por Hernán Andrés Kruse
Alfredo Cornejo no es un político cualquiera. Fue gobernador de una de las provincias más importantes del interior del país (Mendoza) y actualmente es diputado nacional y preside nada más y nada menos que el comité Nacional de la Unión Cívica Radical.
Ahora bien, respecto a la secesión de Mendoza cabe manifestar que ello no es posible. Hace unas horas, en declaraciones a Cadena 3, FM Córdoba, la doctora Gabriela Ábalos, jueza mendocina y profesora de derecho constitucional explicó por qué ninguna provincia puede separarse de la Argentina en el marco del federalismo. “Los argentinos tenemos que saber que viviendo en un país federal como el que tenemos esa opción de ejercer un derecho de secesión no está admitido constitucionalmente en el marco de nuestro federalismo (…) Si esto fuera una confederación, o sea estados independientes y soberanos que deciden ponerse de acuerdo para otorgar a un Estado ciertas representaciones, podemos decir hasta acá llega esta unión y nos separamos. Pero en un país federal, con provincias autónomas dentro de un Estado soberano, ese derecho no se puede ejercer (…) Se supone que las provincias sean autónomas y fundamentalmente que tengan recursos propios para hacer frente a todos estos cometidos. Si están atadas en términos de coparticipación a lo que la Nación decida, y dentro de ello a lo que el Poder Ejecutivo de turno disponga, eso de autonomía tiene muy poco”.
Para que el tema quede bien aclarado qué mejor que recurrir al mejor constitucionalista que dio la Argentina. Germán Bidart Campos dedica gran parte del capítulo VII del primer tomo de su Tratado Elemental de Derecho Constitucional Argentino al análisis de las provincias.
Las provincias son las unidades políticas que componen la federación argentina. Son autónomas, no soberanas. Así lo dispone la constitución en los artículos 5, 31, 104 y 105. Las provincias ejercen el poder constituyente, están facultadas para dictar su propia constitución que debe, obviamente, subordinarse a la constitución federal. La supremacía de la constitución federal sobre las constituciones federales se materializa, enseña Bidart Campos, a través del control judicial de constitucionalidad en sede federal, de la intervención federal, de la reunión de las tropas provinciales por el Congreso y de la obligación de los gobernadores de actuar como agentes del gobierno federal para garantizar el cumplimiento de la constitución y las leyes del estado federal. Vale decir que lo que propone Cornejo es que el actual gobernador, que hasta ahora no criticó a su antecesor, se desentienda de esta última obligación.
El estado federal es un único territorio pese a la existencia de numerosas provincias. El principio de unidad territorial persigue dos objetivos: por un lado, garantizar la unidad territorial del estado federal; por el otro, proteger la territorialidad de cada provincia. El sistema federal se apoya también en el principio de que las provincias no pueden desmembrarse, garantizando de esa manera la unidad territorial del estado federal. Por su parte, el estado federal no está facultado para modificar el territorio de las provincias sin previo consentimiento de sus legislaturas.
Queda claro, me parece, que la pretensión de Alfredo Cornejo es inconstitucional por donde se la mire. Pero sus palabras fueron eminentemente políticas. Lo jurídico quedó relegado. Una vez más quedó en evidencia que en la Argentina el mundo político impone sus condiciones al mundo jurídico, las motivaciones políticas hacen caso omiso de las normas constitucionales.
