por Alberto Royo Mejía.
Tantas cosas y tan graves llegaban a oídos del Papa sobre los crímenes de los Templarios, que llegó a dudar de su culpabilidad y trató con los cardenales, de hacer una encuesta formal.
Y como el mismo gran maestre de la Orden, Jacobo de Molay, reclamara una averiguación en regla a fin de que se demostrase la inocencia de los suyos, determinó el sumo pontífice poner manos en el asunto. Bien conocía Felipe la lentitud de un proceso canónico, por eso no quiso aguardar el resultado de la encuesta pontificia. Y de pronto, en la mañana del 13 de octubre de 1307, por un golpe de mano que tomó a todos de sorpresa, los esbirros del monarca apresaron a los dos mil templarios de Francia y se apoderaron de sus bienes muebles e inmuebles.
Con una nube falsa de crímenes escandalosos y repugnantes se trató de sofocar la impresión popular de extrañeza y estupor. Muchos se dejaron engañar por la propaganda, pero no así el Papa, que con fecha 27 de octubre se dirigió al rey para reprocharle acerbamente tan horrible atentado. Para juzgar en materia de religión y de fe, el rey no tiene competencia alguna, y, tratándose de personas eclesiásticas, sólo la Iglesia Romana puede juzgarlas. “Pero tú, hijo carísimo, lo decimos con dolor, despreciando toda regla y a pesar de que nosotros estábamos tan cerca (para que nos consultases), has puesto tu mano sobre las personas y los bienes de los Templarios". Le anuncia la misión inmediata de dos cardenales que le manifestarán su dolor, y en cuyas manos deberá poner hodie citius quam cras las personas y los bienes incautados. Ya no admite duda que Felipe el Hermoso arrojó en prisión a los caballeros del Templo sin licencia ni conocimiento de la Santa Sede. Fué un grave atentado, una infracción de todas las leyes constitutivas de la sociedad en la Edad Media, según las cuales solamente la Iglesia poseía jurisdicción sobre sus miembros.
Pero Felipe era muy hábil, había tomado sus precauciones para ponerse al abrigo de acusaciones personales. Un hecho que no ha sido bastantemente destacado y cuya importancia es capital fué el papel que jugó la Inquisición… El confesor de Felipe el Hermoso, Guillermo de París, era, por nombramiento pontificio, inquisidor general del reino y dirigía a aquellos Padres de su Orden que en cada provincia estaban encargados de castigar la herejía. Guillermo de París se convirtió en agente de Felipe el Hermoso. Puso la Inquisición al servicio del rey: ordenó a los diferentes inquisidores del reino perseguir a los Templarios. Y aquí conviene hacer una distinción importante: sólo el Papa tenía el derecho de encausar a la Orden entera; por eso los inquisidores formaron proceso individualmente a cada templario; de este modo no se cometía ilegalidad alguna, al menos en apariencia. El rey no intervenía sino a ruegos del inquisidor general, el cual le suplicaba poner el brazo secular a disposición de la Iglesia.
Esto era una detestable hipocresía, pero de parte del rey había estricta legalidad. Mas ¿cómo no hacer recaer la afrenta sobre la cabeza de los inquisidores, que prostituyeron a pasiones humanas su temible ministerio y se hicieron cómplices de Felipe el Hermoso? Clemente V no pudo tolerar esta indigna comedia. Habían abusado de sus derechos inquisitoriales, olvidando sus deberes, y el papa los castigó como indignos, suspendió el poder de los inquisidores en Francia y avocó la causa a su tribunal. Felipe el Hermoso recibió con grandes muestras de cordialidad a los cardenales legados, protestó de su fidelidad a la Iglesia, reconoció plenamente los derechos de la Santa Sede, prometiendo poner a su disposición las personas de los Templarios, y se dio por contento de que los bienes de la Orden, en el caso que se demostrase culpable, se empleasen en favor de Tierra Santa.
