Reflexiones sobre el fin de la historia.
por Lorena Vazquez
La idea de una finalización intratemporal de la historia de la humanidad, ha estado presente en el pensamiento histórico occidental desde Juan de Patmos hasta Wladimir Solowjew.
Este último, en los años postreros del siglo XIX, publicó una leyenda sobre el Anticristo, en la que afirmaba que este final (intratemporal, claro está) no tendría lugar de ninguna manera mediante una victoria de la “razón”, ni de la justicia, ni siquiera del Cristianismo, sino que se realizaría mediante algo semejante a una catástrofe a la que aplica el certero nombre de “Dominio del Anticristo”, lo que equivale a decir dominio mundial del mal, pseudo-orden mantenido por la fuerza., etc.
Si se acepta esta concepción histórica o, al menos, se la considera con seriedad, surgen naturalmente una serie de cuestiones, entre las que se destacan dos.
La primera es la siguiente: basándonos en lo que empíricamente sabemos del curso de la historia y de sus tendencias, ¿la idea de un final catastrófico intratemporal de la misma tiene algún tipo de verosimilitud intrínseca y cabe vislumbrar qué pueda acaecer?
Si a ello se responde afirmativamente, surge una segunda cuestión: en lo que toca a las esperanzas humanas, ¿no habrá, sencillamente, que desesperar de la historia de la humanidad?
I
Por lo que respecta a la probabilidad o improbabilidad intrínseca de un final catastrófico, indudablemente han existido épocas en que el simple imaginarse un final desgraciado de la historia hubiera podido o hubiera tenido que parecer como algo completamente descabellado.
Hoy, sin embargo, basándonos en los hechos y las tendencias históricas que empíricamente se dejan percibir, podemos al menos imaginarnos fenómenos no muy diferentes de aquella apocalíptica visión.
En primer lugar, considerando el asunto negativamente, no parece que las características del proceso histórico dejen traslucir —como creyó Emmanuel Kant— algo que se parezca al establecimiento de un Reino de Dios sobre la tierra, ni siquiera a la estructuración de una sociedad política que en su totalidad administre plenamente la justicia.
Si, en segundo lugar, consideramos nuestro tema tan sólo a la luz de lo empírico, tampoco parecen darse muchos indicios de que (mediante un simple cambio en las circunstancias de la propiedad o en los sistemas de producción) se vaya aminorando la injusticia o el abuso de poder entre los hombres, y parece mucho menos probable aún que lleguen ser erradicados del mundo.
Con esto, desde luego, nada quiero decir contra los esfuerzos político-sociales que se puedan realizar en pro de la justicia social, incluso mediante correcciones en la distribución de la propiedad, ni quiero poner en duda que, en líneas generales, se ha experimentado un progresivo avance en este sentido.
Lo que sí quiero decir es que encuentro sencillamente improbable que por este camino se consiga alcanzar una situación mundial en la que, como ha pretendido Ernst Bloch, el hombre deje de ser un lobo para el hombre y se convierta, sin más, en hombre. No procede esperar que, simplemente mediante la “transformación socialista del mundo”, se pueda realizar el “mundo sin fraude” de Bloch.
En favor de nuestra tesis está la experiencia de más de medio siglo de política marxista; además, la pretensión de Bloch resulta intrínsecamente muy improbable, ya que, como dice Franz Borkenau, la justificación moral de las dictaduras sin ley y la esperanza de la total desaparición de cualquier tipo de egoísmo social se contradicen mutuamente. El mismo marxismo ortodoxo ya no gusta hoy reiterar sus originarias imágenes de esperanza, las cuales, sin embargo, siguen atizando hasta nuestros días su dinámica revolucionaria.
Como se sabe, Ernst Bloch ha sido reprochado como desviacionista, respecto a la línea general del Partido, por causa de su libro El principio de la esperanza. Sin embargo, no conviene olvidar que, en definitiva, es el propio Karl Marx quien calificó al comunismo de “auténtica solución al enfrentamiento del hombre con la naturaleza y con el hombre” y de “enigma histórico resuelto”; ni tampoco dejar de recordar que Lenin, en el año de la revolución rusa (1917) dijo de la “sociedad comunista” que por primera vez los hombres mantendrían en ella “sin violencia, sin coacción” las “reglas elementales de la convivencia conocidas desde la antigüedad”.