Hernán Andrés Kruse
Anexo
Constitución y secesión (*)
por Alfonso Cuenca Miranda
(Faes-Fundación-abril/junio 2017)
La reciente resolución del Tribunal Constitucional alemán por la que se rechaza la posibilidad de celebración de un referéndum de independencia del Land de Baviera así como las repercusiones en el movimiento secesionista escocés de la activación del Brexit (previa autorización de Westminster) por el gobierno del Reino Unido, junto con la presentación en California de una iniciativa popular de separación de dicho Estado de la Unión (a lo que se añade la reivindicación catalanista en España) vuelven a poner de actualidad la cuestión de la secesión. En la mayoría de casos es esta una controversia a la que, desde el punto de vista jurídico, le corresponde dar respuesta al Derecho Constitucional. Únicamente en los supuestos en los que quepa hablar de una situación de opresión (colonial o no) entraría en juego el Derecho Internacional, al amparo del denominado derecho a la autodeterminación de los pueblos recogido en la Carta de Naciones Unidas. Pero, toda vez que en los contextos señalados está lejos de constatarse una tal situación, es el derecho interno de cada Estado, y más en concreto el atinente a la organización de la convivencia política, el Derecho Constitucional, el llamado a ofrecer, en su caso, las claves para la resolución de los conflictos surgidos en el ámbito referido. De acuerdo con los postulados clásicos de la Teoría del Estado, el territorio es uno de los elementos esenciales de toda organización estatal. Tal y como señalara uno de los padres de aquella, Herman Heller, la soberanía, atributo definidor de la forma estatal, ha de ejercerse necesariamente sobre un pueblo y un territorio determinado, no pudiendo operar, como resulta obvio, en el vacío. Por dicha razón, la definición y delimitación del territorio estatal dista de ser una cuestión accesoria o adjetiva, afectando al propio núcleo de la noción de Estado. Así, el poder constituyente es el pueblo de un determinado ámbito territorial (llámese Nación) y aprueba la Norma de Normas, la cúspide de un ordenamiento jurídico, abocada a aplicarse en una determinada extensión territorial, o mejor dicho, a los ciudadanos “convivientes” en ella.
Ciertamente, son excepcionales las Constituciones que contienen una definición precisa de los límites territoriales sobre los que se aplica; si bien la referencia al nombre de un Estado o Nación contiene indirectamente los mismos: así, por ejemplo, la Constitución de Francia o de los franceses presupone un ámbito territorial específico asumido como parte integrante de la propia Constitución. De ahí que, con carácter general, cualquier alteración de los límites territoriales de un Estado, sea “en más o en menos”, requiere (salvo que la propia Constitución así lo haya previsto) la propia reforma de la Norma Fundamental, no faltando incluso países en donde tal operación (particularmente, en lo que se refiere a la secesión de parte de su territorio) no tendría cabida siquiera a través de una reforma de la Constitución. Baste señalar, para ilustrar el caso de las ampliaciones territoriales, los ejemplos alemán y estadounidense, cuyas constituciones ya prevén desde el inicio, sin que sea por tanto necesario modificar las mismas, el mecanismo de incorporación a su ámbito de aplicación de nuevos territorios y, por tanto, de nuevos ciudadanos, a los que el constituyente considera como alemanes o estadounidenses. Así, en el caso germano la propia Ley Fundamental de Bonn de 1949 ya recogía el procedimiento mediante el cual podría en el futuro incorporarse a la República Federal la Alemania del Este (arts. 23 y 146). Siglo y medio antes, la Constitución de Estados Unidos contemplaba el procedimiento para la admisión de nuevos Estados-territorios en la Unión recién creada (artículo 4, sección 3). Por lo que respecta al supuesto contrario, y objeto principal del presente análisis, la secesión de territorios, la norma general es el no reconocimiento de tal posibilidad, menos aún como derecho, en los textos constitucionales. Así, se ha señalado que resulta bastante lógico que las propias Constituciones no reconozcan un derecho que camina en dirección contraria a su propia vocación, si bien a partir de ahí la doctrina se divide en cuanto a la admisión de que mediante reforma de la Constitución pueda reconocerse ese derecho (sobre ello volveremos más adelante).
