El principal sostén económico de la Iglesia católica no es el Estado, sino los fieles.
En cambio, son mucho más relevantes los beneficios fiscales que alcanzan a todas las confesiones. Los diversos modos de recolección.
¿Cómo se financian los credos en el país?
¿Cómo se financian los credos en el país?
Octavio Lo Prete *
Especial para ClarínEn líneas generales las confesiones religiosas se financian a través de los aportes de sus fieles y de la gestión de sus propios recursos. También, en menor medida y no en todos los países, mediante mecanismos estatales de diversa naturaleza.
En la Argentina rige un sistema de financiación directa a favor de la Iglesia Católica y otro indirecto que favorece a todas las religiones por igual. Este último –mucho más importante por su cuantía– opera por medio de beneficios fiscales de diferentes órdenes (nacionales, provinciales y municipales). Para dar ejemplos, los servicios relativos al culto están exentos del IVA, las instituciones religiosas del impuesto a las ganancias, del gravamen al cheque o del ABL en el plano local. El Estado actúa de manera análoga con otras manifestaciones sociales (el deporte o el arte), con otro tipo de instituciones (asociaciones civiles o fundaciones) o con otros productos que se venden (libros o pan).
Volviendo a la Iglesia Católica, los aportes encuentran fundamento en el artículo 2 de la Constitución Nacional y en las confiscaciones de bienes que sufrió la Iglesia en épocas pasadas. Se concreta hoy día mediante asignaciones a ciertas autoridades, seminaristas y párrocos de frontera. Estudios realizados por la propia Iglesia indican que el monto total representa un porcentaje mínimo de los recursos necesarios para desarrollar su tarea, espiritual y social. Por eso parece una exageración decir que el Estado “sostiene” a la Iglesia Católica. Lo cierto es que en la gran mayoría de las parroquias y lugares de culto el ingreso principal proviene de los aportes de los fieles, sobre todo mediante las colectas.
El mundo ofrece diversos sistemas de financiación, por ejemplo el pago a ministros de culto en Bélgica, Dinamarca o en algunos lugares de Francia. Es interesante el modelo vigente en Italia, llamado de “asignación tributaria”. Los ciudadanos en su formulario del pago del impuesto a los réditos eligen destinar un pequeño porcentaje (0,08%, el “otto per mille”) a una confesión religiosa de su preferencia, al Estado para fines sociales o a ninguno. En España y en Alemania rigen sistemas similares, aunque en este último país el contribuyente “añade” un monto a lo que ya debe tributar. Es un “impuesto eclesiástico”. Pueden mencionarse algunos aspectos positivos de estos modelos, entre otros que desaparecen las críticas de los ciudadanos en torno a ser obligados a mantener una iglesia que no es la propia, que el sistema es muy eficaz al utilizarse el aparato recaudatorio estatal y además que las confesiones religiosas (cuyos ingresos pasan a tener cierta previsibilidad) coadyuvan a formar una cultura tributaria en sus feligreses, ya que incentivan el pago de impuestos.
No pocas veces hay confusión en la opinión pública sobre la financiación de las confesiones religiosas en lo que hace a su misión educativa. En efecto, el Estado en sus diferentes jurisdicciones realiza un aporte para el pago de salarios docentes, aunque los mismos no tienen que ver con quién es titular o gestiona el establecimiento (que puede ser inclusive una persona física) sino con el cumplimiento de ciertos requisitos, como la función social que cumple en su zona de influencia, el tipo de institución, el proyecto educativo o el arancel que perciba. Es decir, lo que financia el Estado es la educación en sí y no a las confesiones religiosas (en el caso de que reciban aportes). Se trata en definitiva de dar más opciones educativas a las familias, porque sin esa ayuda estatal muchos establecimientos, religiosos o laicos, no podrían funcionar. En mi opinión, deben mantenerse o inclusive incrementarse esas contribuciones, porque además no es infrecuente que los colegios de gestión privada están presentes en lugares en los cuales la gestión estatal no llega o es deficiente. Siempre es bueno ampliar las opciones educativas y que ambas “gestiones” se armonicen. Así lo reclama la libertad de enseñanza.
Lo mismo puede decirse en materia de protección del patrimonio cultural. Cuando el Estado coopera económicamente con la puesta en valor de un templo religioso de significación no está financiando a la iglesia o comunidad de que se trate, sino que está favoreciendo el cuidado del acervo artístico del país.