No hay indicios de que estemos cerca de algo parecido. En su libro Conversaciones con Stalin, el dirigente comunista yugoslavo Milovan Djilas relata que un alto jerarca del ejército le contó que era convicción común entre los “oficiales soviéticos educados en el marxismo” —los formados durante las batallas de la Segunda Guerra Mundial— de que sólo cuando el comunismo triunfase en todo el mundo, las guerras alcanzarían el extremo de su dureza; sólo entonces se emprendería la indiscriminada aniquilación de toda la humanidad “en aras de la mayor felicidad”.
Existen, sin duda, “progresos” en la historia: hay avances en medicina, en agricultura y ganadería que simplemente han hecho posible a millones de hombres la vida física sobre la tierra. Se han producido, sobre todo, grandiosos e indiscutibles adelantos en el dominio técnico de la naturaleza, o en el aprovechamiento de sus energías.
Sin embargo, también aquí hay que poner algún “pero”, algún “a pesar de”. Porque dichos logros han tenido siempre y tienen también ahora un carácter de oportunidad y, como se sabe, es propio de la oportunidad que pueda ser utilizada como que pueda perderse o ser mal aprovechada.
Pondré aquí solamente dos ejemplos, que tienen que ver con el tema que nos ocupa.
Primer ejemplo: el estudio de la realidad psicofísica del hombre jamás había ofrecido medios tan eficaces para la medicina como aquellos de que ahora disponemos; sin embargo, por la misma razón y con los mismos medios, jamás han existido tan grandes posibilidades de desnaturalización violenta, de perversión y esclavización del hombre por el hombre.
Segundo ejemplo: la energía atómica se ha hecho disponible para el hombre; sin embargo nadie puede predecir si se hará de ella un uso racional y conveniente o si se sucumbirá al peligro del abuso político y de la destrucción física.
Hasta acá nos hemos preguntado por presuntos signos a los que alguien podría recurrir para considerar como improbable un final intratemporal catastrófico de la historia.
En la búsqueda de una respuesta quiero, por el momento, acallar mi propia voz y en su lugar recapacitar sobre afirmaciones que se pueden encontrar en escritos de nuestros días (lo cual, naturalmente, no significa que acepte sin reparos todas las opiniones que voy a citar; en todo caso, lo que digo es que estas cosas pueden pensarse y decirse, a la vista de lo que hoy está sucediendo en el mundo).
En un libro de Johan Huizinga se lee: “Resultaría muy significativo comprobar, mediante una curva representativa, la rapidez con que desaparece la palabra ‘progreso’ del lenguaje usual del mundo”.
Thomas Mann, en una carta del año 1942, escribe que la experiencia de los últimos años “le ha enseñado a poner en duda la voluntad pura e inquebrantable del mundo para enfrentarse al mal”; añade que quizás pudiera calificarse a esto de psicosis de emigrante “e incluso de incredulidad”, pero ello nada quita a su convicción de que “existe una diferencia entre creer en el bien y creer en la victoria del bien sobre la tierra”.
Según Hermann Rauschning, en otro tiempo presidente del Senado de Danzig y después granjero en los Estados Unidos, con el moderno nihilismo “ha irrumpido plenamente en la conciencia histórica una propiedad esencial del hombre: la tendencia a la auto-destrucción”.
En el Simposio Científico celebrado en Londres, en 1962, sobre “el futuro del hombre” —que dio tanto que hablar—, entre otras cuestiones se planteó la pregunta de si por acaso no habremos llegado al momento en que al hombre se le esté acabando el tiempo de mantener bajo su control las cosas de las que depende su futuro destino: planteándose al mismo tiempo la sospecha de que, en realidad, no habría gran diferencia si los progresos técnicos se mantuviesen en manos de los científicos (y no en las manos de los políticos).
Todo lo cual se puede resumir en una afirmación, atribuida a Robert Oppenheimer: “La posibilidad del apocalipsis es una realidad de nuestra vida”.
Se podría pensar que estas cosas pudieron decirse hace cien o doscientos años (por otra parte, esto se dijo efectivamente: jamás la Cristiandad ha negado el cumplimiento histórico de la profecía del Apocalipsis; y, sin embargo, ¿quién se preocupó de ello?). Ahora bien, ¿qué ha pasado desde entonces? Existe ahora la bomba de hidrógeno. Es cierto, pero con ello ¿ha cambiado la naturaleza del hombre histórico?