A) Con todo, no pueden dejar de mencionarse los supuestos excepcionales en los que “ab origine” el propio texto constitucional reconoce el derecho de secesión de parte del territorio estatal. El primer ejemplo histórico relevante lo encontramos en la Constitución de 1936 (y posteriormente en la de 1977) de la extinta URSS, tratándose, como resulta fácilmente deducible, de una mera proclamación retórica que el particular contexto de dominación ruso-soviética vedaba desde el inicio. Más recientemente, cabe citar el caso, también muy peculiar, de la ex Checoeslovaquia, cuya reforma de 1991 de la Constitución de 1960 preveía la posible separación en dos Estados, cosa que finalmente ocurrió, si bien de espaldas a la previsión referida, ya que no se celebró el referéndum establecido en la misma. Finalmente, como supuestos más anecdóticos pueden indicarse los de las Constituciones de Etiopía de 1994 y de las islas Saint Kitts y Nevis de 1983. B) En cualquier caso, la pauta general en el Derecho Comparado es el no reconocimiento constitucional de la secesión de parte del territorio. A partir de ahí puede establecerse una clasificación gradualista que abarcaría desde aquellos países que la admiten previa reforma de la Constitución, hasta aquellos en los que ni siquiera la reforma constitucional podría afectar a la unidad del Estado, pasando por estaciones intermedias como pudiera ser el caso español. Pasamos a analizarlas en el orden señalado. B.1/ En un primer grupo nos encontraríamos con aquellos Estados en los que la secesión requeriría para su efectividad de una previa reforma constitucional, admitiéndose que la manifestación de la opinión (voto en referéndum) de la población del territorio “afectado” activaría el inicio de tal procedimiento de reforma. En este grupo se insertarían los casos de Reino Unido y Canadá. El ordenamiento británico es, seguramente, uno de los más “abiertos” en relación con la cuestión apuntada. Influye decisivamente en ello el hecho de que la Constitución de las islas sea una Constitución esencialmente flexible, alterable en teoría por mayoría simple de la Cámara de los Comunes, así como la reciente interpretación permisiva de un referéndum de la población de los territorios pretendidamente secesionistas (Escocia, principalmente), a cuyo resultado, en principio, se dota de un carácter vinculante. Merece la pena que nos detengamos en el breve comentario de los dos aspectos señalados.
Así, por lo que respecta al primero, hay que subrayar que, pese a la extendida opinión popular de que Gran Bretaña no tiene una Constitución escrita, debe recordarse que, por el contrario, tal afirmación no es del todo precisa, ya que existen una serie de textos fundamentales sedimentados a lo largo de la historia política del Reino Unido (Carta Magna, Petition of Rights, Bill of Rights, etc…) que conformarían (junto con el common law y determinadas convenciones) la Constitución propiamente dicha, documentos entre los que se encuentra el Acta de Unión con Escocia de 1707. Ello implica que, cuando menos, una eventual secesión de Escocia requeriría la derogación o modificación de esta última Ley. En relación con el segundo aspecto referido, debe comenzarse recordando que el derecho constitucional británico clásico no contenía ninguna previsión respecto a la secesión (es más, hasta el proceso de devolution de los noventa era un Estado esencialmente centralizado). Ha sido a raíz de una concreta delegación del poder central en el Parlamento escocés en 2013 cuando se ha permitido por vez primera celebrar un referéndum en el que se consulta sobre la independencia. De este modo, bien puede hablarse de que se ha llegado a la admisión de la secesión de forma indirecta, pues, en puridad, desde el punto de vista estrictamente jurídico, lo que se ha permitido es la consulta sobre dicha cuestión, sin mención legal ulterior a lo que ocurriría en caso de que el resultado referendario fuera o hubiera sido positivo. En esta línea, cabe destacar un dato que ha pasado inadvertido para muchos en el pasado proceso escocés, y es que, si bien el Gabinete británico señaló, como declaración política, que el referéndum (su resultado) había de ser decisivo y se asumió a nivel político que el sí daría lugar a la independencia, lo cierto es que jurídicamente (al igual que ha sucedido con la cuestión del Brexit), por mor del principio de soberanía parlamentaria, no está claro que Westminster estuviera estrictamente vinculado por el resultado (otra cuestión es desde el punto de vista político).
