por María Arratíbel.
La insurrección definitiva, que de algún modo marca el comienzo de la guerra, estalla el 6 de marzo de 1793.
La insurrección definitiva, que de algún modo marca el comienzo de la guerra, estalla el 6 de marzo de 1793.
Citábamos las causas inmediatas en el post anterior: por una parte el cierre de iglesias y capillas que no fueran atendidas por sacerdotes juramentados y, por otra, la leva forzosa con la que la Revolución quería hacer frente a las tropas extranjeras. En las riberas del Loira, por dar un ejemplo, los habitantes se niegan a dar sus nombres a los comisarios. A sus inerpelaciones respondían con el consabido grito de “devolvednos a nuestros buenos curas, abajo los intrusos”. (A. Bárcena, “La guerra de la Vendée”, Cap.4, p.78)
El 17 de marzo, los camaradas de Cathelineau dirán a la condesa de la Bonère: Preferimos morir en la Vendée antes que acudir a la frontera para defender a los asesinos del rey y a los compradores de los bienes nacionales (haciendo referencia a quienes habían comprado los bienes de la Iglesia “nacionalizados” por la revolución). Muerto Luis XVI en la guillotina, los vandeanos reconocerían como nuevo monarca a su hijo, un niño de ocho años encerrado en la misma habitación que había ocupado su padre. A este rey se vitoreaba en la guerra de la Vendée, aunque es poco probable que se enterara. Finalmente, Luis XVII murió dos años después sin haber salido de su prisión.
La revuelta se va extendiendo y en todas partes se reivindica la libertad de conciencia. Las campanas convocarían a los insurrectos quienes, al toque de rebato “abandonan su arado, toman pan para tres o cuatro días, empuñan la horca, la hoz y el cuchillo y se ponen en marcha con su rosario colgado al cuello y un crucifijo o medalla de algún santo al pecho. Provistos de una absolución general, la muerte resulta para ellos un sencillo sacrificio; así marchan al combate como quien va a una fiesta.” (Jean Duché, “Historia de la humanidad”, Tomo III, pág 797 Citado por Bárcena en “La guerra de la Vendée”).
“No olvidaré jamás los días 14, 15 y 16 de marzo de 1793 –escribe en sus memorias Bouthillier de Saint- André. Se oía tocar a rebato por doquier”
El edicto que publicó el Directorio departamental el 16 del frimario del año II (6 de diciembre de 1793) intentaría silenciar las campanas, ordenando que fueran requisadas las de las parroquias insurrectas, con objeto de fundirlas para hacer cañones. Pero no lograron hacerse con todas ellas. Algunas, como la gran campana “Estienne” -80 cm de diámetro y 304 kg de peso, construida en 1504- fueron defendidas por las tropas vandeanas:
En diciembre de 1794 y tras haber logrado bajar la campana pequeña y la mediana, los obreros comandados por las tropas “azules” o revolucionarias trataban de romper a martillazos la gran campana para lograr llevarse al menos sus pedazos por la estrecha escalera del campanario. Los golpes retumbaban y el sonido se oía a gran distancia. Resolvieron romper parte de la escalera –el “estropicio” se puede ver todavía hoy- pero antes de que pudieran llevarse a “Estienne” el batallón insurgente comandado por Gaspard de Béjarry marchó hacia la Réorthe. Divisados por los soldados azules éstos prefirieron huir, dejando la campana bloqueada en la escalera. Acabada la guerra, el nuevo párroco nombrado después del Concordato emprendería los trabajos necesarios para devolverla a su lugar de origen.
Antes de darles algunos datos sobre el desarrollo y fin de la guerra creo necesario hacer algún apunte sobre la falsa historia que describe a los insurrectos como bandidos desorganizados.
Los rebeldes se organizan por parroquias. En cada una de ellas se elige un comandante, dos capitanes y varios comisarios. También eran electos sus generales. En algunas batallas llegaron a presentar efectivos de 25.000 y hasta 40.000 soldados. “El capitan Vaton, del ejército republicano, aclara: Los bandidos con quien nos hemos enfrentado se baten con método; tienen muchos tiradores a pie y a caballo y un buen pelotón de infantería que marchan en buen orden con tambores a la cabeza. (A. Bárcena, “La guerra de la Vendée”, Cap.4, p.91)
Según algunos testigos, como Boutillier de Saint André, la caballería del ejército vandeano ofrecía un aspecto pintoresco: “…el ojo se sorprendía viendo arneses de cuerda, hombres sin botas, tocados con sombreros redondos, sin pistolas y no teniendo a menudo más que un sable y un fusil en bandolera por toda arma”. Por otra parte, a este ejército no le faltaba nada para sostener a sus tropas y animales. Contaban con los donativos de los campesinos y, en caso de necesidad, los generales requisaban a cargo de los nobles, grandes propietarios y emigrados.