El rey estaba contento, porque en los primeros interrogatorios, hechos con ayuda de la Inquisición, del 19 de octubre al 24 de noviembre de 1307, había obtenido más de lo que hubiera podido imaginar. De los 138 templarios que comparecieron ante el inquisidor general, sólo cuatro persistieron en confesar su inocencia y la de la corporación; todos los demás, incluso los más altos dignatarios, admitieron que al ingresar en la Orden se habían hecho reos de blasfemias contra Cristo y de irreverencias contra la santa cruz; dos terceras partes de los sometidos a interrogación aceptaron como verdadera la acusación de los ósculos inhonestos; una cuarta parte, poco más o menos, afirmó la incitación oficial a pecados contra naturam, pero haciendo constar que ellos jamás habían perpetrado tal crimen. El mismo gran maestre, Jacobo de Molay, confesó haber renegado de Cristo y haber escupido a la cruz; más aún, tuvo la debilidad incomprensible en un caballero de enviar una carta a todos los templarios exhortándolos a confesar los crímenes de que eran acusados, como lo había hecho él.
¿Merecen fe tales confesiones? Ninguna, según veremos en seguida. Nótese desde ahora que eran comisarios del rey los que hacían el interrogatorio, y aterrorizaban con amenazas de muerte, y por lo pronto con la tortura, a los presuntos reos; sólo cuando éstos se ablandaban y cedían, prometiendo declarar todo, pasaban a los comisarios de la Inquisición, los cuales repetían el interrogatorio y levantaban acta. Nótese además que, si fuesen en realidad culpables de esos crímenes horribles que figuraban en la lista de Nogaret, lo serían seguramente de otros pecados y herejías semejantes; ahora bien, nadie confiesa de sí o de la Orden más crímenes que los que figuran en el interrogatorio, y aun ésos los declaran en términos tan uniformes y sin variación de circunstancias, que parecen no saber decir otra cosa sino la que les presentan escrita.
De todos modos, el proceder de Jacobo de Molay demuestra que, si era un bravo soldado en la guerra, era un cobarde ante los jueces. Débil de carácter y hombre sin cultura y sin letras, se sintió confuso y embarazado, no acertando a librarse de los lazos que le tendían los juristas; él se lamentará más tarde de haberse encontrado solo, sin un consejero a quien consultar.
Cuando llegaron a París los dos cardenales Berenguer Fredol y Esteban de Suizy, enviados por el papa, y pudieron hablar con Jacobo de Molay y con los principales templarios encarcelados, éstos retractaron lo que habían confesado por miedo a la muerte ante los inquisidores y protestaron de su inocencia.
No obstante las buenas palabras que Felipe había dado al papa y a los cardenales legados, su propósito de procesar y condenar a los Templarios permanecía inmutable. Habiendo consultado a la facultad teológica de París si podía él, con su autoridad regia, apresar a los herejes, encausarlos y castigarlos, la respuesta que recibió fué negativa. Trató entonces de arredrar al Papa propalando contra él graves acusaciones de negligencia en su oficio de sumo pastor y de mal gobierno de la Iglesia. Al servicio del rey en esta campaña se puso la pluma del jurista Pedro Dubois, hombre de más fantasía y apasionamiento que moderación y sentido de la realidad. En diversos opúsculos, ya en francés, ya en latín, diseminaba notiticias infamantes de Clemente V, diciendo que era peor que Bonifacio VIII por su simonía y nepotismo; que extorsionaba al clero; que se había dejado sobornar por el dinero de los Templarios, herejes culpables y confesos, a quienes favorecía, oponiéndose al celo católico.
A fin de preparar todavía mejor el ambiente adverso a los Templarios y de presentarse ante el papa como representante de la voz popular, convocó los estados generales (nobleza, clero y burguesía) para el mes de mayo de 1308 en la ciudad de Tours. Los convocados aprobaron unánimemente el parecer del rey, proclamando públicamente que los Templarios eran dignos de la pena de muerte por herejes y criminales nefandos. El proceso eclesiástico, escudado con este voto nacional, se dirigió al encuentro de Clemente V, con quien celebró una transcendental entrevista en la ciudad de Poitiers. En nombre del rey habló el 29 de mayo Guillermo de Plaisians, alter ego de Nogaret, pronunciando un violento discurso delante del sumo pontífice y otro de tonos aún más subidos el 14 de junio.
