La repulsa por el populismo trae aparejado un riesgo no menor: desarraigar a la política de su dimensión conflictiva.
Es decir: traer la antipolítica a escena. En efecto, es sabido que, conforme a las teorizaciones de Ernesto Laclau en la materia, el populismo supone una forma de construir lo político en la cual se busca hacer emerger un sujeto popular (“el pueblo”) como resultado de articulaciones hegemónicas estructuradas por el antagonismo. Es casi ya redundante recordar que no hay “pueblo” sin el trazado de una frontera que lo separe del “antipueblo” y, a través de éste, conferirse identidad.
La mayoría de quienes se horrorizaron del populismo todos estos años —no sin importantes razones—, identificaron muy mal lo definitorio de tal práctica: para ellos, lo censurable del populismo era el conflicto, cuando en verdad el conflicto es inherente a la política y lo problemático del populismo es, en todo caso, la arbitrariedad y la exclusión intrínseca a la construcción del sujeto popular. Así las cosas, se confundió populismo con política, y el resultado de “salirse del populismo” terminó siendo “salirse de la política”.
Los lirismos imperantes dirán que la política tiene una dimensión consensual que ha de ser ponderada. De acuerdo. Pero no ha de olvidarse que el consenso puede surgir sólo allí donde antes de él hubo conflicto, desacuerdo, antagonismo. Hay consenso cuando hay conflicto: y el consenso no es ni más ni menos que una resultante parcial del cruce de poder de las distintas posiciones en pugna. Sin conflicto no hay consenso, aunque sin ningún grado de consenso no hay política: lo que hay es, sencillamente, guerra.
Una historia de la política universal nos revela tal verdad. Los sistemas de partidos se han ido configurando en todas partes con eje en distintos conflictos. El reconocido politólogo italiano Angelo Panebianco ilustraba en su Modelos de partido que el sistema de partidos europeo se estructuró de la mano de “cuatro fracturas”: Centro vs. Periferia, Estado vs. Iglesia, Ciudad vs. Campo, y distintas fracturas de clase. Es tan solo un ejemplo. Otro caso podría ser el de nuestro propio país, donde podemos explicar los partidos a lo largo de nuestra historia con arreglo a fracturas del tipo Federalismo vs. Unitarismo, Estado vs. Iglesia, Estado vs. Mercado, Agro vs. Industria y, también, fracturas de clase.
Tan inherente a la política resulta el conflicto, que los historicismos que propugnaron distintos “fin de la historia” (verbigracia: Marx o Fukuyama) imaginaban un estadio final de organización humana donde no había política precisamente porque no había conflicto (en Marx el conflicto desaparecía con la abolición de las clases sociales; en Fukuyama desaparecía con el triunfo de los mecanismos de mercado).
Suele afirmarse que lo contrario a la política es la administración, donde la acción no se estructura por el conflicto. Al técnico, sujeto arquetípico de la administración (y de las “tecnocracias”), ya le es dado de antemano el fin, al decir de Max Weber. Y por ello es, precisamente, técnico y no político: porque no disputa el fin, sino que lo acata sin más.
En este orden de ideas, no es difícil advertir en el gobierno de Cambiemos una dimensión tecnocrática que aparece predominante por sobre la política. Su ausencia de intelectuales resulta un indicador interesante. Si el Estado es hegemonía acorazada con coerción al decir de Gramsci, y los intelectuales son agentes fundamentales de la hegemonía, pues dicha ausencia redunda en un Estado anclado en la hegemonía de los otros que atrás se quedaron en términos políticos-institucionales pero que, en términos ideológicos, siguen gobernando.
El terror de Cambiemos frente a todos los conflictos políticos, suele de la misma forma sobresalir. Allí donde surge el conflicto —esto es, donde se abre el camino de la política—, al gobierno siempre le terminan torciendo el brazo, alegando una “política de consenso” que refleja, en verdad, bien su debilidad estructural, bien su comprensión naif de la política. Piqueteros, manteros y becarios de CONICET son, acaso, los últimos ejemplos a mano que las crónicas ofrecen. La visión política de los movilizados contra el gobierno resultó la dominante: el “consenso” no fue sino la coronación final de tal dominación. ¿Cómo iba a ser de distinta manera, si la hegemonía heredada no ha sido alterada?
Las iniciativas gubernamentales, asimismo, procuran una despolitización de dudosa eficacia en una sociedad altamente politizada. El caso de los billetes con animales ilustra el punto: lejos de dar una batalla cultural por la historia, Cambiemos opta por simpáticos animalitos que no lo comprometan en la disputa por el pasado que, se quiera o no, tiene lugar en nuestra sociedad. Los efectos políticos, se esquive o no el conflicto, tarde o temprano emergen. Y si no, pregúntenle a Lopérfido.
El hombre es un zoon politikon decía Aristóteles. Somos animales políticos: sólo las bestias y los dioses pueden excluirse de la política, anotó el Estagirita. Abandonar la política tiene, pues, sus consecuencias negativas, sobre todo en una sociedad altamente politizada. ¿Cuáles son esas consecuencias? En una palabra, terminar siendo el administrador de las ideas de los adversarios.
13 enero, 2017. PRENSA REPUBLICANA
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