A decir del general azul Turreau –que será después orgulloso autor de una buena parte de las masacres finales- las tropas vandeanas tenían “una manera de combatir que no se conoce aún y puede ser inimitable en tanto que no puede practicarse más que en este país y unida al genio de sus habitantes”.
El ejército de la Vendée era inconfundiblemente católico. Se rezaba el rosario cada día. A la pregunta ¿Quién vive? de los oficiales se respondía: Ejército católico.El uniforme común a los soldados era llevar un distintivo religioso: un rosario colgado del ojal, un Sagrado Corazón cosido en la ropa. Se cantaba, además, una “versión católica” de la Marsellesa: Vamos, ejércitos católicos, el día de la gloria ha llegado. Contra nosotros se ha levantado el estandarte sangriento de la República.
Después de las iniciales victorias del ejército vandeano la República toma medidas. Entre otras, la ciudad de Niort encarga cinco máquinas de decapitar y se reinstauran las antes abolidas corvées para poder aprovisionar a las tropas que van llegando a la zona. A pesar de ello, soldados hambrientos saqueaban granjas.
Conviene recordar que en París se instituiría en abril de 1793 el Comité de Salud Pública, entendiendo “salud” en el sentido latino de “salvación”, en el que ingresaría Robespierre, quien tendrá la dirección efectiva y centralizada de todo el poder y que aplicaría el terror como instrumento de gobierno. Entre los nueve miembros del primer Comité estaba Danton quien declararía que “la salvación del pueblo requiere grandes medios y medidas terribles”.
Se había creado también un Tribunal Criminal Extraordinario que, bajo consignas como “es preciso guillotinar” o “poner el Terror al día”, funcionaba de modo implacable.
La Convención acentuaría, por otra parte, la obra de descristianización. Un nuevo calendario suplanta al cristiano. Desaparece el domingo. Se pretenden suprimir las fiestas religiosas, sustituyéndolas por conmemoraciones cívicas. El vandalismo jacobino se ceba con los templos, imágenes y objetos de culto. Se cambian nombres de pueblos para borrar la dedicación a sus santos patronos. La ola ateísta culminaría con la fiesta de la diosa Razón, en noviembre de 1793, y se llegará a ordenar el cierre de todos los edificios destinados al culto, sin exceptuar los atendidos por sacerdotes juramentados.
Volviendo a la Vendée, el 9 de junio el ejército republicano sufrirá una humillante derrota en Saumur, que fue tomada por el ejército vandeano. Un mes antes, un comandante republicano había formalizado una queja aludiendo que su destacamento no podía marchar ya que estaban “desnudos como gusanos”. Frente a las bien provistas tropas vandeanas, los republicanos carecían de ropas y alimentos.
La respuesta republicana llegaría de la mano del decreto de la Convención de 1 de agosto de 1793, además de con el aprovisionamiento del ejército que combatía contra los vandeanos. Desde el Comité de Salud pública, Robespierre dirá: ¡Que la espada de la ley, planeando con terrible rapidez sobre la cabeza de los conspiradores, sacuda de terror a sus cómplices! ¡Que estos grandes ejemplos acaben con las sediciones por el terror que inspirarán a todos los enemigos de la Patria!
A los voluntarios que quisieran unirse a las filas “patriotas” –las de la República- se les asignaba un sueldo, contemplando la posibilidad de obtener un sobresueldo con una prima por “las cabezas cortadas” y las armas que se encontraran.
Los primeros movimientos del renovado ejército republicano provocarán un éxodo de la población vandeana que, a decir del abate Robin -sacerdote refractario y valioso testigo de los hechos-, “para evitar un ejército de caníbales que venía a quemar y ensangrentarlo todo, (pasó) el Loira en gran número para formar en la otra orilla un ejército de más de veinte mil almas”.
