por Alfonso Aguiló
En la actualidad hay, por fortuna, una comprensión muy extendida -aunque aún no en todo el mundo-, de que no es justo aplicar penas civiles por motivos religiosos, y que la libertad religiosa es un derecho fundamental, y por tanto todos los hombres deben estar inmunes de coacción en materia religiosa.
Esta es la doctrina del Concilio Vaticano II, y por esa razón la Iglesia católica ha subrayado recientemente la necesidad de revisar algunos pasajes de su historia, para reconocer ante el mundo los errores de algunos de sus miembros a lo largo de los siglos, y pedir disculpas en nombre de la unión espiritual que nos vincula con los miembros de la Iglesia de todos los tiempos.
Reconocer los fracasos de ayer es siempre un acto de lealtad y de valentía, que además refuerza la fe y facilita hacer frente a las dificultades de hoy. La Iglesia lamenta que sus hijos hayan empleado en ocasiones métodos de intolerancia e incluso de violencia en servicio de la verdad, y es ese mismo servicio a la verdad lo que lleva ahora a reconocerlo y lamentarlo.
-¿Y no es extraño que en esas épocas hubiera tan poca reacción contra esos errores de los católicos?
Es probable que muchos de ellos estuvieran en su fuero interno en contra de esa aplicación de la violencia en defensa de la fe. De hecho, hubo reacción contra esos errores, y si no fue mayor quizá es porque muchas de esas personas no tenían más opción que el silencio. Y luego, cuando esos fenómenos desaparecieron, muchos católicos los defendían porque pensaban que lo contrario era contribuir a difundir leyendas negras de la Iglesia.
Como señaló Juan Pablo II, fueron muy diversos los motivos que confluyeron en la creación de actitudes de intolerancia, alimentando un ambiente pasional del que solo los grandes espíritus verdaderamente libres y llenos de Dios lograban de algún modo sustraerse. Pero la consideración de todos esos atenuantes no dispensa a la Iglesia del deber de lamentar profundamente las debilidades de tantos hijos suyos, que han desfigurado con frecuencia su rostro. De estos trazos dolorosos del pasado emerge una lección para el futuro, que debe llevar a todo cristiano a tener bien en cuenta el principio de oro señalado por el Concilio: "la verdad no se impone sino por la fuerza de la misma verdad, que penetra con suavidad y firmeza en las almas".
La Iglesia no teme reconocer esos errores, porque el amor a la verdad es fundamental (no hay una verdad buena y otra mala: la que le conviene y la que puede molestarla), y también porque esas violencias no pueden atribuirse a la fe católica, sino a la intolerancia religiosa de personas que no asumieron correctamente esa fe.
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