Por Luis Alfredo Andregnette Capurro
Desde la ventana del estudio observo la llegada del otoño. Éste se hace presente con su séquito de hojas amarillentas y secas que juegan dibujando remolinos en las anchas veredas de la avenida Brigadier General Juan Antonio Lavalleja.
Desde la ventana del estudio observo la llegada del otoño. Éste se hace presente con su séquito de hojas amarillentas y secas que juegan dibujando remolinos en las anchas veredas de la avenida Brigadier General Juan Antonio Lavalleja.
El nombre de un hombre noble y valiente que trae la nostalgia de la Patria Grande con su formidable espacio geopolítico que Su Majestad Católica Carlos III llamó “Virreinato del Río de la Plata” dentro del Reino de Indias.
Sentado frente al escritorio medito sobre un tema para el querido Blog que lleva el título egregio de “Cabildo”. Sin pensar mis ojos se detienen en el calendario del cual pende una hoja que ya está por caer y que pertenece al mes de marzo del Año de Gracia 2018. La observo, y cuando miro, lunes 5, pienso inmediatamente que 65 años atrás moría Stalin, el amo bolchevique protegido a ultranza por las oligarquías plutocráticas internacionales y al que, los Tripuntes Hermanos Roosevelt y Churchill, salvaron de la derrota que le infringía el Eje Roma Berlín. Momentos en que las tropas del Pacto Antikomintern eran recibidas con ramos de flores. Al puño cerrado bolchevique se oponía el brazo en alto y la palma abierta.
En esos años la prensa democrática capitalista y esotérica convirtió al que había asesinado a diez millones de campesinos kulaks en mito redentor. El georgiano de frente estrecha, cabellos negros y abundantes con fisonomía mogólica. Había mucho en el sujeto ‒dice un biógrafo‒ de felino sobre todo su forma de caminar. Éste era, para las “democracias de Occidente”, la esperanza de un mundo mejor que parecía estar a la vuelta de la esquina en la segundo lustro de los cuarenta. La fórmula ideal ya la tenían los alquimistas. Se componía de esta manera: democracia relativista e irracional con el ingrediente marxista del “buen tío Joe” (Roosevelt dixit en febrero de 1945).
Pero eso no fue todo. En las cenas pantagruélicas de Yalta y en medio de ríos de champagne regalaron la mitad del mundo al látigo Knut del discípulo de Vladimir Ilich Ulianov Blank el semi-judío con cabeza y faz de demonio que se hacía llamar, Lenín por sus seguidores. Sin embargo lo dicho no es para nada suficiente, porque el camarada lector merece una ficha más extensa del sátrapa de la utopía absurda que entró en el averno hace seis décadas y un lustro. La prometemos para otro capítulo. Si pensamos en los círculos infernales de Dante Alighieri en su maravillosa“Divina Comedia” deberíamos dividirlos en varias partes porque cada uno de ellos tiene derecho para poseerlo. Observemos a Iósif (José) Vassarionovich Dzhugashvili que, el mundo conoció como Stalin, el seudónimo que significando en ruso “Acero”, lo caracterizó en su vida de terrorista y taumaturgo leniniano. La documentación lo da como nacido en Goti, Georgia, el 21 de diciembre de 1879 y muriendo, en su dacha de Moscú, como ya dijimos, el 5 de marzo de 1953 en medio de una lucha interna contra los que él llamaba “asesinos de Bata Blanca”, los cuales eran, un grupo de médicos judíos, a los que se acusaba de la muerte extraña, acaecida durante varios años, a diferentes jerarcas del régimen soviético.
Nos tuvo Dios de su mano, cuando en estos días, encontramos en librería de lance un tomo de Editorial Planeta fechado en 1967 traducido por Augusto Vidal y titulado “Rusia, mi padre y yo”. Allí se puede leer una larga entrevista a Svetlana Stalin, hija del viejo zorro bolchevique. Leamos párrafos fundamentales.