Las tropas azules siguieron a los vandeanos que huían, provocando una masacre relatada por los mismos generales que la ejecutaron. Así, el general Westermann afirmaba que “cada paso, cada granja, cada casa se convirtió en la tumba de un gran número de bandidos", y otro general republicano, Marceau, escribía: El enemigo, evacuando las casas en muchedumbre, “no pensaba más que en buscar su salvación en la fuga. Entonces abandonando sus equipajes, tirando sus fusiles, tomó el camino de Laval. Nuestros soldados hicieron una carnicería espantosa en la ciudad y los persiguieron con tal ensañamiento que pronto (…) todo el camino estuvo cubierto de muertos. (…) Por agotadas que estuvieran nuestras tropas hicieron todavía ocho leguas, masacrando sin cesar y haciendo un botín inmenso.Nos hicimos con siete cañones, nueve cajas y una inmensidad de mujeres (tres mil fueron ahogadas en Pont-au-Baux). (A. Bárcena, “La guerra de la Vendée”, Cap.5, p.122) El abate Robin relataba la desgraciada suerte de quienes habían conseguido pasar el Loira: “Todos los hombres y mujeres prendidos al regreso del Loira son conducidos a Nantes e inhumanamente masacrados”.
Se suceden más masacres y Westermann, en su informe al Comité de Salud Pública afirmará que “ya no hay Vendée, ciudadanos republicanos…He exterminado todo.”
Se organizan redadas para localizar a los rebeldes que se resolvían sin juicio, con ejecuciones masivas. Para dar una idea de la magnitud de las matanzas de la Vendée se estima que, si bien en París el terror había ejecutado a unas 2500 personas en las “matanzas de septiembre” de 1792, en La Vendée las víctimas se cuentan entre 40 y 50.000 sólo por las columnas infernales del general Tourreau.
La guillotina –que se reservaba a nobles, jefes vandeanos, sacerdotes y grandes burgueses- no ofrecía una solución satisfactoria para ejecutar a todos los prisioneros, por su lentitud. Tampoco los fusilamientos eran el modo más idóneo por el gasto de munición. Así nace la idea de las “deportaciones verticales” o noyades: ahogamientos masivos. Se metía a un número importante de vandeanos en viejas barcas que se hundían en mitad del río. Al principio estas ejecuciones se hacían de noche y con las víctimas vestidas. Después se harían en pleno día y sin ropa. Hombres, mujeres y niños morían así ahogados, algunos en brazos de sus madres. El diputado de la convención Jean Baptiste Carrier es enviado a Nantes por el Comité de Salud Pública. A él debemos algunos relatos más terribles. Concretamente, sobre las noyades, informa: “Se pone a todos estos truhanes en barcos que enseguida se hacen hundir hasta el fondo. A esto se llama enviar al Castillo de Agua. En verdad, si estos bribones se quejan algunas veces de morir de hambre, no podrán quejarse de morir de sed. Se ha hecho beber hoy a unos mil doscientos.” En otro informe en el que daba cuenta del ahogamiento de 58 sacerdotes previamente encerrados en un barco sobre el Loira exclamaba: “¡Qué torrente tan revolucionario como el Loira!”
No era mejor la suerte de aquellos que no podían huir de las ciudades arrasadas por las tropas republicanas, cuyo escenario describía así la marquesa de La Rochejaquelein:”Habían masacrado a todos nuestros heridos, las mujeres, y lso niños dejados atrás, e incluso a los habitantes de la región, sospechosos de simpatizar con nuestra causa. Solo veíamos muerte a nuestro alrededor.”
Una ley de 21 de frimario había decretado que los rebeldes que depusieran las armas a lo largo del mes siguiente serían respetados. Sin embargo, las masacres continuaban. Esto provocó un nuevo levantamiento en enero de 1794. Carrier propuso una solución que bien podría haber resultado en el primer uso de armas químicas de la historia: envenenar los pozos con arsénico. Al parecer, este y otros proyectos de envenenamiento no llegaron a hacerse realidad porque no tenían medios para asegurarse que no llegaran a envenenar a sus propias tropas.
Aquel segundo alzamiento de los vandeanos -liderados por dos generales supervivientes, Charrette y Stoffelet- se mantendría atacando en cuanto tenía ocasión pero sin conseguir grandes victorias hasta la firma de la paz de La Jaunaie en febrero de 1795 por la que los termidorianos permitieron la reanudación del culto católico.
Hasta aquí algunos lectores podrían todavía interpretar que este tipo de revanchas crueles son propias de cualquier guerra, y que no podemos hablar de genocidio en el sentido de “exterminio o eliminación sistemática”. Pero la realidad histórica es que en la Vendée, terminada la guerra comenzaría lo que Reynald Secher –autor de la tesis citada por Bárcena en “La guerra de la Vendée. Una cruzada en la revolución”- define como “la fria organización del genocidio”.
