El actual episodio del proceso de aceptación por el senado de los Estados Unidos del juez Kavanaugh para el Tribunal Supremo, después de la preceptiva propuesta del presidente Trump, pasará a la historia como una de las agresiones más bochornosas a la integridad de una persona por parte del Partido Demócrata y su entorno lobista.
Brett Kavanaugh es un jurista y juez de prestigio a pesar de su juventud en relación con el cargo para el que ha sido propuesto, 53 años. Se graduó en la Facultad de Derecho de la Universidad de Yale. Trabajó como secretario en el tercer y en el noveno distrito de la Corte de Apelaciones de los Estados Unidos. También sirvió como secretario del mismo juez a quien ha sido propuesto para sustituir, el juez de la Corte Suprema, Anthony Kennedy. Sirvió como consejero de la Casa Blanca para George W. Bush y luego secretario de personal hasta 2006. Este año accedió al puesto que ocupa actualmente como miembro de la Corte de Apelaciones. Con su nombramiento se recupera una tradición no escrita de que los candidatos al Tribunal Supremo procedan de aquella importante instancia judicial.
En el discurso de aceptación de la propuesta, Kavanaugh declaró: “Mi filosofía judicial es directa. Un juez debe ser independiente y debe interpretar la ley, no hacer la ley. Un juez debe interpretar los estatutos tal como están escritos. Y un juez debe interpretar la Constitución como está escrita, informada por la historia, la tradición y los precedentes”, […] Hace treinta años, el presidente Reagan nominó a Anthony Kennedy a la Corte Suprema. Los redactores establecieron que la Constitución está diseñada para asegurar las bendiciones de la libertad. Justice Kennedy dedicó su carrera a asegurar la libertad. Me siento profundamente honrado de ser nominado para ocupar su asiento en la Corte Suprema”. Desde el punto de vista profesional poco podían alegar los demócratas en la comisión del Senado, que debe aprobar la propuesta presidencial. El problema venía no de su capacidad jurídica, sino del hecho que el juez no solo es católico, sino que decantaría durante décadas el Tribunal Supremo de parte de jueces de inspiración conservadora, dado que se trata de un cargo de por vida, y además, y este es el punto que genera una más feroz oposición, no comparte la visión fomentadora del aborto que el lobby contra el no nacido quiere preservar en el Tribunal Supremo de Estados Unidos.
En el discurso de aceptación de la propuesta, Kavanaugh declaró: “Mi filosofía judicial es directa. Un juez debe ser independiente y debe interpretar la ley, no hacer la ley. Un juez debe interpretar los estatutos tal como están escritos. Y un juez debe interpretar la Constitución como está escrita, informada por la historia, la tradición y los precedentes”, […] Hace treinta años, el presidente Reagan nominó a Anthony Kennedy a la Corte Suprema. Los redactores establecieron que la Constitución está diseñada para asegurar las bendiciones de la libertad. Justice Kennedy dedicó su carrera a asegurar la libertad. Me siento profundamente honrado de ser nominado para ocupar su asiento en la Corte Suprema”. Desde el punto de vista profesional poco podían alegar los demócratas en la comisión del Senado, que debe aprobar la propuesta presidencial. El problema venía no de su capacidad jurídica, sino del hecho que el juez no solo es católico, sino que decantaría durante décadas el Tribunal Supremo de parte de jueces de inspiración conservadora, dado que se trata de un cargo de por vida, y además, y este es el punto que genera una más feroz oposición, no comparte la visión fomentadora del aborto que el lobby contra el no nacido quiere preservar en el Tribunal Supremo de Estados Unidos.
No se trata de que con Cavanaugh la mayoría provida prohíba el aborto. Esa es una opción que no existe, porque este juez asume la Doctrina Roe que legalizó el aborto, sin perjuicio de establecer matizaciones o restricciones a la misma. La lucha salvaje para impedir su nominación radica en buena medida en que el TS dictamine con mayor facilidad medidas que protejan a escala federal al no nacido.
Para impedirlo se ha desempolvado un improbable caso de cuando los dos protagonistas eran adolescentes. Después de más de treinta años de silencio, ahora Christine Blasey Ford, ha hecho público que, en una fiesta del instituto, en casa de unos amigos con alcohol por en medio, Kavanaugh intentó mantener una relación sexual con ella contra su voluntad. Mucho más recientemente otra mujer, también de la época juvenil, lo ha acusado de desnudarse delante de ella y acercarle los genitales. El juez ha negado rotundamente las acusaciones, y su respuesta está avalada por su dilatada trayectoria como persona y como juez, en la que nunca se ha apreciado la más mínima falta de respeto, ni un propasarse con alguna de sus colaboradoras. Tanto es así, que ochenta mujeres con las que Kavanaugh ha trabajado a lo largo de su vida han manifestado públicamente su apoyo al juez y a su trayectoria.
