jueves, 21 de abril de 2016

Entre el laxismo y el rigorismo: los cismas de Novato y Novaciano.


por  Prof. Andrea Greco
Los cismas de Novato y Novaciano
Ante el revuelo levantado por la Exhortación apostólica Amoris Laetitia quiero detenerme en un aspecto que se deriva de la lectura del n. 296. 
En este párrafo el Papa se cita a sí mismo cuando expresa:
“Dos lógicas recorren toda la historia de la Iglesia: marginar y reintegrar […] El camino de la Iglesia, desde el concilio de Jerusalén en adelante, es siempre el camino de Jesús, el de la misericordia y de la integración […] El camino de la Iglesia es el de no condenar a nadie para siempre y difundir la misericordia de Dios a todas las personas que la piden con corazón sincero […] Porque la caridad verdadera siempre es inmerecida, incondicional y gratuita”[1].
A continuación aclara a qué se refiere con integrar a todos:
“Nadie puede ser condenado para siempre, porque esa no es la lógica del Evangelio. No me refiero sólo a los divorciados en nueva unión sino a todos, en cualquier situación en que se encuentren” (n. 297).

Cuando leo estos párrafos de la Exhortación y el artículo – comentario de la misma, hecho por el P. Antonio Spadaro, amigo y consejero de Francisco, encuentro correlación directa:
“Con la humildad de su realismo, la Exhortación “Amoris lætitia” se sitúa dentro de la gran tradición de la Iglesia, remontándose de hecho a una antigua tradición romana de misericordia eclesial hacia los pecadores. La Iglesia de Roma, que desde el siglo II había inaugurado la práctica de la penitencia por los pecados cometidos después del bautismo, estuvo a punto de provocar, en el siglo III, un cisma por parte de la Iglesia del Norte de África, guiada por San Cipriano, porque ésta no aceptaba la reconciliación con los “lapsi”, es decir, los apóstatas durante las persecuciones, que de hecho eran mucho más numerosos que los mártires. (…) la Iglesia de Roma siempre ha rechazado una “Iglesia de puros” prefiriendo el “reticulum mixtum”, a saber: la “red compuesta” por justos y pecadores de la que habla San Agustín en  el “Psalmus contra partem Donati”. La pastoral del “todo o nada” les parece más segura a los teólogos “tucioristas”[2], pero lleva inevitablemente a una “Iglesia de puros”. Valorando ante todo la perfección moral como un fin en sí misma, desgraciadamente se corre el riesgo de tapar de hecho muchos comportamientos hipócritas y farisaicos”[3].
Por estas razones parece especialmente oportuno estudiar esta cuestión de los lapsi o caídos, ya que se quiere identificar con aquellos “rigoristas” o cismáticos novacianos a los que eleven sus críticas ante las posturas actuales de la Iglesia, en particular las presentadas en las discusiones sinodales y las reacciones ante la Amoris Laetitia.
El problema de los lapsi
Escribe el historiador francés, Daniel-Rops que por admirable que se nos presente esta Iglesia primitiva de los primeros siglos del cristianismo, no conviene idealizarla y cerrar los ojos sobre las dificultades que encontró. “Pues el hombre sigue siendo el hombre, incluso cuando el Espíritu de Dios está muy cerca de su alma, y en aquella turbulenta atmósfera fue menester no menos que una sabiduría sobrenatural para dirigir con firmeza la barca de Pedro a través de innumerables escollos”[4].
Las dificultades dependían de muchas causas. Por ello es que hubo discusiones doctrinales, tácticas y psicológicas. Es comprensible que el mantenimiento de una unidad sin fisura en un grupo humano de pequeñas dimensiones, resultó relativamente fácil; pero esto se hizo cada vez más difícil y complejo cuando la Iglesia se fue convirtiendo en una gran entidad extendida por un espacio inmenso y que abarcaba a todas clases. Así empezaron los roces y fricciones.