Ahora bien, las confesiones religiosas en general, a través de sus libros sagrados, de sus normas jurídicas o de su praxis, recuerdan el deber que tienen los fieles de ayudar a sostener no sólo sus actividades (culto, apostolado, caridad) sino también a sus ministros. Hay algunas en las cuales sus integrantes tienen una mayor concientización de este deber y otras en la que no tanto. Y con la financiación estatal (directa o indirecta) ocurre algo paradójico, porque a veces genera un efecto indeseado: que los fieles no asuman el compromiso que les corresponde en el entendimiento de que a su confesión la sostiene el Estado.
Retomando el caso argentino, me consta que a una porción de la sociedad le agravia que con sus impuestos se sostenga en forma directa a una confesión religiosa en particular, aunque el monto sea casi simbólico. A ello podría contestarse con argumentos constitucionales e históricos y con la afirmación de que no siempre las personas estamos de acuerdo con la destinación de los recursos estatales. De cualquier forma, considero que las propias instituciones religiosas no deben cesar en la generación de mecanismos al interno de sus comunidades para autofinanciarse. Será siempre una contribución a su independencia y autonomía, a su libertad.
Ello no quita que el Estado coadyuve con beneficios tributarios o bien que otorgue mayores incentivos a los ciudadanos que quieran efectuar donaciones a las instituciones religiosas (o no religiosas). En la Argentina hay escasa cultura en ese sentido.
En suma, en materia de financiación de las confesiones debe caminarse en dos sentidos. Por un lado, el trabajo “interno” tendiente a lograr una mayor concientización de los fieles de ayudar a sus iglesias o comunidades a mantenerse económicamente. Por el otro, la labor del Estado de continuar y mejorar los esquemas tributarios a nivel de exenciones, deducciones u otras figuras. Ello siempre que se parta, como no dudo ocurre en la Argentina, de la valoración positiva del hecho religioso en sí y del trabajo que, muchas veces en forma silenciosa, realizan las confesiones a nivel espiritual, educativo y de caridad.
*Docente (UCA y UBA). Ex presidente del Consejo Argentino para la Libertad Religiosa (CALIR)
Nota de portada del suplemento Valores Religiosos (9/5/18)
Especial para ClarínEn líneas generales las confesiones religiosas se financian a través de los aportes de sus fieles y de la gestión de sus propios recursos. También, en menor medida y no en todos los países, mediante mecanismos estatales de diversa naturaleza.
En la Argentina rige un sistema de financiación directa a favor de la Iglesia Católica y otro indirecto que favorece a todas las religiones por igual. Este último –mucho más importante por su cuantía– opera por medio de beneficios fiscales de diferentes órdenes (nacionales, provinciales y municipales). Para dar ejemplos, los servicios relativos al culto están exentos del IVA, las instituciones religiosas del impuesto a las ganancias, del gravamen al cheque o del ABL en el plano local. El Estado actúa de manera análoga con otras manifestaciones sociales (el deporte o el arte), con otro tipo de instituciones (asociaciones civiles o fundaciones) o con otros productos que se venden (libros o pan).
Volviendo a la Iglesia Católica, los aportes encuentran fundamento en el artículo 2 de la Constitución Nacional y en las confiscaciones de bienes que sufrió la Iglesia en épocas pasadas. Se concreta hoy día mediante asignaciones a ciertas autoridades, seminaristas y párrocos de frontera. Estudios realizados por la propia Iglesia indican que el monto total representa un porcentaje mínimo de los recursos necesarios para desarrollar su tarea, espiritual y social. Por eso parece una exageración decir que el Estado “sostiene” a la Iglesia Católica. Lo cierto es que en la gran mayoría de las parroquias y lugares de culto el ingreso principal proviene de los aportes de los fieles, sobre todo mediante las colectas.