Podría argüirse que un “final catastrófico” de la historia no significa, ni mucho menos, lo mismo que “dominio del Anticristo” o dominio total del mal sobre el mundo.
¿O es que también estas ideas han adquirido una cierta verosimilitud intrínseca?
En su preocupación por asumir una actitud marcadamente opuesta a las “exageraciones” de las ideas “medievales” acerca del Anticristo, Ignaz von Döllinger —el destacado teólogo historiador— intentó refutar en 1860 el siguiente y “moderno” argumento-profecía: “con la ampliación geográfica del ámbito de la historia”, se llegaría un día a la organización de un poder mundial lo suficientemente enérgico como para poner en marcha una persecución general en todos los continentes e incluso “en todas las islas”, al mismo tiempo que se suprimirían todos los servicios religiosos, etc., “algo —dice— completamente inimaginable”.
Tal refutación lo único que puede suscitar es nuestra sonrisa. Si algo tiene perspectivas de funcionar de modo completamente impecable son los aparatajes técnicos para la transmisión de órdenes; ya no existen “islas”.
Evidentemente, Friedrïch Nietzsche, contemporáneo de Döllinger, intuyó mejor el asunto al preocuparse más del propio hombre futuro que de lo que pudiera parecerle técnicamente difícil o imposible: para él “la democratización de Europa” —ya se entienda ello en el campo de la “civilización” o del “progreso”— surgiría de la “creación de un tipo de hombre apto para la esclavitud, en el sentido más refinado de la palabra”, y supondría al mismo tiempo “una organización opresora en orden al cultivo de los tiranos, en el sentido más amplio de la palabra”.
Si se recogen los ecos de este horripilante pensamiento de Nietzsche, se verá con sorpresa de qué diversas maneras ha sido formulado desde entonces.
En el principio de toda revolución está la libertad, viene a decir Albert Camus, pero luego viene el momento en que la justicia exige la limitación de la libertad, culminando la revolución en el terror.
Y afirma Ernst Jüngen: la unificación que se está realizando en el ámbito universal, con vistas a un poder mundial, “va unida al temor de que la perfección alcance sus formas definitivas a costa de la libertad”.
El sociólogo Wilhelm Ropke teme que los hombres, después de haberse habituado a un gran dominio estatal, “posiblemente dejen de considerar importante el margen que los separa del cien por cien de dominio estatal”.
Hermann Rauschning opina que el mundo se desarrolla “en dirección a un centro de poder absoluto, a un absolutismo universal”, y habla de la amenazadora posibilidad de una civilización mundial “de disfrutes materiales de la vida, sobre la base de una progresiva deshumanización… bajo el poder total… del monopolio en manos de un gran inquisidor mundial”.
Como se sabe, la idea del “gran inquisidor” tiene su origen en la leyenda que incluye Dostoiewsky en su imponente novela Los hermanos Karamazov; de hecho, es allí donde se lee aquella demoledora frase: “Al final nos colocarán su libertad a nuestros pies y nos dirán: hacednos vuestros esclavos, pero alimentadnos”.
La misma frase de Dostoiewski se encuentra citada en uno de los más notables e importantes libros de los últimos años, cual es el de Aldous Huxley Treinta años después o nueva visita a un mundo feliz. Bajo el título Brave New World —reflejo, en realidad, del Sturm de Shakespeare—, Huxley había publicado en 1931 una novela futurista extraordinariamente inteligente y cuya acción transcurría en los siglos 6° ó 7° “después de Ford” (“d.F.”). Treinta años después, el autor vuelve la mirada sobre aquel libro: “En el año 1931, cuando escribí Un mundo feliz, yo estaba convencido de que quedaba todavía muchísimo tiempo. La sociedad completamente organizada…, la abolición de la libre voluntad por el acondicionamiento metódico de reflejos, la presumible esclavización…, eran cosas que llegarían alguna vez, desde luego, pero no durante mi vida, ni siquiera durante la vida de mis nietos. En este tercer cuarto del siglo XX..., me siento mucho menos optimista… Las profecías que hice en 1931 se están haciendo realidad mucho antes de lo que pensé”.