Este problema se produjo cuando empezaron durante el Imperio Romano las feroces persecuciones contra los cristianos. El emperador Decio estaba convencido de que la fidelidad al culto de Roma y de Augusto era el fundamento del Imperio así es que tomó la decisión de restablecer el culto para lo cual, en el año 250, publicó un edicto contra el cristianismo, presentado como enemigo de la religión oficial. Todos debían comparecer y ofrecer sacrificios a los dioses, de no hacerlo serían castigados con la confiscación de bienes, amenazas, tormentos y hasta con la muerte. 
Escribe el P. Alfredo Sáenz que: “Lo peor del decreto de Decio era la facilitación del gesto de apostasía: bastaba con arrojar un gra­nito de incienso al fuego en honor de los dioses, para dar suficiente prueba de adhesión a la religión pagana oficial. Parece que en caso de duda se le pedía al sospechoso que pronunciase una fórmula blasfema en repudio de Cristo. Luego se le obliga­ba a participar en un banquete, donde debía co­mer carne de víctimas inmoladas y beber vino con­sagrado a los ídolos. Una especie de remedo de la comunión cristiana. Luego se le entregaba un certificado, fechado y firmado. Esta persecución se caracterizó por la lentitud de sus procedimientos, con un calculado recurso a la seducción y a las torturas. A veces se dejaba que el acusado perma­neciese durante varios meses en un calabozo, de modo que pudiera reflexionar. Los católicos bien formados entendieron claramente que lo que se les exigía -el grano de incienso y la comida ritual- constituía una negación de su fe. Pero el período de relativa paz precedente había ablandado a mu­chos de ellos. Ser cristiano en tiempos de paz no costaba demasiado, pero ahora resultaba heroico. De ahí que en esta persecución, que llegó a todas las regiones del Imperio, aunque no en todas con el mismo rigor, si bien no pocos se comportaron de manera heroica, como Orígenes, que torturado a pesar de su vejez, resistió a todos los tormentos, fueron numerosos los que defeccionaron, tanto obispos como fieles cristianos”[5].
Este Edicto general contra los cristianos de Decio fue la base jurídica para la persecución. Por ello, procónsules o gobernado­res provinciales quedaban facultados para exigir de todos los súbditos del Imperio lo que se les imponía. Esto era el reconocimiento de la religión del Estado, sea ofreciendo alguna libación o sacri­ficio, sea participando en los banquetes sagrados, aunque sólo fuera quemando un grano de incienso. Lo que importaba era que dieran una muestra exterior de adhesión al culto pagano. Los que habían cumplido con este requisito, recibían del magistrado un billete de confirmación, y su nombre era incluido en las listas oficiales.
El edicto comenzó a aplicarse en todo el Imperio con extra­ordinario rigor, lo cual es una característica de estas últimas perse­cuciones. Escribe Llorca que “en la persecución se buscaba con preferencia a los obis­pos y demás dirigentes, algunos de los más significados, y por eso mismo más perseguidos, se ocultaron, procurando, desde sus escon­drijos, animar a todos a la fortaleza y perseverancia. Entre éstos se distinguieron San Cipriano de Cartago, San Gregorio Tauma­turgo y San Dionisio de Alejandría” [6].
El cristianismo obtuvo finalmente la victoria pero después de una larga y dura batalla. Dice Dawson que “la Iglesia creció bajo la sombra del hacha y la vara del verdugo. Y todo cristiano vivía en el peligro de la tortura y de la muerte”[7]. La idea del martirio está omnipresente en la vida del cristianismo primitivo pero no era sólo un temor, sino también un ideal y una esperanza. Sin embargo, hubo cristianos que a la vista de los tormentos y grandes castigos cayeron en la apostasía, por eso se los llamó lapsi que quiere decir caídos:
“No debemos pensar que ante las persecuciones todos mostraron la misma fortaleza. Fueron mu­chos los que vacilaron y desertaron. Ni fue sólo el miedo la causa de tales defecciones. Hubo obispos que pensaron poder preservar, junto con la propia vida, el porvenir de su comunidad, a costa de una traición que juzgaban sólo aparente. Ya lo hemos señalado, pero reiterémoslo ahora, que entre los renegados, a los que llamaban lapsi, caídos, los hubo de tres clases: los sacrificati, que habían consentido en ofrecer un sacrificio a los dioses; los thurificati, que sólo habían aceptado quemar incienso ante imágenes divinas, en especial ante la del Emperador, con lo cual algunos magistrados se daban por satisfechos; y, por fin, aquellos, más astutos, que a fuerza de dinero o por sus relaciones lograban que, borrasen sus nombres de los registros de los sospechosos o se les extendiese certificados -libelli- fal­sos de sacrificio, de donde el nombre de libellatici que se les daba”[8].