El mundo ofrece diversos sistemas de financiación, por ejemplo el pago a ministros de culto en Bélgica, Dinamarca o en algunos lugares de Francia. Es interesante el modelo vigente en Italia, llamado de “asignación tributaria”. Los ciudadanos en su formulario del pago del impuesto a los réditos eligen destinar un pequeño porcentaje (0,08%, el “otto per mille”) a una confesión religiosa de su preferencia, al Estado para fines sociales o a ninguno. En España y en Alemania rigen sistemas similares, aunque en este último país el contribuyente “añade” un monto a lo que ya debe tributar. Es un “impuesto eclesiástico”. Pueden mencionarse algunos aspectos positivos de estos modelos, entre otros que desaparecen las críticas de los ciudadanos en torno a ser obligados a mantener una iglesia que no es la propia, que el sistema es muy eficaz al utilizarse el aparato recaudatorio estatal y además que las confesiones religiosas (cuyos ingresos pasan a tener cierta previsibilidad) coadyuvan a formar una cultura tributaria en sus feligreses, ya que incentivan el pago de impuestos.
No pocas veces hay confusión en la opinión pública sobre la financiación de las confesiones religiosas en lo que hace a su misión educativa. En efecto, el Estado en sus diferentes jurisdicciones realiza un aporte para el pago de salarios docentes, aunque los mismos no tienen que ver con quién es titular o gestiona el establecimiento (que puede ser inclusive una persona física) sino con el cumplimiento de ciertos requisitos, como la función social que cumple en su zona de influencia, el tipo de institución, el proyecto educativo o el arancel que perciba. Es decir, lo que financia el Estado es la educación en sí y no a las confesiones religiosas (en el caso de que reciban aportes). Se trata en definitiva de dar más opciones educativas a las familias, porque sin esa ayuda estatal muchos establecimientos, religiosos o laicos, no podrían funcionar. En mi opinión, deben mantenerse o inclusive incrementarse esas contribuciones, porque además no es infrecuente que los colegios de gestión privada están presentes en lugares en los cuales la gestión estatal no llega o es deficiente. Siempre es bueno ampliar las opciones educativas y que ambas “gestiones” se armonicen. Así lo reclama la libertad de enseñanza.
Lo mismo puede decirse en materia de protección del patrimonio cultural. Cuando el Estado coopera económicamente con la puesta en valor de un templo religioso de significación no está financiando a la iglesia o comunidad de que se trate, sino que está favoreciendo el cuidado del acervo artístico del país.
Ahora bien, las confesiones religiosas en general, a través de sus libros sagrados, de sus normas jurídicas o de su praxis, recuerdan el deber que tienen los fieles de ayudar a sostener no sólo sus actividades (culto, apostolado, caridad) sino también a sus ministros. Hay algunas en las cuales sus integrantes tienen una mayor concientización de este deber y otras en la que no tanto. Y con la financiación estatal (directa o indirecta) ocurre algo paradójico, porque a veces genera un efecto indeseado: que los fieles no asuman el compromiso que les corresponde en el entendimiento de que a su confesión la sostiene el Estado.
Retomando el caso argentino, me consta que a una porción de la sociedad le agravia que con sus impuestos se sostenga en forma directa a una confesión religiosa en particular, aunque el monto sea casi simbólico. A ello podría contestarse con argumentos constitucionales e históricos y con la afirmación de que no siempre las personas estamos de acuerdo con la destinación de los recursos estatales. De cualquier forma, considero que las propias instituciones religiosas no deben cesar en la generación de mecanismos al interno de sus comunidades para autofinanciarse. Será siempre una contribución a su independencia y autonomía, a su libertad.
Ello no quita que el Estado coadyuve con beneficios tributarios o bien que otorgue mayores incentivos a los ciudadanos que quieran efectuar donaciones a las instituciones religiosas (o no religiosas). En la Argentina hay escasa cultura en ese sentido.
En suma, en materia de financiación de las confesiones debe caminarse en dos sentidos. Por un lado, el trabajo “interno” tendiente a lograr una mayor concientización de los fieles de ayudar a sus iglesias o comunidades a mantenerse económicamente. Por el otro, la labor del Estado de continuar y mejorar los esquemas tributarios a nivel de exenciones, deducciones u otras figuras. Ello siempre que se parta, como no dudo ocurre en la Argentina, de la valoración positiva del hecho religioso en sí y del trabajo que, muchas veces en forma silenciosa, realizan las confesiones a nivel espiritual, educativo y de caridad.
*Docente (UCA y UBA). Ex presidente del Consejo Argentino para la Libertad Religiosa (CALIR)
Nota de portada del suplemento Valores Religiosos (9/5/18)
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