Apeló luego Felipe a medidas más diplomáticas, y, encauzando el negocio en formas canónicas, como si cediera a la voluntad del Papa, aceptó que la causa de los Templarios la instituyese jurídicamente la Iglesia, no el rey; todos los templarios que se hallaban en las cárceles del Estado serían puestos a disposición del pontífice, el cual investigaría su culpabilidad; pero entre tanto, como el Papa no podía custodiar a tantos presos, sólo una parte de ellos serían enviados a Poitiers, quedando los demás temporalmente en las cárceles del Estado. Los bienes de los Templarios, en caso de ser suprimida la Orden, no se emplearían sino en provecho de Tierra Santa; por lo pronto, su administración debía confiarse al obispo de cada diócesis y a otro agente presentado por el rey. De hecho, solamente 72 templarios, bien seleccionados por Felipe y por Nogaret, fueron puestos a disposición del papa en Poitiers. Interrogados delante del sumo pontífice, los 72 confesaron que la Orden era culpable, admitiendo los crímenes de que eran acusados con tal desvergüenza, que parecían gozarse en declarar sus delitos.
Impresionado el Papa por estas confesiones, que parecían exentas de toda coacción, empezó a dudar de la culpabilidad de la Orden templaría y mandó se entablase en regla un proceso eclesiástico. Clemente V quería que se hiciese distinción entre los crímenes de la Orden en cuanto tal y los crímenes de las personas particulares. Había, pues, que hacer una doble inquisición; la inquisición episcopal, que se efectuaría en cada diócesis, y la pontificia, dirigida por el Papa. La primera estaría a cargo de una comisión integrada por el obispo con dos delegados del cabildo, más dos frailes dominicos y dos franciscanos, y examinaría a los templarios de aquella diócesis; la sentencia sería dictada por un concilio provincial. La otra pertenecía al sumo pontífice, quien juzgaría al gran maestre y a los altos dignatarios, y, finalmente, en un concilio general, que había de celebrarse en Vienne, dictaminaría sobre la suerte definitiva de la Orden. El 12 de agosto de 1308 intimaba Clemente V a los obispos y arzobispos lo que debían hacer, y como cada día que pasaba se persuadía más de la conveniencia de la abolición canónica, el 22 de noviembre dispuso que en todas las naciones fuesen arrestados los Templarios y sus bienes se colocasen bajo la administración de la iglesia. Sin duda pretendía evitar que los reyes se apoderasen de ellos, como lo había hecho al principio el de Francia.
Mientras los obispos de toda Europa organizaban sus comisiones para el examen de la ortodoxia y moralidad de los acusados, la comisión pontificia, constituida por tres cardenales y muchos otros eclesiásticos, por lo general adictos al rey, declaró abierto el proceso el 6 de agosto de 1309. Las audiencias no se inauguraron hasta el 26 de noviembre, en el palacio episcopal de París. Y el primero en comparecer fué Jacobo de Molay. Preguntáronle si estaba dispuesto a defender a la Orden. Respondió que, estando prisionero del papa y del rey, se hallaba en situación difícil para hacerlo. Cuando le leyeron las confesiones por él hechas anteriormente, se santiguó dos veces lleno de estupor y pidió un plazo de doce días para deliberar. Al comparecer por segunda vez, se le hizo la misma pregunta, a la que contestó: “Yo soy un pobre caballero sin letras; sólo delante del papa diré lo que pueda por el honor de Cristo y de la Iglesia". Y en el momento de retirarse tuvo un momento de valor, pues volviéndose hacia el tribunal, exclamó; “Por aliviar mi conciencia, yo os diré tres cosas: la primera es que no conozco ninguna religión cuyas capillas e iglesias posean más hermosos ornamentos que los del Templo; sólo las catedrales nos superan; la segunda, que yo no conozco religión que haga más limosnas que la nuestra ; la tercera, que nadie ha derramado tanta sangre como los Templarios por la fe cristiana". Una voz le interrumpió: “sin la fe, de nada sirve para la salvación". Y Molay replicó: «Así es en verdad, pero yo creo en Dios, en la santa Trinidad, en toda la fe católica, unus Deus, una fides, una Ecdesia". Intervino Nogaret, que se hallaba en la sala, contando una historieta calumniosa de los Templarios palestinenses basada en un supuesto dicho del sultán Saladino. Negó Molay la verosimilitud de tal fábula, pues él en su juventud había estado peleando en Tierra Santa y jamás había oído tal cosa.