Como bien dice Dawson, “el mártir era el acabado cristiano: era el campeón y el héroe de la nueva sociedad en su lucha con la antigua, y aun los cristianos que habían defeccionado al momento de la prueba –los lapsi (caídos)– veían en los mártires a sus salvadores y protectores”[9].
O sea que si bien los mártires fueron muchísimos, también lo fueron las apostasías. Como señala Bernardino Llorca, con astucia para sus fines “los magistrados romanos preferían hacer renegados o apóstatas a mártires, y por lo mismo empleaban toda clase de medios para ello: palabras, halagos; se echaba mano de todo lo imaginable para hacer vacilar en la fe”[10]. Entre los cristianos fieles y perseverantes produjo esto un efecto tristísimo, por lo cual se explica la diversidad de calificativos que aplicaron a estos apóstatas y el horror con que los miraban. Entre los diferentes tipos de lapsi (sacrificati, thurificati o libellatici) había algunas sutiles diferencias particularmente con los últimos porque:
“Como en realidad no habían ofrecido ni sacrificio ni incienso, estos cristianos quedaban con la conciencia más o menos tranquila. Naturalmente, aunque haya algún matiz y circunstancia que dis­minuyen su gravedad, el pecado de apostasía era fundamentalmente el mismo, y por esto la Iglesia aplicó las mismas penas contra los sacrificados e incensados como contra los libeláticos, que fue el calificativo que se dio a estos apóstatas. Mas, por otra parte, como las apariencias de esta conducta eran tan seductoras, la plaga de los libeláticos fue verdaderamente grande y dio origen más tarde a grandes discusiones y contiendas”[11].
El Cisma de Novaciano
Ante el problema de la conducta de los lapsi surgirán las diferencias acerca de cómo proceder cuando, pasada la persecución, estos pedían volver a la fe cristiana. Como enseña Llorca: “Al terminar la persecución de Decio eran muchos los apóstatas, sobre todo los libeláticos, que pedían su readmisión en la comunidad cristiana, con lo que se planteaba un nuevo problema para la Iglesia”[12].
En Roma, el Papa San Cornelio tomó una serie de disposiciones acerca de las condiciones penitenciales que debían cumplir los lapsi para ser readmitidos. Contra el Papa se levantó el presbítero Novaciano (quien en realidad estaba muy ofuscado por la elección de Cornelio como Pontífice) reclamando rigor:
“La base doctrinal la formaba el extremo rigorismo en la cuestión de los lapsi, fueran sacrificados, fueran libeláticos. En ningún caso se les podía, según él, conceder perdón, como tampoco tenía poder la Iglesia para perdonar los otros pecados capitales gravísimos. Según Novaciano, la Iglesia debía mantenerse pura, y se mancillaba con la admisión en su seno de aquellos pecadores, que debían ser excluidos de su seno para siempre. Esta idea de suma limpieza en los miembros de la Iglesia (ellos se llamaban puros) fascinaba a muchos, por lo cual Novaciano tenía muchos adeptos. Así se explica la tenaz oposición que encontró el papa Cornelio, quien se mantenía firme en su decisión de conceder el perdón a los apóstatas después de la debida penitencia. El cisma se fue afianzando más, y con este carácter de rigorismo exagerado se mantuvo varios siglos”[13].
