por Alberto Medina Méndez
El recorrido ha sido trazado y parece estar suficientemente definido.
Más allá de las eventuales coincidencias o discrepancias que, tanto desde la política como desde la sociedad se plantean, el actual gobierno parece decidido a transitar el sendero que ya ha elegido.
Los que no comparten esa orientación general lo han manifestado expresamente. En muchos de esos casos se trata de personas que han ocupado puestos de conducción y que han demostrado con creces lo que pueden ser capaces de hacer cuando disponen de cierta supremacía al frente de la administración de la cosa pública.
La visión del populismo y sus programas socialistas ya han sido probadas con resultados catastróficos demasiado evidentes. Concentración del poder, intervención del Estado en la economía, discrecionalidades por doquier y un espíritu autocrático que no han logrado disimular, por solo citar algunas de sus más inocultables y despreciables características.
El debate del presente tiene que ver con la dinámica seleccionada en esta ocasión, la velocidad con la que se intentan implementar ciertos cambios, la oportunidad de las necesarias reformas y la gobernabilidad imprescindible para llevar adelante esta intrincada etapa.
Muchos factores e ingredientes se conjugan en la actualidad y es difícil saber como administrar las fuerzas para llegar a buen puerto. No existe receta infalible, ni fórmula segura para enfrentar esta compleja transición.
Algunos suscriben cada paso que se ha dado, avalando no solo el rumbo de esas determinaciones, sino también sus tiempos y modos. Otros, más escépticos, reclaman más celeridad, convicción y eficacia para cerrar pronto esta fase y dar vuelta la página sin estériles dilaciones.
Este parece ser el gran dilema del momento. Resolver algunos asuntos relevantes, desactivar ciertos peligros latentes, timonear esta mutación, no parece tarea sencilla, pero existe un riesgo implícito y es saludable ponerlo sobre la mesa, exteriorizarlo y hablar de él con absoluta crudeza y claridad.
Ignorar esta cuestión, hacer de cuenta que no existe chance alguna de que los escollos atenten finalmente contra el resultado esperado, no ayuda en nada. Es importante analizar todas las posibilidades y testear cuidadosamente la secuencia de los hechos, para disponer de un plan alternativo que no sea extemporáneo y permita reaccionar a tiempo.
Muchos dicen que los gobiernos siempre tienen esa variante a su alcance y que todo está debidamente previsto. Sin embargo, por momentos, diera la sensación de que se trata de apuestas únicas, de callejones sin salida y que se deambula por la cornisa, solo intentando minimizar costos políticos.
Resulta muy razonable que la agenda contemple aspectos políticos y prevea controlar el poder, mantener la sustentabilidad electoral y el acompañamiento cívico. Sería ilógico que no lo tuvieran en cuenta.
Pero no menos cierto es que cuidar ese costado importante pero no vital y poner en jaque el objetivo principal implica asumir mayores riesgos que podrían traer complicaciones que pueden ser absolutamente evitadas.
En concreto, la actual gestión está intentando alcanzar la meta, pero ha elegido una estrategia demasiado prudente, y esa actitud le puede costar caro no solo al oficialismo, sino fundamentalmente a la sociedad.
El diagnóstico de casi todo el arco político es que el futuro depende, en buena medida, de la marcha de la economía. Si ella no se endereza pronto, los tropiezos políticos no tardarán en aparecer. No es necesario que todo sea un éxito pero si es imprescindible que se inicie el camino de la recuperación, hecho que no solo debe ocurrir, sino que además debe ser percibido inconfundiblemente por la ciudadanía.
Buena parte de la esperanza del gobierno se ha depositado en la suficiente cantidad de confianza inyectada en los actores económicos locales y foráneos. La visita de muchos mandatarios extranjeros, los inconfundibles guiños hacia el mercado de capitales, la eliminación de ciertas arbitrariedades y dislates del pasado, son datos alentadores.
Pero el asunto es más profundo. Si una parte significativa del plan que permitirá el resurgimiento del país, depende del ingreso de inversiones desde afuera aun quedan muchos deberes por hacer y señales contundentes que enviar a quienes pueden mostrar genuino interés en considerar las inmensas posibilidades que esta Nación ofrece.
Sin una estructural reforma fiscal y laboral consistente, sin una racionalización del tamaño del gasto estatal y un proceso de modernización de todos sus estamentos, ningún proyecto podrá ser sostenido en el tiempo.
Las inversiones, de todo tipo, son bienvenidas en esta difícil instancia, pero no serán las mejores las que vendrán ahora, al menos no en el volumen deseado. Todavía esta tierra sigue siendo destino de pícaros y oportunistas. Los grandes, los que realmente cambian la inercia, esos capitales que no solo vienen a hacer la legítima diferencia de corto plazo, sino que también pretenden quedarse por un largo tiempo, tardarán en aterrizar aún.
La confianza no se construye con un chasquido de dedos. Es un largo proceso que emite gestos permanentemente y que al final del trayecto consigue consolidarse. Recién cuando la credibilidad se fortalece las bondades del sistema consiguen dar sus frutos. Suponer que eso ocurrirá mágicamente es caer en una ingenuidad imperdonable.
El gobierno tiene un enorme desafío por delante. Está a tiempo de hacer lo necesario sin postergaciones especulativas. Claro que hacer lo que corresponde tiene consecuencias negativas indeseadas. Pero no hacerlo también e implica cometer una equivocación de una magnitud superior.
Es deseable ser optimista. Las ganas son un requisito pero no alcanzan, ni resuelven nada. Al optimismo hay que darle contenido y motivos suficientes para creer que todo será diferente. Alguien dijo en cierta ocasión que "lo difícil no es hacer lo correcto, sino saber qué es lo correcto". El gobierno con esta actitud sinuosa, corre el riesgo de quedarse a mitad de camino.
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