“…Después de mi regreso de Georgia sólo vi dos veces a mi padre. Ya he que contado cómo, en el aniversario del Octubre Rojo, fui a verlo a la dacha con mis hijos. Luego estuve en su casa el 21 de diciembre de 1952, día en que cumplió setenta y tres años. Fue entonces, cuando lo vi por última vez. Tenía mal aspecto aquel día. Por lo visto, experimentaba los signos de alguna enfermedad, tal vez hipertonía, pues de golpe había dejado de fumar de lo cual se enorgullecía mucho. Mi padre llevaba fumando no menos de cincuenta años. Evidentemente se notaba un aumento de presión sanguínea, pero no había médico: Vinogradov estaba detenido, y mi padre no confiaba en nadie que se acercara como galeno. Tomaba, según su buen entender, unas píldoras, echando una gotas de yodo en un vaso de agua. No sé de donde había sacado aquellas recetas caseras; mas, por otra parte, hizo cosas incomprensibles: dos meses después, veinticuatro horas antes de sufrir la congestión cerebral, se metió en el baño ruso (se lo había construido en la dacha, en una casita aparte) y estuvo exponiéndose al vapor y azotándose con una escobilla según la vieja costumbre siberiana. Ningún médico se lo habría permitido, pero no había médicos a su alrededor”.
“El «proceso de los médicos» tuvo lugar durante el último invierno de la vida de mi padre. Valentina Vasilievna, que servía la mesa durante los almuerzos oyó discutir la cuestión, y me contó más tarde que mi padre estaba muy disgustado por el giro que tomaban los acontecimientos. Mi padre decía que no creía en la deshonestidad de los médicos. Todos los presentes, como de costumbre se limitaban a callar”.
“De todos modos es necesario extraer de sus relatos algunos granitos de buen sentido pues ella estuvo en la casa de mi padre durante dieciocho años. Me fui, quise volver el domingo pero el sistema era complicado. Primero había que llamar al «Oficial de Guardia» quien decía: «hay movimiento» o bien «por ahora no hay movimiento», lo cual significaba que mi padre dormía o leía en su despacho y que no andaba por la casa. Cuando «no había movimiento» no se debía llamar por teléfono; y el caso era que podía estar durmiendo a cualquier hora a pleno día. Su régimen de vida era completamente anárquico. En la mañana del 2 de marzo de 1953 me llamaron cuando estaba en las clases de la Academia y me ordenaron que fuera a Kuntesov (localidad cercana a Moscú donde Stalin tenía de sus casas de campo (dacha). Aquellos fueron días terribles. La sensación de que algo estable y sólido se había desplazado de su sitio y se tambaleaba, se apoderó de mí en el momento que fueron a buscarme a la Academia y me comunicaron que Malienkov me pedía que fuese a Blihznaia. (Llamaban así a la zona próxima a Moscú y a la casa de campo ‒dacha‒ que tenía mi padre en Kuntsevov a diferencia de otras más lejanas)”.
“Ya era increíble que alguien que no fuese mi padre me invitara a que fuese a verlo. Durante todo el camino experimenté un raro sentimiento de confusión. Cuando hubimos cruzado la puerta del jardín y en el camino a la casa, Jruschov y Bulganin me indicaron que pasara. Dentro en el vestíbulo noté que algo había cambiado: en vez del silencio habitual se notaba un silencio profundo; alguien corría atareado. Cuando por fin me dijeron que mi padre había sufrido una embolia y no había recobrado el conocimiento, hasta sentí cierto alivio pues ya lo creía muerto. Me contaron que al parecer, había sufrido un ataque por la noche: le habían encontrado aquí mismo, sobre la alfombra, junto al diván y habían decidido trasladarlo a otra estancia, al diván donde solía dormir. «Ahora está allí con los médicos, puedes pasar»”.