En una antigua historia de la Iglesia leemos que San Cornelio reunió un concilio en Roma que aprobó lo dispuesto en Cartago y excomulgó a Novaciano que acusaba de “sobrado indulgentes los decretos del concilio de Roma”[14]. Novaciano siguió adelante con su cisma si bien con el tiempo se fue desacreditando “más y más el cruel error de los novacianos”[15].
El cisma de Novaciano, alteró a la Iglesia en el siglo III, como escribe Dawson, “Novaciano declaróse campeón de la intransigencia. Después de muchas discusiones, el Concilio de Roma arrojó de la Iglesia a Novaciano, quien fundó una contra-iglesia, a la cual suministraron adeptos, ante todo, el África, país de los ardores excesivos, e incluso las Galias y el Asia Menor”[16]. Novaciano murió bajo la persecución de Valeriano y su secta le sobrevivió en Oriente hasta el comienzo del siglo IV, entroncando con el cisma de los donatistas.
A este cisma novaciano es al que se refiere explícitamente el P. Spadaro en la cita que mencionábamos al comienzo y de modo indirecto los n. 296 y 297 de la Exhortación papal. Sin embargo, el problema es más complejo ya que el cisma de Novaciano fue contemporáneo a otro cisma el de Novato y Felicísimo.
El cisma de Novato
La cuestión planteada era verdaderamente delicada. San Cipriano, obispo en Cartago al norte de África tuvo una destacadísima actuación en dirimir este asunto. Como escribe Dawson la discusión versaba acerca de: “¿Cabía condenar sin apelación a esa pobre gente cuyos nervios no habían sido lo bastante sólidos para arrostrar los más horribles suplicios? El mismo San Cipriano excusaba la falta de quienes habían cedido simplemente al miedo. Y efectivamente, eran sin duda menos peligrosos para el porvenir de la Iglesia que ciertos falsos confesores, ciertos profesionales del martirio que, con sólo haber recibido algunos golpes, se abroquelaban con ellos para amonestar a toda la jerarquía y para vivir en una fructuosa pereza. Durante la misma persecución se estableció el uso de que los auténticos confesores de la fe, los mártires a punto de ser llevados al suplicio, o aquellos a quienes la casualidad había hecho escapar de él, intercedieran en favor de sus hermanos más débiles y les entregasen unos certificados que, absolviéndolos, los reintegraban a las comunidades”[17].
Pedro Ribadeneyra al hablar de San Cipriano describe a Novato como amigo de novedades, avaro, arrogante e hinchado y como una llama de fuego para abrasar en sus sediciones al mundo y como un torbellino y tempestad para dar al través con la fe[18]. Novato y Felicísimo adoptaron la costumbre de perdonar inmediatamente a los lapsi sin exigirles penitencia pública para obtener el perdón:
“En África se fue introduciendo la costum­bre de que los confesores, valiéndose del ascendiente que les daban sus sufrimientos por la fe, les daban fácilmente los llamados billetes de paz (libelli pacis), con los cuales debían ser dispensados de la penitencia pública impuesta por su pecado y ser admitidos luego a reconciliación”[19].
Al frente de este movimiento se pusieron Novato y Felicísimo, contrincantes de San Cipriano, promoviendo con ello gran confusión en las conciencias. Esta práctica, por conmovedora que pareciera, era también peligrosa, pues abarataba demasiado la apostasía. Equiparaba a la apostasía con un pecado cualquiera. En el año 251-252 cuando cesó la persecución San Cipriano reunió un Concilio en Cartago, donde se estableció la penitencia que debían cumplir los lapsi. Como era de suponer, no se contentaron con esto Novato y Felicísimo. Se declararon en rebeldía e iniciaroncon esto un cisma local, cisma de Felicísimo, que duró bastante tiempo[20]. Felicísimo se presentó ante el Concilio, se le oyó, después de lo cual Novato, el propio Felicísimo y sus seguidores fueron excomulgados[21].
