jueves, 9 de agosto de 2018

Violencia y malos tratos


por Juan Manuel de Prada  
Nunca en las sociedades occidentales se había alcanzado un grado de repulsa hacia la violencia tan unánime como en nuestra época: se abomina de la guerra, se postula el consenso como vía de entendimiento, se idolatran el humanitarismo y la solidaridad…

 Y, sin embargo, los titulares de la prensa apenas dan abasto para describir la avalancha de violencia familiar que sobresalta nuestros días: mujeres maltratadas y asesinadas, abusos infantiles, ancianos tratados con desprecio y crueldad… ¿Qué está sucediendo para que tales impulsos violentos se hayan convertido en moneda de uso corriente?

Casi nadie repara, a la hora de enjuiciar esta lacra, en una causa profunda: la ruptura y banalización de los vínculos. La creación de vínculos entre los seres humanos genera relaciones de respeto y comprensión mutua que nos impulsan a mirar al otro con un afecto nuevo en el que hay algo sublime y misterioso: de repente, descubrimos en ese otro una grandeza nueva, y ese descubrimiento impulsa en nosotros el anhelo de participar en ella.

Los vínculos que los seres humanos establecen entre sí generan comprensión; y el principio de toda comprensión reside en que uno conceda al otro lo que es: que le reconozca autoridad, que ame sus cualidades, que deje de considerarlo con los ojos del egoísmo. Y ese deseo de comprensión genera compromisos fuertes: ya no consideramos al otro un cuerpo extraño que se usa y se tira, sino una persona con una ordenación vital fecunda de la que deseamos participar y aprender. Y ese deseo de conocimiento nos obliga a desprendernos del propio yo, nos obliga a entregarnos al otro, nos obliga a participar de su dignidad, de su libertad, de su nobleza.

Nuestra sociedad, tan hipercivilizada, es también una sociedad desvinculada. Los compromisos fuertes han sido sustituidos por relaciones prescindibles, quebradizas y efímeras, en las que el otro no tarda en convertirse en un obstáculo para la consecución de nuestras apetencias, cuando no en un declarado enemigo. Y las formas de comunión humana que creaban vínculos de comprensión mutua, de afecto sincero y solidario, son hostigadas y trivializadas, en volandas de ideologías de género destructivas.

Cuando los afectos que hacen posible un amor auténtico, paciente y comprensivo, se denigran hasta la burla, cuando los compromisos que surgen de tales afectos se hacen prescindibles, quebradizos, efímeros, es natural que surja la violencia. Cuando se empiece a hablar seriamente de los malos tratos, alguien se atreverá a señalar su relación con la destrucción de aquellos vínculos que regían los compromisos entre los seres humanos. Cuando tales compromisos son fuertes, el amor es una ofrenda; y el ser amado se convierte en una auténtica patria: una tierra que se cultiva y se cuida. Cuando tales compromisos se debilitan, el amor se vuelve codicia y afán de anexión; y el ser amado se convierte en una triste colonia: una tierra que se expolia, para después ser abandonada.

En lugar de hacer de la mujer una auténtica patria, mediante una antropología fundada en la entrega y el sacrificio, nuestra época pretende hacer de hombres y mujeres odiosos colonizadores, siempre a la greña entre sí. Y luego se apresura, como un gallo descabezado, a castigar sus abusos. Pero al Código Penal no le resta otro destino sino ser conculcado, allá donde previamente se ha conculcado la antropología.

Publicado en Revista Misión.

ReL  09 agosto 2018

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