Tras el gran maestre desfilaron ante el tribunal otros, que, confiando en la imparcialidad de los comisarios pontificios, retractaron las confesiones precedentes y proclamaron la inocencia de la Orden; y tampoco faltaron los cobardes y tímidos, que temblaban ante los jueces, mentían, urdían frágiles combinaciones, respondían cautamente o se indignaban y prorrumpían en lágrimas. Uno de los ingenuos, que creyó poder hablar libremente, no sospechando que los títeres del tribunal estaban manejados por Nogaret y Plaisians, se llamaba Fr. Ponsard de Gisi. Declaró que cuanto él y los suyos habían testificado ante la Inquisición era inválido. “¿Habéis sido torturado?", le preguntaron. “Sí —respondió—; tres meses antes de mi confesión me ataron las manos a la espalda tan apretadamente, que saltaba la sangre por las uñas, y sujeto con una correa me metieron en una fosa. Si me vuelven a someter a tales torturas, yo negaré todo lo que ahora digo y diré todo lo que quieran. Estoy dispuesto a sufrir cualquier suplicio con tal que sea breve; que me corten la cabeza o me hagan hervir por el honor de la Orden, pero yo no puedo soportar suplicios a fuego lento como los que he padecido en estos dos años de prisión".
Era el mes de abril de 1310. Los caballeros del Templo, antes tan abatidos y descorazonados, comenzaban a animarse. Más de 500 de los arrestados en París manifestáronse dispuestos a defender a su Orden, y podían poner en gran aprieto a sus enemigos y acusadores. Bien se percataron de ello los ministros de Felipe el Hermoso, y decidieron sofocar la voz de la verdad con un rápido y violento golpe de mano. ¿No habían obrado de igual modo con Bonifacio VIII? Había que atemorizar a todos los testigos a fin de que enmudeciesen o se declarasen culpables implorando perdón.
El juicio decisivo de las personas particulares, según las letras pontificias, debía darlo el metropolitano en el concilio provincial. En el obispado de París, el juicio competía al arzobispo de Sens. Y, por desgracia para los Templarios, ocupaba entonces la sede metropolitana de Sens Felipe de Marigny, hermano de uno de los principales ministros del rey, Enguerrand de Marigny. Deseoso el arzobispo de complacer al monarca, convocó precipitadamente el concilio provincial en la ciudad de París. Los procuradores de los Templarios encarcelados presintieron el peligro y avisaron en seguida a la comisión pontificia; pero el presidente de esta comisión, el arzobispo de Narbona, con fútiles motivos se negó a escucharlos. El II de mayo se celebró el concilio provincial, en el cual 54 templarios acusados de relapsos, porque habían retractado su confesión primera y se habían ofrecido a defender a la Orden, fueron condenados a muerte sin ser oídos.
Al día siguiente, apilados en unas carretas, fueron transportados fuera de la puerta de San Antonio, entre el bosque de Vincennes y el molino de viento. Los 54 fueron quemados vivos. Otros cuatro sufrieron poco después la misma muerte, y otros nueve en la ciudad de Senlis. Empavorecidos los demás, no se atrevieron a decir palabra. Hubo, sin embargo, algún testimonio digno de conservarse. Pues, cuando el día 13 reanudó la comisión pontificia “la comedia irónica de sus sesiones en la capilla de San Eloy” —es frase de Langlois—, la aparición del primer testigo sembró el espanto entre todos. Era un caballero de la diócesis de Langres, Aimerico de Villiers-le-Duc, de edad de unos cincuenta años, veintiocho de templario. Pálido y como aterrorizado, interrumpió las actas de acusación que se le leían y, golpeándose el pecho con los puños cerrados, alzando los brazos hacia el altar y postrándose de hinojos, protestó que, si decía mentira, quería ir derecho al infierno con muerte repentina: “Yo he confesado —dijo— algunos artículos a causa de las torturas que me infligieron Guillermo de Marcilli y Hugo de la Celle, caballeros del rey, pero todos los errores acribuídos a la Orden son falsos. Al mirar ayer cómo eran conducidos a la hoguera 54 freyres por no reconocer sus supuestos crímenes, he pensado que yo no podré resistir al espanto del fuego. Lo confesaré todo si quieren, incluso que he matado a Cristo". La trágica impresión que tales palabras causaron en los comisarios pontificios, les obligó a interrumpir las sesiones por seis meses. Cuando por el 5 de junio de 1311 se cerró la encuesta, los protocolos de todos los interrogatorios llenaban 219 folios de escritura bien densa. Lectura amena para los Padres del inminente concilio Viennense.
InfoCatólica. Temas de Historia de la Iglesia. (8.10.14)
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