Lo curioso, entonces fue que el mismo problema suscitó dos reacciones completamente opuestas contra la Iglesia en sus mejores hombres: la extrema indulgencia de Novato y Felicísimo en Cartago, frente a San Cipriano, y el rigorismo exagerado de Novaciano en Roma, frente al papa Cornelio. Ambos cismas se unieron y Novato y Novaciano hicieron un acuerdo: La extrema indulgencia se unía con el extremo rigor en la lucha contra los representantes de la ortodoxia.
La postura de la Iglesia
Faltaría pues para concluir saber cuál fue en definitiva la postura de la Iglesia, representada en este caso por San Cipriano, Obispo de Cartago y San Cornelio, Papa y Obispo de Roma.
San Cornelio siguiendo la actuación del Obispo de Cartago, reunió un Concilio en Roma donde fueron condenados Novato, Novaciano y sus secuaces. Pero además la Iglesia, por iniciativa de San Cipriano, trazó la vía media entre el rigor excesivo y la peligrosa indulgencia, en el concilio de Cartago y también en el de Roma: los lapsi que se arrepintiesen sinceramente de su traición serían sometidos a duras penitencias canónicas, después de las cuales se les daría la absolución[22]. Misericordia, pues, para todo pecado, pero luego de una justa y severa penitencia pública:
“Condenados los cismáticos, se trató en el Concilio de los caídos: se alegaron por una y por otra parte varios textos de la Escritura; y se tomó el temperamento de no quitarles del todo la esperanza de la reconciliación: no fuese que desesperados viviesen después como gentiles, o se uniesen a los herejes y cismáticos. Pero para sostener al mismo tiempo la santa severidad del evangelio, no se les concedió muy fácilmente la comunión, sino alargando la penitencia, implorando con arrepentimiento la divina misericordia, y examinando las causas, los afectos y las necesidades de cada uno en particular”[23].
San Cipriano intervino con la mayor suavidad, pero juntamente con la energía dispensable. En el sínodo de Cartago tomó las siguientes medidas: a los sacrificatti se les impuso penitencia perpetua, y solamente se les concedía perdón en la hora o muerte. A los libellaticci, solamente penitencia temporal, limitando notablemente la concesión de los billetes de paz[24]. Un caso aparte era el de los sacerdotes y Obispos caídos en apostasía, en cualquiera de sus formas, a quienes se concedía el perdón con las mismas penitencias que el resto de los cristianos pero no se les devolvía el poder de ejercicio sacerdotal. En Roma el Papa San Cornelio tomó medidas similares a las dispuestas en Cartago.
Para formarse idea cabal de cómo se instaba a estos cristianos caídos en apostasía a pedir misericordia para volver al redil vale la pena detenerse en alguno de los párrafos del Tratado de lapsi, escrito por San Cipriano.
1º- San Cipriano resalta la gravedad de la falta cometida por los lapsi:
“A las primeras palabras de amenaza del enemigo, inmediatamente la mayor parte de los hermanos traicionó su fe y no esperó a que le derribara el ímpetu de la persecución, sino que se derribaron ellos mismos con voluntaria caída”. (VII)
“No esperaron, al menos, a ser detenidos para subir a sacrificar, ni a ser interrogados para negar su fe. Muchos fueron vencidos antes de la batalla, derribados sin combate, y no se dejaron a sí mismos el consuelo de parecer que sacrificaban a los ídolos a la fuerza. De buena gana corrieron al foro, espontáneamente se precipitaron a la muerte, como si fuera ello cosa que de tiempo estaban deseando, como si aprovecharan ocasión que se les ofrecía, que de buena gana hubieran ellos buscado”. (VIII)
2º- El amor a sí mismo y a las riquezas materiales como principal causa de la caída.