“Yo escuchaba sumida en un estado de semi inconciencia. Sólo me daba cuenta de una cosa: él se estaba muriendo ante mis ojos. Y durante los tres días que pasé allí era evidente para mí que no podía ser de otro modo. En la gran sala donde yacía se aglomeraba mucha gente, los médicos desconocidos que veían al enfermo por primera vez, los académicos (V. N. Vinogradov, que había cuidado a mi padre durante años se hallaba en la cárcel) estaban muy agitados, le aplicaban sanguijuelas en la nuca y en el cuello, le hacían cardiogramas y radiografías de los pulmones; una enfermera le aplicaba inyecciones mientras uno de los médicos anotaba con todo detalle el curso de la enfermedad. Todos se afanaban en salvar una vida que ya no era posible salvar. De un centro de investigación trajeron un aparato de investigación para hacer la respiración artificial y con él llegaron unos jóvenes especialistas. Probablemente fuera de ellos nadie lo habría sabido utilizar…”
“La muerte de mi padre fue terrible y difícil. Aquella era la primera muerte que yo presenciaba. DIOS CONCEDE UNA MUERTE FACIL A LOS JUSTOS (subrayado nuestro). Un derrame cerebral se va extendiendo gradualmente hacia todos los centros y, si el corazón es fuerte y sano el derrame se apodera poco a poco de los órganos de la respiración hasta que el paciente muere por asfixia. La respiración de mi padre se aceleraba cada vez más. En las últimas doce horas se veía claramente que el hambre de oxígeno aumentaba cada vez más. El rostro se le oscureció y se le alteró, los rasgos se le iban desfigurando, los labios se ennegrecieron. Durante la hora o las dos últimas horas, el hombre se fue ahogando en una agonía espantosa. Se asfixiaba a la vista de todos. Hubo un instante ‒no sé si fue realidad o nos pareció‒ por lo visto ya en el último momento en que abrió los ojos y recorrió con la mirada a cuantos nos hallábamos a su lado. Fue aquella una mirada horrible, una mirada de locura, de cólera tal vez, y de pavor ante la muerte y ante los desconocidos rostros de los médicos que se inclinaban ante él. Aquella mirada se posó en todos durante una fracción de segundo. Y entonces ‒aquello fue incomprensible y aterrador, aún sigo sin comprenderlo, mas no puedo olvidarlo‒ entonces alzó de pronto la mano izquierda (la que conservaba movimiento) y pareció como si señalara con ella vagamente hacia arriba o como si nos señalara a todos. El gesto resultaba incomprensible pero había en él algo amenazador, y no se sabía a quién ni a que se refería… Un momento después, el alma, en un último esfuerzo abandonaba el cuerpo. Voló el alma, el cuerpo dejó de sufrir. La faz fue empalideciendo y recobró el aspecto de siempre; a los pocos minutos quedó imperturbable…”
http://elblogdecabildo.blogspot.com.uy/
Sentado frente al escritorio medito sobre un tema para el querido Blog que lleva el título egregio de “Cabildo”. Sin pensar mis ojos se detienen en el calendario del cual pende una hoja que ya está por caer y que pertenece al mes de marzo del Año de Gracia 2018. La observo, y cuando miro, lunes 5, pienso inmediatamente que 65 años atrás moría Stalin, el amo bolchevique protegido a ultranza por las oligarquías plutocráticas internacionales y al que, los Tripuntes Hermanos Roosevelt y Churchill, salvaron de la derrota que le infringía el Eje Roma Berlín. Momentos en que las tropas del Pacto Antikomintern eran recibidas con ramos de flores. Al puño cerrado bolchevique se oponía el brazo en alto y la palma abierta.
En esos años la prensa democrática capitalista y esotérica convirtió al que había asesinado a diez millones de campesinos kulaks en mito redentor. El georgiano de frente estrecha, cabellos negros y abundantes con fisonomía mogólica. Había mucho en el sujeto ‒dice un biógrafo‒ de felino sobre todo su forma de caminar. Éste era, para las “democracias de Occidente”, la esperanza de un mundo mejor que parecía estar a la vuelta de la esquina en la segundo lustro de los cuarenta. La fórmula ideal ya la tenían los alquimistas. Se componía de esta manera: democracia relativista e irracional con el ingrediente marxista del “buen tío Joe” (Roosevelt dixit en febrero de 1945).
