debería pasar por minimizar los niveles de ineficiencia. Pero se debe asumir previamente esa ineficiencia intrínseca del Estado, propia de su esencia, que forma parte de sus entrañas más profundas y que no debe ser negada para poder operar adecuadamente. La tarea pasa por atenuar el impacto de esos despilfarros, acotar lo improcedente e incorporar cierta dosis de racionalidad.
No es que no exista forma alguna de lograr parcialmente resultados alentadores. Pero algunos ingredientes son imprescindibles para conseguirlo. La transparencia en el uso de los recursos, la publicación de los actos de gobierno, la información abundante y al alcance de los ciudadanos, permite disminuir el costado negativo de esta innegable realidad.
Los procesos abiertos de información, evitan parte de la corrupción estructural y reducen la chance de que el funcionario de turno seleccione caminos con absoluta discrecionalidad. Se debe trabajar mucho en esta cuestión, pero resulta indispensable entender el problema con claridad y asumir definitivamente que el Estado es esencialmente ineficiente.
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