“No debemos, hermanos, disimular la verdad ni callar lo que dio ocasión y fue causa de nuestra herida. A muchos engañó su amor ciego a la hacienda, y no podían estar preparados ni expeditos para la retirada aquellos a quienes ataban, como con trabas, sus riquezas. Éstas fueron las ataduras de los que se quedaron; éstas, las cadenas con que se retardó el valor, quedó oprimida la fe, atada la mente, cerrada el alma, de suerte que quienes estaban pegados a lo terreno vinieron a ser presa y comida de la serpiente, que, según sentencia de Dios, se alimenta de tierra”. (XI)
3º- Fustiga la falsa idea de misericordia que todo lo perdona, dejando al pecador en su pecado, llamándola “nuevo género de estrago” que afloja “la disciplina de la comunión”.
“¿Qué heridas pueden mostrar los vencidos, qué llagas de las abiertas entrañas, qué torturas en los miembros, cuando no cayó la fe tras la lucha, sino que la perfidia previno todo combate? Ni excusa tampoco al derrotado la necesidad de su crimen, cuando el crimen es de la voluntad. Y no es que pretenda, al hablar así, sobrecargar la culpa de los hermanos, sino que quiero más bien instigarlos a la súplica de la satisfacción. Pues, como está escrito: Los que os llaman felices, os llevan a un error y turban el camino de vuestros pies (Is. 3, 12); el que pasa blandamente la mano sobre el pecador, con halagos de adulación, no hace sino fomentar el pecado, y no reprime así los delitos, sino que los alimenta; mas el que con más fuertes consejos reprende y juntamente instruye a su hermano, le pone en camino de su salvación. A los que yo amo—dice el Señor—, los reprendo y castigo (Apoc. 3, 19). De este modo, conviene también que el sacerdote del Señor no engañe con ilusorios obsequios, sino que provea de saludables remedios. Imperito médico es el que con mano indulgente va rozando los hinchados senos de las llagas, y mientras conserva el veneno encerrado allá en los profundos rincones, lo amontona más y más. Es preciso abrir la herida y cortarla, y, una vez eliminada toda la podre, hay que aplicarle enérgico remedio. Que vocifere y grite y se queje el enfermo, que no resiste al dolor; luego, al sentirse sano, nos dará las gracias”. (XIV)
“Y es que ha surgido, hermanos amadísimos, un nuevo género de estrago, y como si hubiera sido poca la furia de la tormenta de la persecución, se ha juntado, para colmo de desdicha, bajo capa de misericordia, un mal engañoso y una blandura perniciosa. Contra el vigor del Evangelio, contra la ley del Señor y de Dios, por temeridad de unos cuantos, se afloja en favor de incautos la disciplina de la comunión y se concede una paz inválida y falsa, peligrosa para los que la dan y sin provecho alguno para los que la reciben. No soportan la espera de su salud ni quieren la verdadera medicina que ha de venirles de la satisfacción de su culpa. La penitencia está excluida de sus pechos, se les ha ido de la memoria el más grave y extremo delito. Se tapan las heridas de los que están a punto de muerte, y una llaga mortal, que está clavada en las más hondas y ocultas entrañas, se cubre con simulado dolor. Apenas vueltos de las aras del diablo, se acercan al sacramento del Señor con sucias manos que apestan de olor a grasa de los sacrificios; mientras están todavía poco menos que eructando los mortíferos manjares de los ídolos, y sus gargantas exhalan aún su crimen y despiden olor de aquellos funestos contactos, se precipitan sobre el cuerpo del Señor, cuando la Escritura divina les sale al encuentro y les dice a gritos: Todo el que estuviere limpio, comerá la carne, y toda alma que comiere de la carne del sacrificio saludable que es del Señor y tuviere sobre sí su inmundicia, esa alma perecerá de su pueblo (Lev. 7, 20). Y el Apóstol, igualmente, protesta y dice: No podéis beber el cáliz del Señor y el cáliz de los demonios: no podéis comulgar en la mesa del Sentir y en la mesa de los demonios (1 Cor. 10, 21). Y él mismo amenaza a los contumaces y los denuncia diciendo: Quienquiera comiere el pan y bebiere el cáliz del Señor indignamente, será reo del cuerpo y de la sangre del Señor (1 Cor. 11, 27)”. (XV)

4º- En vez de expiar sus culpas agregan un nuevo pecado: “se hace violencia a su cuerpo y a su sangre, y más ofender ahora al Señor”.