Pero eso no fue todo. En las cenas pantagruélicas de Yalta y en medio de ríos de champagne regalaron la mitad del mundo al látigo Knut del discípulo de Vladimir Ilich Ulianov Blank el semi-judío con cabeza y faz de demonio que se hacía llamar, Lenín por sus seguidores. Sin embargo lo dicho no es para nada suficiente, porque el camarada lector merece una ficha más extensa del sátrapa de la utopía absurda que entró en el averno hace seis décadas y un lustro. La prometemos para otro capítulo. Si pensamos en los círculos infernales de Dante Alighieri en su maravillosa“Divina Comedia” deberíamos dividirlos en varias partes porque cada uno de ellos tiene derecho para poseerlo. Observemos a Iósif (José) Vassarionovich Dzhugashvili que, el mundo conoció como Stalin, el seudónimo que significando en ruso “Acero”, lo caracterizó en su vida de terrorista y taumaturgo leniniano. La documentación lo da como nacido en Goti, Georgia, el 21 de diciembre de 1879 y muriendo, en su dacha de Moscú, como ya dijimos, el 5 de marzo de 1953 en medio de una lucha interna contra los que él llamaba “asesinos de Bata Blanca”, los cuales eran, un grupo de médicos judíos, a los que se acusaba de la muerte extraña, acaecida durante varios años, a diferentes jerarcas del régimen soviético.
Nos tuvo Dios de su mano, cuando en estos días, encontramos en librería de lance un tomo de Editorial Planeta fechado en 1967 traducido por Augusto Vidal y titulado “Rusia, mi padre y yo”. Allí se puede leer una larga entrevista a Svetlana Stalin, hija del viejo zorro bolchevique. Leamos párrafos fundamentales.
“…Después de mi regreso de Georgia sólo vi dos veces a mi padre. Ya he que contado cómo, en el aniversario del Octubre Rojo, fui a verlo a la dacha con mis hijos. Luego estuve en su casa el 21 de diciembre de 1952, día en que cumplió setenta y tres años. Fue entonces, cuando lo vi por última vez. Tenía mal aspecto aquel día. Por lo visto, experimentaba los signos de alguna enfermedad, tal vez hipertonía, pues de golpe había dejado de fumar de lo cual se enorgullecía mucho. Mi padre llevaba fumando no menos de cincuenta años. Evidentemente se notaba un aumento de presión sanguínea, pero no había médico: Vinogradov estaba detenido, y mi padre no confiaba en nadie que se acercara como galeno. Tomaba, según su buen entender, unas píldoras, echando una gotas de yodo en un vaso de agua. No sé de donde había sacado aquellas recetas caseras; mas, por otra parte, hizo cosas incomprensibles: dos meses después, veinticuatro horas antes de sufrir la congestión cerebral, se metió en el baño ruso (se lo había construido en la dacha, en una casita aparte) y estuvo exponiéndose al vapor y azotándose con una escobilla según la vieja costumbre siberiana. Ningún médico se lo habría permitido, pero no había médicos a su alrededor”.
“El «proceso de los médicos» tuvo lugar durante el último invierno de la vida de mi padre. Valentina Vasilievna, que servía la mesa durante los almuerzos oyó discutir la cuestión, y me contó más tarde que mi padre estaba muy disgustado por el giro que tomaban los acontecimientos. Mi padre decía que no creía en la deshonestidad de los médicos. Todos los presentes, como de costumbre se limitaban a callar”.
“De todos modos es necesario extraer de sus relatos algunos granitos de buen sentido pues ella estuvo en la casa de mi padre durante dieciocho años. Me fui, quise volver el domingo pero el sistema era complicado. Primero había que llamar al «Oficial de Guardia» quien decía: «hay movimiento» o bien «por ahora no hay movimiento», lo cual significaba que mi padre dormía o leía en su despacho y que no andaba por la casa. Cuando «no había movimiento» no se debía llamar por teléfono; y el caso era que podía estar durmiendo a cualquier hora a pleno día. Su régimen de vida era completamente anárquico. En la mañana del 2 de marzo de 1953 me llamaron cuando estaba en las clases de la Academia y me ordenaron que fuera a Kuntesov (localidad cercana a Moscú donde Stalin tenía de sus casas de campo (dacha). Aquellos fueron días terribles. La sensación de que algo estable y sólido se había desplazado de su sitio y se tambaleaba, se apoderó de mí en el momento que fueron a buscarme a la Academia y me comunicaron que Malienkov me pedía que fuese a Blihznaia. (Llamaban así a la zona próxima a Moscú y a la casa de campo ‒dacha‒ que tenía mi padre en Kuntsevov a diferencia de otras más lejanas)”.
