por Juan Manuel de Prada Una sexualidad sometida a constantes estímulos morbosos destruye nuestra humanidad y nos hace esclavos de nuestros instintos, a la vez que convierte a los demás en meros instrumentos para su satisfacción.
La morralla informativa que rodea el juicio contra los bicharracos de “La manada” vuelve a demostrarnos que nuestra época pone tronos a las causas y cadalsos a las consecuencias; y, no contenta con esta perversión filosófica y moral, saca pecho, la muy hipocritona. Naturalmente, todo el debatito en torno al disputado “consentimiento” de la joven que sufrió al asalto de los bicharracos es (salvo para el tribunal que juzga el caso) por completo inane; pues una joven que hubiese consentido en someterse a tales aberraciones se trataría en realidad de una joven espiritualmente envilecida, anímicamente desahuciada y con el consentimiento por completo viciado.
Aquí nos interesa resaltar otra cuestión. Lo que han hecho esos bicharracos es exactamente lo mismo que hacían, según supimos hace poco, unos futbolistas multimillonarios que contrataban los servicios de un pornógrafo para que les organizase bukakes. Sólo que aquellos futbolistas multimillonarios pagaban al pornógrafo, que a su vez pasaría una propinilla insignificante a la pobre muchacha que se prestaba a la vileza, mientras que los bicharracos de “La manada” no podían permitirse estos dispendios. Pero una mujer, cualquier mujer, que se presta a sufrir tal atropello, con o sin consentimiento, a cambio de dinero o gratis total, está destruida espiritual y anímicamente; y los miserables que se sirven de su debilidad seguirían siendo alimañas, aunque no hubiesen tenido que forzarla para satisfacer sus apetitos.
¿Y por qué proliferan estas alimañas, lo mismo entre los multimillonarios que entre el lumpen? Porque se ha impuesto una ideología monstruosa que afirma que la sexualidad humana es benéfica y, por lo tanto, debe someterse a constantes estímulos. Pero, como nos enseñaba Chesterton, la sexualidad humana es como el agua: benéfica cuando se encauza; destructiva cuando los cauces se desbordan y se rompen los diques. Una sexualidad sometida a constantes estímulos morbosos destruye nuestra humanidad y nos hace esclavos de nuestros instintos, a la vez que convierte a los demás en meros instrumentos para su satisfacción. A ningún hombre sanamente constituido se le ocurre disponer en manada de una mujer y filmar su felonía. Sólo personas desalmadas y con la afectividad destruida conciben tales aberraciones. Aunque, en realidad, no las conciben; se limitan a reproducirlas como simios, después de haberlas contemplado en una pantalla. Porque detrás de estas acciones purulentas se halla siempre el consumo bulímico de pornografía; y también el uso de instrumentos tecnológicos infrahumanos, como las apps de citas que promueven las coyundas más sórdidas y animalescas.
Tales estímulos, a la vez que arrasan la vida moral y afectiva, convierten a hombres y mujeres en pingajos incapaces de mantener relaciones amorosas sanas. Pero también son eficacísimos (y baratísimos) métodos de control social que convienen a los trituradores de almas: son el soma infalible que garantiza la alienación de las masas, son un magnífico aliviadero de frustraciones y un ofuscador de conciencias que animaliza a sus adictos y los incapacita para luchar por una vida digna y enaltecedora. Pero, entre los hipócritas que se rasgan las vestiduras, nadie se atreve a señalar la causa del mal. Y es que todos ellos son lacayos de ideologías que han colaborado en la proliferación de estos monstruos, exaltando el naturalismo instintivo y declarando abolidos los frenos morales, consagrando una sexualidad putrescente desligada de la expresión de los afectos y aplaudiendo la infestación pornográfica que padecemos. Ellos (y ellas) son los auténticos apacentadores de la manada.
Publicado en ABC el 18 de noviembre de 2017.
ReL 20 noviembre 2017
No hay comentarios:
Publicar un comentario