Luego Huxley pasa revista a su viejo libro, punto por punto, y basándose en las experiencias históricas tenidas desde entonces llega a la conclusión de que uno de los elementos principales del mundo futuro será la “dictadura científica”, en la que probablemente “habrá mucha menos violencia que bajo Hitler o bajo Stalin” y en la que los individuos “serán manipulados sin dolor por un cuerpo de ingenieros sociales perfectamente adiestrados”; “la Democracia y la Libertad serán los temas de todas las emisiones radiofónicas y de todos los artículos editoriales”, pero la realidad de fondo será “un nuevo tipo de totalitarismo sin freno”, cuya remoción apenas si será imaginable.
La sospecha de Gabriel Marcel de que quizás haya que ver “la imagen del mundo futuro en los campos de concentración”, parece que está superada. El “totalitarismo sin violencia” es por naturaleza perfectamente inhumano; entre otras cosas, porque aparentemente puede justificar su existencia con buenos fundamentos. El significado de esta perfecta aptitud para la mentira —es decir, la desaparición de la comunicación interhumana, que se apoya esencialmente en la confianza— lo ha tratado de explicar Martín Buber como sigue: “En el futuro… la desconfianza existencial será una característica… de toda relación mutua, mientras la conversación será sustituida por la mudez” (lo cual no significa, desde luego, que la “palabrería” y la simple articulación de sonidos —la verbositas—, desaparecerá, sino que, por el contrario, se verá favorecida).
Esto, dice Huxley, jamás se lo hubieran podido imaginar los primeros luchadores en pro de la libertad de prensa y en contra del analfabetismo: “no previeron lo que realmente ha sucedido: el desarrollo de una gigantesca industria de comunicación de masas que… no se ocupa ni de lo verdadero ni de lo falso, sino que se ocupa de lo irreal y de lo insignificante”.
Es cierto que ninguno de los autores mencionados dice una sola palabra acerca del “Anticristo”. Es natural que no lo hagan. E incluso es probable que la mayoría de ellos rechazaría que se asociase lo que quieren decir con lo que significa este nombre.
Sin embargo, a mi juicio, todas esas expresiones coinciden bastante exactamente con lo que de hecho expresa el concepto de “dominio del Anticristo”, a saber, que seremos nosotros mismos quienes haremos posible el fin de la historia, ya que la catástrofe no nos alcanzará desde el exterior, sino tendrá lugar como culminación de un proceso histórico.
Tradidit mundum disputationi eorum, Dios ha dejado el mundo a la disputa de los hombres (Ecle. 3, 11) Precisamente ésta es la terrible índole de la libertad, el conllevar necesariamente consigo la posibilidad de su abuso.
“Todo habla claramente —dice Gabriel Marcel— a favor de que se nos ha dado la facultad de construir, con nuestras propias manos, el calabozo en el que deseamos vivir. Tal es el terrible precio del imperceptible poder que se nos ha confiado, o más aún, que constituye nuestro genuino fundamento”.
II
Ahora se nos plantea, con toda claridad, la segunda pregunta: ¿cuál es el fundamento de la esperanza humana, si hay que contar al mismo tiempo con un catastrófico final intratemporal de la historia?
¿No es ésta una idea que necesariamente paraliza y devalúa toda actividad histórica?
¿Cómo puede esperarse que los jóvenes pongan siquiera “manos a la obra”?
Trataré de ir respondiendo paso a paso estas preguntas.
Primer punto. — Hay que distinguir claramente dos cosas (lo cual raramente se hace; pienso sobre todo en Ernst Bloch): por una parte lo que se considera como valioso, lo planeable y realizable, el establecimiento de objetivos y la voluntad de transformaciones; por otra parte lo que, en sentido estricto, puede ser objeto de la esperanza.
Si atendemos al significado intrínseco de la palabra esperanza, podemos decir que ésta se refiere siempre a algo que precisamente no podemos hacer por nosotros mismos; en caso de que estuviera en nuestras manos nadie hablaría propiamente de esperanza (esto se puede demostrar, muy fácilmente, mediante el análisis del lenguaje cotidiano).
