por Alfonso Aguiló
Cuando en el año 476 cayó el Imperio Romano de Occidente, el cristianismo preservó la cultura clásica, especialmente a través de los monasterios, que salvaguardaron eficazmente los valores cristianos en medio de un mundo que con las invasiones bárbaras se había colapsado por completo.
Se cultivó el arte, se alentó el espíritu de trabajo, la defensa de los débiles y la práctica de la caridad. El esfuerzo misionero se extendió a la asimilación y culturización de los mismos pueblos invasores, que a medio plazo también se convirtieron al cristianismo como antaño sucedió con el Imperio Romano.
En los siglos siguientes, el cristianismo fue decisivo para preservar la cultura, para la popularización de la educación, la promulgación de leyes sociales o la articulación del principio de legitimidad política. Sin embargo, fueron creaciones que de nuevo se desplomaron ante las sucesivas invasiones de otros pueblos, como los vikingos y los magiares. En poco tiempo, gran parte de los logros de siglos anteriores desaparecieron convertidos en humo y cenizas. Una vez más, sin embargo, el cristianismo mostró su vigor, y cuando los enemigos de los pueblos cristianos eran más fuertes, cuando no necesitaban pactar y podían imponer por la fuerza su voluntad, acabaron aceptando la enorme fuerza espiritual del cristianismo y lo asimilaron en sus territorios, de modo que al llegar el año 1000 el cristianismo se extendía desde las Islas Británicas hasta el Volga.
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