“Saltando por encima de todo esto y despreciándolo todo, antes de expiar sus culpas, antes de hacer pública confesión de su crimen, antes de limpiar su conciencia con el sacrificio e imposición de manos del sacerdote, antes de aplacar la ofensa del Señor indignado y amenazante, se hace violencia a su cuerpo y a su sangre, y más ofenden ahora al Señor con sus manos y boca que antes cuando le negaron. Tienen por paz esa que algunos van vendiendo con falaces palabras. Ésa no es paz, sino guerra, y no se une a la Iglesia el que se separa del Evangelio”. (XVI)
5º- Sólo el Señor otorga la misericordia si alguno “temerariamente piensa que puede otorgar a todo el mundo el perdón de los pecados” daña a los caídos.
“Sólo el Señor puede otorgar misericordia. Perdón de pecados que contra Él se cometieron, sólo Él puede concederlo, que llevó sobre sí nuestros pecados, que por nosotros sufrió dolor, a quien Dios entregó por nuestros pecados. El hombre no puede ser mayor que Dios y no puede el siervo remitir y condonar por propia indulgencia lo que con delito más grave se cometió contra su Señor, no sea que se le impute también al caído por crimen el ignorar que está predicho: Maldito el hombre que su esperanza pone en otro hombre (Jer. 17, 5)”. (XVII)
“Por lo demás, si alguno, con precipitada prisa, piensa temerariamente que puede otorgar a todo el mundo el perdón de los pecados, o se atreve a rescindir los mandamientos del Señor, sepa que no sólo nada aprovecha a los caídos, sino que más bien les daña. Es provocar la ira no observar la sentencia y pensar que no debe ante todo suplicar de la misericordia del Señor, sino, despreciando al Señor, presumir de la propia facilidad”. (XVIII)
6º- El mismo principio evangélico que hace al martirio es valioso, hace a la apostasía enormemente grave.
“En el Evangelio habla el Señor y dice: El que me confesare delante de los hombres, yo también le confesaré delante de mi Padre que está en los cielos, y al que me negare, yo también le negaré (Lc. 12, 8). Si no niega al que niega, tampoco confiesa al que confiesa. No puede el Evangelio mantenerse en una parte firme y vacilar en otra. O tienen valor ambas partes, o ambas han de perder la fuerza de verdad. Si los que niegan no son reos de crimen alguno, tampoco los que confiesan reciben premio alguno de su valor. Ahora bien, si la fe que venciere es coronada, preciso es que la perfidia vencida reciba su castigo”. (XX)
7º- La verdadera misericordia es mostrar al pecador la necesidad de arrepentirse de su pecado y purgarlo.
“Si se ruega de todo corazón, si se gime con sinceros lamentos y lágrimas de penitencia, si con justas y continuas obras se dobla al Señor para el perdón, no hay duda que puede alcanzarse misericordia de Aquel que prometió su misericordia diciendo: Cuando te hubieres convertido y gimieres, entonces te salvarás y sabrás dónde estuviste (Is. 30, 15). Y en otro lugar: No quiero la muerte del que muere, sino que se convierta y viva (Ecl. 33, 11). Y el profeta Joel, por aviso del Señor mismo, declara la piedad del Señor diciendo: Volved –dice– al  Señor Dios vuestro, porque es misericordioso y piadoso y paciente y de mucha compasión y que puede revocar la sentencia pronunciada contra la maldad (Joel 2, 13). Él puede conceder indulgencia, Él puede revocar su propia sentencia. Al penitente, al operante, al rogante, puede clementemente perdonarle, puede aceptar cuanto por los tales pidieren los mártires e hicieren los sacerdotes”. (XXXVI)[25]
En conclusión, el camino de la misericordia no era, en el caso que hemos estudiado, el del perdón unilateral de los pecados, sino el de instar al pecador al sacrificio y la penitencia pública ya que público había sido el pecado. Instar al pecador a pedir la misericordia al Señor, único que puede darla, y reformar la vida en cumplimiento de las máximas del Evangelio. La historia de la Iglesia, por tanto no estuvo recorrida por dos lógicas: marginar e integrar; sino por tres: ante la lógica del rigor y la marginación, así como ante la lógica del laxismo y la integración a como dé lugar, se alzó la lógica del Evangelio.



