por Juan Manuel de Prada
Así, el español se fundió con el indígena, dando lugar a la más hermosa raza que vieron los siglos.
Aceptando las tergiversaciones elaboradas por nuestros enemigos seculares, hemos llegado a avergonzarnos de los episodios más gloriosos de nuestra Historia, en un aberrante proceso de patología colectiva.
A José Antonio Sánchez, presidente de RTVE, le han montado un aquelarre por afirmar que España “no fue colonizadora, sino civilizadora y evangelizadora”. No debe extrañarnos tan furibunda reacción; pues, el españolito medio siempre ha sido una cacatúa orgullosa de regurgitar todos los topicazos de la Leyenda Negra, como nos explicaba Joaquín Bartrina en unos versos célebres: “Oyendo hablar a un hombre fácil es / acertar dónde vio la luz del sol. / Si habla bien de Inglaterra, será inglés; / si os habla mal de Prusia, es un francés; / y, si habla mal de España, es español”.
Así, aceptando las tergiversaciones elaboradas por nuestros enemigos seculares, hemos llegado a avergonzarnos de los episodios más gloriosos de nuestra Historia, en un aberrante proceso de patología colectiva. Yo agradezco mucho a José Antonio Sánchez, de cuya teta nunca he mamado, que haya tenido el valor de confrontar al enfermo con su odiosa patología masoquista.
España fue, en efecto, civilizadora y evangelizadora. Llegó a América con una idea muy sencilla y, a la vez, vertiginosa: Dios había hecho nacer a todos los hombres de una misma pareja; más tarde, había querido que su Hijo se pasease por el mundo en carne mortal, como si fuera descendiente de aquella primera pareja; y, ya por último, había entregado su poder al Papa, que a su vez se lo había alquilado a los reyes españoles en aquellas regiones del planeta. De lo que se deducía que los habitantes de aquellas regiones eran súbditos del rey español, fieles al Papa e hijos de Dios, por ser descendientes todos –como cualquier rey o Papa– de aquella primera pareja. Y algo tan sencillo y a la vez tan vertiginoso fue posible porque España era entonces la única nación europea que custodiaba íntegro el concepto medieval –escolástico– de la unidad universal de todos los hombres.
Por supuesto, muchos españoles que se fueron a América albergaban crudos instintos materiales. Pero sobre su crudo materialismo se impuso la noción escolástica de unidad universal de todos los hombres. Por eso la reina Isabel montó en cólera cuando, de una de las primeras expediciones colombinas, le trajeron indios para que los tomase como esclavos; y ordenó reunir a sus mejores teólogos, para que le explicasen lo que ella ya sabía: que los indios eran tan hijos de Dios como ella misma. Y enseguida la tesis misionera se alzó frente a la tesis colonizadora; y surgió el “derecho de gentes”, amparando al indígena frente a los poderes temporales. Aquella fue la mayor empresa civilizadora que vieron los siglos.
Luego, en la práctica cotidiana, se cometieron muchos abusos –como también Sánchez reconocía en su discurso–, porque había españoles crueles y ambiciosos. Pero españoles fueron también quienes denunciaron estos abusos, desde Bartolomé de las Casas a mi paisano Toribio de Motolinia. Y españoles fueron, en fin, los reyes, obispos y jurisperitos que defendieron a los indígenas con leyes humanísimas, sin parangón en la época. Una nación se define por los principios que sus mejores hijos sostienen, no por los abusos que sus bastardos perpetran. Y, además, por cada español cruel hubo siempre un fraile con los cojones muy bien puestos que se liaba a zurriagazos con él y lo amenazaba con la condenación eterna, obligándolo a pagar los estudios del indígena maltratado o a acoger a la indígena a la que había dejado preñada.
Así, el español se fundió con el indígena, dando lugar a la más hermosa raza que vieron los siglos. Bastardo sea quien denigre esa raza; y bastardo también quien reniegue de la empresa que la hizo posible.
Publicado en ABC el 8 de abril de 2017.
ReL (10/4/17)
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