Además, por encima de todo, la Esperanza del hombre (no las esperanzas, sino la Esperanza, que sólo existe en singular) tiende a la última y perfecta satisfacción.
Lo que en verdad esperamos es, como muy acertadamente describe Ernst Bloch, la plena existencia, la restauración del hombre, el hogar, el llegar a casa, el reino, “Jerusalén”, una satisfacción absoluta de las necesidades y una bienaventuranza como jamás la hubo.
Si se acepta lo anterior, habrá que afrontar dos cuestiones.
La primera reza así: ¿Existe algún objetivo o alguna voluntad de transformación realísticamente legítima del mundo (justicia social, sociedad sin clases, paz entre los pueblos, razas y religiones, etc.), existe algún objetivo de este tipo con cuya realización alguien pueda prometerse y esperar seriamente aquella última satisfacción, aquella “plena existencia”?
La segunda cuestión que habrá que plantearse será esta: ¿Existe por ello, según alguna opinión auténtica, derecho a declarar absurda la actividad histórica o a rechazarla? ¿Por qué, en definitiva, esa tendencia a la plenitud no será capaz de implantar un mundo sin sufrimientos e injusticia? ¿Por qué no será capaz de crear un paraíso sobre la tierra? ¿Es razonable afirmar que todo lo que realizamos, en nuestra vida corporal, carece de valor porque al final tenemos que morir?
Segundo punto. — Por lo que respecta al tema de la “muerte”, hay que poner en claro lo siguiente: si la actual existencia histórica es toda ella esperanza y posee intrínsecamente la estructuración propia del “Todavía no” (en cuyas características descritas fenomenológicamente coinciden por completo Pascal, Ernst Bloch y Gabriel Marcel con la tradicional antropología occidental); si verdaderamente el hombre, hasta el instante de su muerte, es homo viator, “hombre en camino”; y si incluso en el último instante de su vida sigue estando ante lo más genuino de su peregrinar, ante su culminación… entonces esta esperanza, identificada con nuestra propia existencia, o bien es sencillamente absurda, o bien encuentra su satisfacción en la otra vertiente de la muerte.
Así, pues, quien limita expresamente su campo visual al terreno de “este lado” de la muerte, es comprensible que no vea otra cosa sino lo perecedero y lo absurdo de la existencia.
Como dice C. S. Lewis, sólo es verdaderamente triste el generoso incrédulo que se preocupa desesperadamente por no perder lo que él llama su “fe en los hombres”.
Por otra parte, la capacidad de no desesperar ante la vista de la muerte, así corno ante un catastrófico final intratemporal de la historia, es algo empíricamente muy relevante.
Supuesta esta capacidad, incluso en medio de la catástrofe sigue siendo posible una actividad histórica de signo afirmativo, tanto de tipo “político”, es decir, dirigida a la realización de la justicia, como mediante un encomiable quehacer que inspire la creación.
Erik Peterson ha escrito que de la boca de los mártires no sale jamás palabra alguna contra la creación hecha por Dios; a pesar de todo lo que les ocurre y a pesar del modo como se les muestra “en realidad” el mundo de los hombres, dicen una y otra vez: la creación es buena, muy buena.
Tercer punto. — En este contexto, la decidida afirmación del cristianismo de que la esperanza es una virtud teologal, si no plausible del todo, quizás resulte algo plausible.
Algo semejante expresó también Kant cuando dijo que la cuestión filosófica fundamental: “¿qué debo esperar?”, no encontrará su respuesta en la Filosofía, sino en la religión.
Es claro que existen esperanzas perfectamente legítimas ”a este lado” (por así decirlo) de la religión, como las que atienden a la prosperidad de las jóvenes generaciones o a la paz del mundo.
No obstante, ¿se puede afirmar que un hombre que pierda una de estas esperanzas (en plural) deje de “estar en orden” precisamente por ello? Estar en orden, con miras a la existencia correcta del hombre: precisamente, esto es lo que significa el concepto de “virtud”. Así, pues, la esperanza se convierte en un elemento de la correcta existencia humana: no solamente porque es esperanza sino porque se orienta hacia la auténtica consumación del hombre; la cual, si es que cristaliza, se dará “más allá” de la existencia corporal-histórica (por lo que, acerca de ella, sólo se “sabe” por la fe).