En el caso de Canadá nos encontramos también con un ordenamiento cuya Constitución no reconoce el derecho de secesión de las provincias, siendo la iniciativa referendaria (no prohibida por aquella) de una de ellas, Quebec, la que ha impulsado el proceso. Efectivamente, desde hace décadas se ha admitido la posibilidad de que una provincia pueda convocar referéndums sobre una eventual secesión (en Quebec en 1980 y 1995), al ser la convocatoria referendaria una competencia esencialmente provincial; no obstante, la cuestión de los efectos de su resultado ha distado de ser pacífica. Fue la célebre Decisión del Tribunal Supremo canadiense de 20 de agosto de 1998 (a consulta del Gobierno federal) la que sentó las bases al respecto. Así, tras declarar que en el ordenamiento canadiense no cabe la secesión unilateral de una provincia y que en todo caso la separación de una de ellas requeriría la reforma de la Constitución federal, la Corte señala que, incluyéndose dentro de sus competencias el que una provincia convoque un referéndum sobre cualquier cuestión, incluida la independencia, el resultado de una consulta al respecto no podría ser desconocido por los órganos de la Federación. De este modo, continúa la Decisión, en el supuesto de que la pregunta y el resultado referendarios sean claros en favor de la secesión, los órganos de la Federación no podrían permanecer impasibles a este último, estando obligados a sentarse a la mesa de negociaciones con la provincia secesionista, de cara a negociar los términos de la independencia que, en cualquier caso, habría de articularse mediante una reforma constitucional. En relación con esto último cabe efectuar dos precisiones. En primer término, que la Decisión señala que las negociaciones podrán fructificar o no, debiendo las partes actuar de buena fe en todo caso, lo que no deja de plantear serios interrogantes sobre tal proceso, quedando la cuestión lejos de ser resuelta. Por otra parte, la Corte no indica a través de cuál de los distintos procedimientos de reforma constitucional (hay hasta un total de cinco previstos en la Constitución) habría de articularse la secesión, si bien debe tenerse presente que, de acuerdo con el tenor de la Norma Fundamental canadiense, por la materia afectada, parece que, en principio, debiera ser a través del procedimiento más agravado, esto es, aquel que requiere, además de mayorías reforzadas en ambas Cámaras federales, el consentimiento de todas las provincias integrantes de la Federación.
Finalmente, ha de recordarse que, a renglón seguido de la mencionada Decisión, el Gobierno Federal impulsó la aprobación por el Parlamento canadiense de la conocida como Ley de Claridad (2000), en la que se estableció que la claridad de la pregunta y, especialmente, del resultado referendario habría de ser determinada por las Cámaras federales. Sin embargo, pese a su nombre, la Ley dista de aportar claridad y precisión, o lo que es igual, una mínima seguridad jurídica, ya que será el Parlamento federal el que con posterioridad a la celebración del eventual referéndum decidirá si el resultado ha sido claro o no (con la consecuencia de que en este último caso no se negociaría la reforma constitucional), sin que a priori se establezca parámetro alguno (más allá de que la simple mitad más uno no sea suficiente). B.2/ En el extremo del abanico descrito nos encontraríamos con aquellos países en los que sus Constituciones establecen de manera expresa o implícita (y en este último caso así lo han señalado sus Tribunales Constitucionales) la imposibilidad de que pueda articularse una reforma que afecte a la integridad territorial. Ello enlaza con la cuestión de la admisibilidad o no de los denominados límites materiales a las reformas constitucionales. Es el señalado un viejo tema del Derecho Constitucional, íntimamente ligado al posible entendimiento de la Constitución desde un punto de vista estrictamente formal o al otorgamiento de particular relevancia al concepto de Constitución material. Así, mientras que los autores “formalistas” tienden a rechazar el propio concepto de límites a la reforma, incluidos los expresamente previstos en algunos textos constitucionales, los defensores de la segunda opción admiten su posibilidad e incluso su conveniencia. En relación con esto último, se argumenta que las Constituciones van más allá de la típica función kelseniana de operar como norma sobre la competencia de la competencia, encerrando las mismas un sistema de valores que se pretenden consustanciales al modelo político e incluso social reflejado en aquellas.