Cuando había aparecido “en escena” el general republicano Turreau inmediatamente solicitaba un decreto que cubriera de manera explícita sus planes de exterminio. La respuesta no llegaba y Turreau insistió con una segunda carta enviada unos días antes del segundo levantamiento: “Debéis igualmente pronunciaros de antemano sobre la suerte de las mujeres y los niños. Si hay que pasarlos a todos por el filo de la espada, yo no puedo ejecutar semejante medida sin una orden que ponga mi responsabilidad a cubierto“. Mientras esperaba la respuesta daba órdenes de pasar “por el filo de la bayoneta” a hombres, mujeres, chicas y niños. Finalmente, el Comité envía su respuesta: “Te quejas, ciudadano general, de no haber recibido del Comité una aprobación formal a tus medidas. Estas le parecen buenas y puras pero, alejado del teatro de operaciones, espera los resultados para pronunciarse: extermina a los bandidos hasta el último, ese es tu deber.” (A. Bárcena, “La guerra de la Vendée”, Cap.5, p.138)
Comienza el trabajo de las “columnas infernales”.
Se formaban doce columnas de 400 a 600 hombres colocadas en doble línea de más de 20 leguas de longitud con el mandato de no dejar escapar con vida a nadie que fuera cercado entre ellas. Cumpliendo el propósito que el vandeano Fayau había expresado en la tribuna de la Convención, lo incendiaban todo a su paso “para que durante un año al menos ningún hombre, ningún animal pueda encontrar subsistencia en este suelo fanatizado”. Algunos generales se jactan del número de bandidos ejecutados a su paso: Huché afirmaba haber matado en dos días a 200 vandeanos y Grignon también a 200 pero en un solo día. Carpentier superaba a ambos haciendo ejecutar a 300 ancianos y niños.
Las columnas infernales recorrieron la Vendée durante cuatro meses, hasta mayo de 1794. Su “trabajo” se complementaba con fusilamientos masivos cuyas cifras hablan de un deseo de exterminio: tan solo en Nantes, en tres semanas, se fusilaba a 1971 personas. Entre los datos estadísticos que ofrece Alberto Bárcena en “La guerra de la Vendée. Una cruzada en la revolución”, están los de los asesinados en la localidad de La Remaudière: fueron asesinados 102 vecinos de los cuales 32 eran niños, 17 madres y 8 padres. Entre los niños 21 tenían entre un mes de vida y 9 años.
En algunos lugares los habitantes mueren en la iglesia: así sucedió a los vecinos de Lucs cuyo párroco salió para pedir clemencia al menos para mujeres y niños. Fue asesinado y después se procedió a la demolición a cañonazos de la iglesia en cuyas ruinas entrarían los soldados para rematar a los supervivientes. Así murieron el 28 de febrero de 1794 un total de 564 vecinos de Lucs.
Algunos oficiales revolucionarios pronuncian quejas sobre los excesos cometidos por sus propias tropas de las que se había apoderado una especie de “histeria sanguinaria”. El relato del oficial de policía Gannet –recogido en la tesis de R. Secher citada por Bárcena- es espeluznante:
Amey hace encender los hornos y cuando están bien calientes mete en ellos a las mujeres y los niños. Le hemos hecho amonestacones; nos ha respondido que era así como la República quería cocer su pan. (…) hoy los gritos de estas miserables han divertido tanto a los soldados y a Turreau que han querido continuar esos placeres. Faltando las hembras de los realistas, se han dirigido a las esposas de verdaderos patriotas. (…) Hemos querido interponer nuestra autoridad, los soldados nos han amenazado con la misma suerte.
Amey hace encender los hornos y cuando están bien calientes mete en ellos a las mujeres y los niños. Le hemos hecho amonestacones; nos ha respondido que era así como la República quería cocer su pan. (…) hoy los gritos de estas miserables han divertido tanto a los soldados y a Turreau que han querido continuar esos placeres. Faltando las hembras de los realistas, se han dirigido a las esposas de verdaderos patriotas. (…) Hemos querido interponer nuestra autoridad, los soldados nos han amenazado con la misma suerte.
Algunos muertos eran tratados como materia prima. En Angers se llegó a curtir la piel de los vandeanos asesinados para hacer pantalones de montar, de lo que dan cuenta informes republicanos que, además, detallan que “la piel que proviene de hombres es de una consistencia y de una bondad superiores a la de las gamuzas”.
Finalizado su trabajo, las columnas infernales son reemplazadas por el ejército regular con unos efectivos de 62.000 hombres.