“Ya era increíble que alguien que no fuese mi padre me invitara a que fuese a verlo. Durante todo el camino experimenté un raro sentimiento de confusión. Cuando hubimos cruzado la puerta del jardín y en el camino a la casa, Jruschov y Bulganin me indicaron que pasara. Dentro en el vestíbulo noté que algo había cambiado: en vez del silencio habitual se notaba un silencio profundo; alguien corría atareado. Cuando por fin me dijeron que mi padre había sufrido una embolia y no había recobrado el conocimiento, hasta sentí cierto alivio pues ya lo creía muerto. Me contaron que al parecer, había sufrido un ataque por la noche: le habían encontrado aquí mismo, sobre la alfombra, junto al diván y habían decidido trasladarlo a otra estancia, al diván donde solía dormir. «Ahora está allí con los médicos, puedes pasar»”.
“Yo escuchaba sumida en un estado de semi inconciencia. Sólo me daba cuenta de una cosa: él se estaba muriendo ante mis ojos. Y durante los tres días que pasé allí era evidente para mí que no podía ser de otro modo. En la gran sala donde yacía se aglomeraba mucha gente, los médicos desconocidos que veían al enfermo por primera vez, los académicos (V. N. Vinogradov, que había cuidado a mi padre durante años se hallaba en la cárcel) estaban muy agitados, le aplicaban sanguijuelas en la nuca y en el cuello, le hacían cardiogramas y radiografías de los pulmones; una enfermera le aplicaba inyecciones mientras uno de los médicos anotaba con todo detalle el curso de la enfermedad. Todos se afanaban en salvar una vida que ya no era posible salvar. De un centro de investigación trajeron un aparato de investigación para hacer la respiración artificial y con él llegaron unos jóvenes especialistas. Probablemente fuera de ellos nadie lo habría sabido utilizar…”
“La muerte de mi padre fue terrible y difícil. Aquella era la primera muerte que yo presenciaba. DIOS CONCEDE UNA MUERTE FACIL A LOS JUSTOS (subrayado nuestro). Un derrame cerebral se va extendiendo gradualmente hacia todos los centros y, si el corazón es fuerte y sano el derrame se apodera poco a poco de los órganos de la respiración hasta que el paciente muere por asfixia. La respiración de mi padre se aceleraba cada vez más. En las últimas doce horas se veía claramente que el hambre de oxígeno aumentaba cada vez más. El rostro se le oscureció y se le alteró, los rasgos se le iban desfigurando, los labios se ennegrecieron. Durante la hora o las dos últimas horas, el hombre se fue ahogando en una agonía espantosa. Se asfixiaba a la vista de todos. Hubo un instante ‒no sé si fue realidad o nos pareció‒ por lo visto ya en el último momento en que abrió los ojos y recorrió con la mirada a cuantos nos hallábamos a su lado. Fue aquella una mirada horrible, una mirada de locura, de cólera tal vez, y de pavor ante la muerte y ante los desconocidos rostros de los médicos que se inclinaban ante él. Aquella mirada se posó en todos durante una fracción de segundo. Y entonces ‒aquello fue incomprensible y aterrador, aún sigo sin comprenderlo, mas no puedo olvidarlo‒ entonces alzó de pronto la mano izquierda (la que conservaba movimiento) y pareció como si señalara con ella vagamente hacia arriba o como si nos señalara a todos. El gesto resultaba incomprensible pero había en él algo amenazador, y no se sabía a quién ni a que se refería… Un momento después, el alma, en un último esfuerzo abandonaba el cuerpo. Voló el alma, el cuerpo dejó de sufrir. La faz fue empalideciendo y recobró el aspecto de siempre; a los pocos minutos quedó imperturbable…”
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Prensa Republicana 10 abril, 2018
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