La cuestión de fondo es otra: cualquier hombre que deba sujetarse al escrutinio público, especialmente si es católico, se encuentra expuesto a que aparezca una acusación de un hecho lejano, de hace 20, 30 o más años, por parte de una mujer quien afirma que se ha propasado. Basta con la palabra de ella para que el escándalo esté montado. Esto va más allá de la política, que ya sería grave, afecta a la vida institucional, y lo que es peor, a la dignidad del denunciado.
Un sacerdote se ha suicidado movido por la vergüenza pública a la que se ha visto expuesto por ser sacerdote, por haber sentado en sus rodillas una mujer adulta, así sin más, y sin que existiera después relación de ningún tipo. Esa persecución se ha cobrado la vida de un cura en Francia, y se pueden cobrar la vida profesional de un buen juez en Estados Unidos. La democracia no puede funcionar con esta espada de Damocles, madre de todo tipo de engaños y chantajes. Los actos de este tipo, o no deberían merecer mayor atención, como en el caso sucedido en Francia, o cuando se remontan a tanto tiempo atrás y se dan entre jóvenes, o entre adolescentes, no deben ser considerados.
Para impedirlo se ha desempolvado un improbable caso de cuando los dos protagonistas eran adolescentes. Después de más de treinta años de silencio, ahora Christine Blasey Ford, ha hecho público que, en una fiesta del instituto, en casa de unos amigos con alcohol por en medio, Kavanaugh intentó mantener una relación sexual con ella contra su voluntad. Mucho más recientemente otra mujer, también de la época juvenil, lo ha acusado de desnudarse delante de ella y acercarle los genitales. El juez ha negado rotundamente las acusaciones, y su respuesta está avalada por su dilatada trayectoria como persona y como juez, en la que nunca se ha apreciado la más mínima falta de respeto, ni un propasarse con alguna de sus colaboradoras. Tanto es así, que ochenta mujeres con las que Kavanaugh ha trabajado a lo largo de su vida han manifestado públicamente su apoyo al juez y a su trayectoria.
La cuestión de fondo es otra: cualquier hombre que deba sujetarse al escrutinio público, especialmente si es católico, se encuentra expuesto a que aparezca una acusación de un hecho lejano, de hace 20, 30 o más años, por parte de una mujer quien afirma que se ha propasado. Basta con la palabra de ella para que el escándalo esté montado. Esto va más allá de la política, que ya sería grave, afecta a la vida institucional, y lo que es peor, a la dignidad del denunciado.
Un sacerdote se ha suicidado movido por la vergüenza pública a la que se ha visto expuesto por ser sacerdote, por haber sentado en sus rodillas una mujer adulta, así sin más, y sin que existiera después relación de ningún tipo. Esa persecución se ha cobrado la vida de un cura en Francia, y se pueden cobrar la vida profesional de un buen juez en Estados Unidos. La democracia no puede funcionar con esta espada de Damocles, madre de todo tipo de engaños y chantajes. Los actos de este tipo, o no deberían merecer mayor atención, como en el caso sucedido en Francia, o cuando se remontan a tanto tiempo atrás y se dan entre jóvenes, o entre adolescentes, no deben ser considerados.
No puede existir una sanción moral a posterior basada solo en la palabra de una parte y sin ninguna garantía de verdad, y que, además, sea más grave que la pena legal a la que en su caso habría incurrido. Y, sobre todo, y esto es decisivo, cuando el hecho se hace público tardíamente y tiene un evidente propósito de dañar al sujeto, como sucede en el caso Kavanaugh, que subraya la amenaza que la actual situación desencadenada por el feminismo de género está conduciendo a la sociedad y a lo que entendemos por justicia, ante la complacencia de los políticos a quienes favorecen estos embates.
Estos excesos, como todos los que lo son, a lo único que contribuyen es a favorecer la reacción contra ese moralismo farisaico, que también como todas las reacciones puede terminar siendo excesiva. Si no queremos exacerbar una guerra cultural que disloque nuestras sociedades, hay que volver a la cordura, al valor de los hechos y de las trayectorias humanas, poner fin a que la simple palabra de una mujer destruya a una persona.
25 septiembre, 2018. ForumLibertas.com
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