martes, 20 de diciembre de 2016

La hegemonía neomarxista es puesta en cuestión.

Por Agustín Laje
Podemos mencionar la inesperable victoria de Donald Trump, el “Brexit”, el No a las FARC, la emergencia de la “AltRight” en Europa, las multitudinarias movilizaciones contra la ideología de género en Perú, México y Colombia.

La desconfiguración del orden político y económico bipolar tras el fin de la Guerra Fría, llevó a muchos a predicar el inicio de una nueva etapa en la humanidad signada por la ausencia de conflictos políticos de significación.
“El fin de la historia” de Francis Fukuyama, el “fin de las ideologías” de Daniel Bell, son aspectos de ese “fin de la política” del cual se suele quejar Chantal Mouffe.
La resultante ideológica de este proceso fue el “gran consenso”, una suerte de tregua entre socialistas y liberales, en el cual aquéllos aceptaban los postulados básicos de la economía de mercado mientras que éstos adoptaban postulados básicos del marxismo cultural, es decir, del igualitarismo llevado a terrenos que exceden a la actividad económica.
El consenso en cuestión no duró mucho. La izquierda rápidamente se fue despojando de aquellos elementos del liberalismo económico que, como medicina amarga, había aceptado, mientras los sectores liberales, dedicados siempre y casi de manera excluyente al estudio de la economía, no pudieron ni entender ni —por añadidura— resistir las dosis de marxismo cultural que habían asimilado.
La resultante ideológica fue, pues, la configuración de una hegemonía así compuesta: en política se propició el populismo por sobre el Estado de derecho y el sistema republicano; en economía se propició el crecimiento desmedido del Estado y la ideología redistribucionista por sobre el productivismo; en cultura se apuntaló el proyecto posmoderno del relativismo moral y cultural. Si un solo término pudiera resumir estos elementos, diríamos que ese término es “neomarxismo”, en la medida en que es el igualitarismo el común denominador en cada uno de ellos.
Así las cosas, para la derecha quedarían atrás por mucho tiempo experiencias como la de la “revolución neoconservadora”, que fuera definida por Guy Sorman en La revolución conservadora como un registro especial de la “ideología americana” donde se confiere importancia y se cree “en la moral, en el éxito, en la patria, y sobre todo en América. (El conservador) Está persuadido de que el sueño americano sigue andando, con tal de que el Estado no frene la libre iniciativa, que la izquierda renuncie a hacer feliz al pueblo a pesar de él, y que los soviéticos se queden en su casa”.
Esta revolución, que Sorman estudia en los ’80, pero que nace en 1978, “no es solamente política —anota el filósofo francés—, es en primer lugar cultural, moral, económica”. En ese orden. Sus palabras podrían haber sido escritas este mismo año, 2016, en referencia a la victoria de Trump, apalancado precisamente por este tipo de ideas que ya estaban, mutatis mutandis, en el espíritu del proyecto de Reagan y los “neocons”.
¿Qué está pasando entonces en el mundo? Varios hechos nos llevan a pensar en el inicio del fin de la hegemonía del neomarxismo. O al menos en el inicio de una resistencia sustantiva. Esto es: un giro del péndulo hacia la derecha.
Por un lado, podemos mencionar la inesperable victoria de Donald Trump, el “Brexit”, el No a las FARC, la emergencia de la “AltRight” en Europa, las multitudinarias movilizaciones contra la ideología de género en Perú, México y Colombia. Por el otro, tenemos la crisis que ha sufrido y sufre el “socialismo del Siglo XXI”: el fin del kirchnerismo en Argentina, el impeachment contra Dilma en Brasil, el No a una nueva reelección de Evo Morales en Bolivia, los casos de corrupción y el fracaso del “nuevo modelo” de Bachelet en Chile que la tiene por el subsuelo de popularidad, el caos social de la Venezuela de Maduro y la muerte del dictador Fidel Castro.
La hegemonía neomarxista, al parecer, ha sido puesta en cuestión. El problema, acaso, es que la reacción se ha dado por ahora sólo en la arena política, y de manera espontánea. No hay de por momento una sistematización intelectual clara que otorgue sustancia a un nuevo frente que resulte más o menos homogéneo en su teoría y en su praxis, para enfrentar al marxismo cultural en todos los ámbitos.
Es imposible predicar sobre cómo evolucionará la cuestión. Lo que sí me atrevo a pensar, es que ningún purismo podrá encarnar intelectualmente la representación de una nueva derecha que emerge en un contexto completamente distinto del que los puristas —“intelectuales tradicionales” al decir de Gramsci y por tanto fuera de la historia— acostumbran a anclar sus banderas.
El nuevo contexto y los múltiples sujetos de la revolución que el marxismo cultural ha ido creando, exigirán el diálogo y la simbiosis entre las distintas ramas de aquello que, a veces de forma poco precisa, identificamos como “derecha”: es decir, de las distintas doctrinas que abominan del igualitarismo (no confundir con igualdad) que, como decíamos al inicio, estructura ideológicamente la hegemonía del marxismo cultural.




Prensa Republicana (20/12/16)

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