Cuarto punto. — La idea de lo que se espera, en la esperanza teológico-”sobrenatural” del cristianismo, no debe considerarse como algo completamente separado de la actual existencia del hombre.
Es cierto que radica “más allá” del límite de la muerte, lo cual lo hace inalcanzable a los hombres por sus propias fuerzas, no solamente en la, existencia individual, sino también en la historia universal; sin embargo, tiene que ver realmente no sólo con las esperanzas del hombre natural, sino también con sus propias realidades intrahistóricas.
Cuando la profecía apocalíptica habla de la resurrección de los muertos y de la “nueva tierra” da a entender que ni una iota —absolutamente nada— se perderá de lo que “aquí” sea bueno, correcto y justo, verdadero y bello bienintencionado y sano. “Se recogerá la cosecha del mundo —como dijo Urs von Balthasar, en su interpretación de Solowjew—, pero no por la propia humanidad”.
Uno de los grandes símbolos o imágenes de la esperanza que se repite una y otra vez, mediante el cual los hombres han intentado siempre aclarar la última consumación de su existencia es, por ejemplo, el símbolo del gran banquete.
Ya Platón había hablado, en el Fedro, de algo que sucedería más allá del tiempo y en un lugar por encima del cielo. Pero el banquete en comunidad, con el que la cristiandad ya en este mundo histórico reconoce y celebra el comienzo real y el preludio de la vida de felicidad en la Mesa de Dios, ese banquete jamás fue posible que lo soñara Platón. Tampoco la razón replegada sobre sí misma hubiera podido vislumbrar semejante posibilidad.
Sin embargo, puede sospecharse que siempre que los hombres, bajo determinadas condiciones, proyectan la flecha de su esperanza a la imagen futura de una sociedad perfecta (en la que los hombres sean hermanos y no lobos, y los bienes sean distribuidos con justicia), está en cierto modo oculto el tema del gran banquete.
La absolutización “religiosa” de estas esperanzas demuestra, con bastante frecuencia, que en definitiva —y aunque quizás sus mismos sostenedores lo nieguen— tienden hacia algo que no se puede lograr mediante ninguna actividad transformadora del mundo, sea o no socialista.
En este caso, existiría, de hecho, una solapada unión con la Esperanza de la Cristiandad, naturalmente que sólo con la condición, de que aquello por lo que en verdad se lucha sea por una comunidad humana universal (y no, para decirlo con drástica claridad, por un programa totalitario y discriminador o incluso liquidatorio de “los otros”).
Si se cumple esta condición —en analogía con el concepto de la fides implicita según la cual, como siempre ha enseñado la gran Teología occidental, todo aquel que está convencido de que Dios es de algún modo el salvador del hombre, cree “por inclusión” en Cristo— podría hablarse de una spes implicita merced a la cual se tiene esperanza, de forma implícita y por inclusión, en todo aquello que también espera el cristiano.
Tal comunidad sólo puede aceptarse a partir de la esperanza explícita. Dicho de otro modo: si la cristiandad no ve esta comunidad, ni la designa por su nombre, no la verá nadie; y en este caso, se quedará sin fuerza histórica.
Evidentemente, “comunidad” no significa identidad: la “especificidad del cristiano” (R. Guardini) sigue siendo una misión perenne que, en el momento presente, tiene incluso una particular actualidad.
Esa misión incluye primordialmente dos tareas.
En primer término, es el fundamento que mantiene siempre presente la convicción de que —precisamente debido a la indeclinable estructura “todavía no” de la existencia histórica— la definitiva satisfacción de “la” Esperanza humana no es realizable de éste lado de la muerte.
En segundo lugar, ha de quedar bien claro por qué el objeto de esta esperanza —identificada, en lo fundamental, con nuestra propia existencia— escapa a una descripción exhaustiva y total.
Quien en verdad tiene Esperanza, lo mismo que quien reza, permanece abierto a una satisfacción de la que no conoce ni la hora en que se realizará ni su forma concreta.
El arte de no desesperar es sencillamente algo que no se puede aprender: es un don, mucho más de lo que lo es cualquier otro tipo de “arte”.
En todo caso se pueden enumerar algunas premisas sin cuya realización, conscientemente reflejadas o no, seremos incapaces de recibir tal don.
Radio Cristiandad (21/12/16)
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