 Prof. Andrea Greco





[1] Amoris Laetitia, n. 296, nota al pie 326: Homilía en la Eucaristía celebrada con los nuevos cardenales (15 febrero 2015): AAS 107 (215), 257.

[2] Sistema moral según el cual en la duda de conciencia entre dos opiniones conflictivas hay que seguir siempre la opinión en favor de la ley, ya que éste es el camino más seguro, aunque las razones en favor de la propia libertad sean más fuertes e incluso probabilísimas.
[3] Antonio Spadaro S.I., «AmorisLaetitia» Struttura e significatodell’Esortazioneapostolica post-sinodale di Papa Francesco, p. 126. http://www.laciviltacattolica.it/articoli_download/extra/SPADARO-AMORIS_LAETITIA.pdf
[4] Daniel-Rops. La Iglesia de los Apóstoles y de los mártires, Barcelona, Luis de Caralt, 1955, cap. VII, p. 348.
[5] Alfredo Sáenz. La Nave y las tempestades, Buenos Aires, Gladius, 2009, t. I, p. 84-85.
[6] Bernardino Llorca. Historia de la Iglesia Católica, Madrid, B.A.C., 1964, t. I, 273-274.
[7] Christopher Dawson. Historia de la Cultura Cristiana, México, Fondo de Cultura Económica, 1997, p. 100.
[8] Alfredo Sáenz. La Nave…, Op. Cit., p. 116-117.
[9] Christopher Dawson. Historia de la…, Op. Cit., p. 100.
[10] Bernardino Llorca. Historia…, Op. Cit., p. 273.
[11] Bernardino Llorca. Historia…, Ibidem,  p. 273-274.
[12] Bernardino Llorca. Historia…, Ibidem,  p. 278.
[13] Bernardino Llorca. Historia…, Ibidem, p. 279.
[14] Félix Amat de Palau y Pont. Tratado de la Iglesia de Jesucristo ó Historia eclesiástica, Volumen 4, Madrid, Benito García y Cía, 1806, p. 43.
[15] Félix Amat de Palau y Pont. Tratado…, Ibidem, p. 45.
[16] Daniel-Rops. La Iglesia de los…, Op. Cit., p. 384.
[17] Daniel-Rops. La Iglesia de los…, Ibidem, p. 383.
[18] Pedro de Ribadeneyra. Flos Sanctorum de las Vidas de los Santos, Ed. Juan Piferrer, 1734 t. 3, p. 24-29.
[19] Bernardino Llorca. Historia…, Op. Cit.,  p. 278.
[20] Bernardino Llorca. Historia…, Ibidem, p. 278-279.
[21] Félix Amat de Palau y Pont. Tratado…, Op. Cit., p. 41.
[22] Daniel-Rops. La Iglesia de los…, Op. Cit., p. 384.
[23] Félix Amat de Palau y Pont. Tratado…, Op. Cit., p. 41.
[24] Bernardino Llorca. Historia…, Op. Cit., p. 278-279.
[25] San Cipriano, Tratado de lapsi, http://fundacionsanvicenteferrer.blogspot.com.ar/2011/06/el-tratado-de-lapsis-de-san-cipriano.html



ABR 21/2016
Publicado por quenotelacuenten

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