Por Juan Manuel de Prada
En otras fases de la Historia, las injusticias no reparadas acababan estallando en revoluciones.
La amnistía fiscal promovida por el Gobierno hace cinco años (en Epaña) acaba de ser declarada inconstitucional y calificada como «una abdicación del Estado». En realidad, era algo mucho más grave aún: una injusticia flagrante que, además, la sentencia del Tribunal Constitucional –por un elemental principio de seguridad jurídica– no puede reparar. Y, como nos enseñaba Leonardo Castellani, la injusticia no reparada es el disolvente más tenaz que existe, un veneno moral que se infiltra en el corazón de los hombres y «provoca naturalmente el deseo de venganza; o bien la propensión a responder con otra injusticia; propensión que puede llegar hasta la perversidad, a través del afecto que hoy llaman resentimiento».
Max Scheler escribió un libro clásico en donde se nos explica cómo este afecto miserable deja a quienes han padecido una injusticia «rumiando una venganza que no pueden ejecutar», constantemente atormentados hasta que terminan explotando como un grano purulento, sembrando a su paso la destrucción. En otras fases más encrespadas de la Historia, las injusticias no reparadas acababan estallando en revoluciones. Pero aquello ocurría cuando la gente nada tenía que perder; hoy en día, la gente tiene muchos derechos de bragueta y muchos entretenimientos plebeyos que perder, así que se lo piensa mucho antes de lanzarse a la revolución (que, por otro lado, sería muy prontamente sofocada, pues el Estado goza de medios para reprimirla mucho más eficaces que antaño).
Y, como no puede lanzarse a la revolución, alimenta un resentimiento que se traduce en aminoración del patriotismo, desdén y asco hacia las instituciones, conciencia personal de ultraje, rabia mal contenida e indignación supurante. Este resentimiento acaba deteriorando la convivencia social hasta hacerla inviable, porque la herida inmortal que causa una injusticia no reparada acaba volviendo a las personas alimañas que no hacen sino desazonarse cuando no pueden morder.
Eso que los «analistos» políticos llaman «deterioro de la democracia» no es sino la consecuencia natural del resentimiento alimentado por las injusticias no reparadas. Sin ese resentimiento serían inexplicables muchas de las turbulencias sociales ocurridas durante los últimos años; y muchas de las formaciones políticas de nuevo cuño han brotado de su vapor mefítico, como el moho brota de la podredumbre. No se puede reclamar a la gente que haga sacrificios, que se apriete el cinturón, que pague religiosamente sus impuestos, que acate la reducción de sus salarios, mientras a treinta mil privilegiados se les permite «regularizar» el dinero que obtuvieron de forma (digámoslo piadosamente) brumosa y evadieron, para evitar los gravámenes fiscales que caen con rigor sobre quienes viven de un modesto salario.
Y, desde luego, no se puede justificar una injusticia tan flagrante aduciendo que estas amnistías fiscales facilitan la afloración de un dinero que, de otro modo, permanecería oculto. Como nos enseñaba Macbeth, no se puede hacer una locura con la idea de alcanzar la cordura; no se puede alcanzar un bien haciendo un mal. Y el gobernante que maquiavélicamente olvida una verdad tan elemental no hace sino echar más gasolina el fuego del resentimiento.
Y, cuando se echa gasolina al fuego del resentimiento, sólo se logra que la rabia, el deseo de venganza, la envidia y demás pasiones innobles dejen de dirigirse a un objeto específico para apuntar a todas las direcciones posibles. Aquella amnistía fiscal fue un gran servicio a quienes han hecho de la «metodología del odio», bellamente disfrazada de idealismo, su vía de ascenso político.
ABC – 10/06/17
Prensa Republicana (12/6/17)
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