Pasada la represión más dura, comienza el trabajo de “memoria histórica”. La propia Convención reconoce la crueldad de los patriotas, como si hubieran sido perpetradas por iniciativa personal de las tropas o quienes las dirigían. Recordemos que los órganos de gobierno de la República tuvieron responsabilidad directa. El nuevo gobierno termidoriano que acabaría con el Terror de Robespierre trató de mantener un término medio entre terroristas y realistas, procesando a alguno de los personajes más siniestros, como el diputado Carrier, el “inmersor” de Nantes, al que llevó a la guillotina. En febrero de 1795 firma la paz de La Jaunaye con vandeanos y chouanes bretones (que se habían alzado después de la gran derrota vandeana de noviembre de 1793) concediendo la restauración del culto católico, aunque sin subvención por parte del Estado ni compensación por los bienes confiscados.
No me puedo extender, para no alargar más el post, en describir la dureza de la posguerra. Baste saber que faltaba todo: aperos de labranza, animales, semilla, brazos para trabajar. Se imponen contribuciones en especie que no se pueden pagar. A la hambruna le siguió la proliferación de los verdaderos bandidos, el pillaje se multiplicaba. Aquellas tierras que se habían contado entre las más ricas de Francia estaban devastadas. El mismísimo Turreau explicaba cómo “esta rica comarca que alimentaba a varios departamentos y proporcionaba bueyes en cantidad para París, cabalos para el ejército, no es más que un montón de ruinas".
Afirmábamos en el segundo artículo dedicado a la guerra de la Vendée que “la importancia y centralidad de la cuestión religiosa en la guerra de la Vendée es evidente hasta en su pacificación final, obrada por Napoleón Bonaparte quien, recién llegado al poder, dirige con otros cónsules en diciembre de 1799 una proclama “a los habitantes de los departamentos del Oeste” reconociendo que “leyes injustas han sido promulgadas y ejecutadas, actos arbitrarios han alarmado la seguridad de los ciudadanos y la libertad de conciencia” y declarando que “la libertad total de cultos está garantizada por la constitución”. En ese mismo año de 1799 regresaban a la Vendée sacerdotes refractarios en medio de una desbordante emoción popular.”
Finalizamos esta serie de artículos sobre la guerra de la Vendée con unas palabras pronunciadas por el Cardenal Sarah en el que fuera uno de los escenarios del genocidio:
Hermanos míos, los cristianos necesitamos ese espíritu de los vandeanos. ¡Necesitamos ese ejemplo! ¡Como ellos, tenemos que abandonar nuestros campos y cosechas, dejar sus surcos, para combatir no por intereses humanos, sino por Dios!
¿Quién se levantará hoy por Dios? ¿Quién se enfrentará a los modernos perseguidores de la iglesia? ¿Quién tendrá el coraje de levantarse sin otras armas que el rosario y el Sagrado Corazón, para enfrentarse a las columnas de la muerte de nuestro tiempo que son el relativismo, el indeferentismo y el desprecio de Dios? ¿Quién dirá a este mundo que la única libertad por la que merece la pena morir es la libertad de creer?
Como nuestros hermanos vandeanos de otro tiempo, estamos llamados hoy a dar testimonio, es decir, ¡al martirio!
Hermanos míos, los cristianos necesitamos ese espíritu de los vandeanos. ¡Necesitamos ese ejemplo! ¡Como ellos, tenemos que abandonar nuestros campos y cosechas, dejar sus surcos, para combatir no por intereses humanos, sino por Dios!
¿Quién se levantará hoy por Dios? ¿Quién se enfrentará a los modernos perseguidores de la iglesia? ¿Quién tendrá el coraje de levantarse sin otras armas que el rosario y el Sagrado Corazón, para enfrentarse a las columnas de la muerte de nuestro tiempo que son el relativismo, el indeferentismo y el desprecio de Dios? ¿Quién dirá a este mundo que la única libertad por la que merece la pena morir es la libertad de creer?
Como nuestros hermanos vandeanos de otro tiempo, estamos llamados hoy a dar testimonio, es decir, ¡al martirio!
Post publicados en el blog "Centro de estudios políticos y sociales" sobre la guerra de la Vendée:
La guerra de la Vendée (1): Una cruzada en la Revolución (30/7/17).
La guerra de la Vendée (2): Las causas (31/7/17)
La guerra de la Vendée (1): Una cruzada en la Revolución (30/7/17).
La guerra de la Vendée (2): Las causas (31/7/17)
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