Siguiendo con dicha argumentación, se indica, la Constitución no puede admitir cualquier reforma de la misma, o lo que es igual, no puede admitirse aquella modificación o supresión del sistema axiológico que constituye la propia esencia de la Norma Fundamental en cuestión, pues lo contrario sería validar su propia destrucción (o autodestrucción). En la historia constitucional ha sido frecuente el establecimiento de límites (no solo materiales, sino también temporales, junto con los formales ínsitos en el propio concepto del poder de reforma o poder constituyente derivado) al poder de reforma constitucional. Con todo, fue especialmente tras la II Guerra Mundial cuando las Constituciones de nueva hornada recogieron con mayor profusión tales cláusulas, sin duda como reacción frente a los horrores vividos y al uso que de las amplias posibilidades de reforma constitucional ofrecidas por las Constituciones de entreguerras habían hecho los movimientos totalitarios para acceder al poder y respaldar constitucionalmente la legislación aprobada por los mismos. Especialmente significativo fue el caso alemán (por razones obvias), cuyo artículo 79 de la Ley Fundamental de Bonn establece un amplio elenco de cláusulas de intangibilidad, es decir, de preceptos cuya esencia no puede ser modificada. Siguiendo la estela germana son hoy numerosos los textos constitucionales que las recogen, estando principalmente referidas a la imposibilidad de modificaciones del principio democrático y de los derechos fundamentales. Ciertamente, por lo que respecta a la integridad territorial o unidad del Estado, no son muchas las Constituciones que de manera expresa declaran inmodificable tal principio (de hecho, no todas lo establecen de manera expresa), destacando entre las mismas la Constitución portuguesa. Así, el artículo 288 de la Constitución lusa, que recoge el que es, probablemente, el elenco más amplio de cláusulas de intangibilidad del Derecho Comparado, preceptúa en su apartado a.) que las leyes de reforma constitucional habrán de respetar “la independencia nacional y la unidad del territorio”. Junto a supuestos como el portugués, otro grupo de sistemas constitucionales cuentan con la unidad territorial como límite implícito o tácito a la reforma constitucional, coligiéndose el mismo del propio texto constitucional en interpretación realizada por los correspondientes Tribunales Constitucionales.
El caso prototípico es el italiano. Así, ha de recordarse primeramente que la Constitución transalpina de 1947 establece en su art. 5 que la República es una e indivisible, mientras que al abordar la reforma constitucional dispone en su art. 139 que “no podrá ser objeto de revisión constitucional la forma republicana”. Al igual que, como se analizará posteriormente, ha sucedido en otros países, desde el primer momento se suscitó un debate doctrinal en relación con la extensión de la expresión “forma republicana” como límite a la reforma, cabiendo dos interpretaciones: la más estricta, que vincula la prohibición exclusivamente a la forma de la Jefatura del Estado (por contraposición a la monarquía); y otra, más amplia, que sostiene que la mención a la forma republicana va más allá de la configuración de la Jefatura del Estado debiendo incluirse otra serie de aspectos, desde los principios esenciales consustanciales a la república clásica, entre ellos el democrático o el respeto del núcleo esencial de los derechos fundamentales, hasta (por lo que aquí nos interesa) la propia garantía de la unidad territorial del Estado. La Corte Constitucional italiana tuvo ocasión de zanjar la cuestión en su sentencia 1146 de 1988, cuya doctrina al respecto ha sido confirmada recientemente en su sentencia 118 de 2015, a propósito de la legislación aprobada por la Asamblea de la Región del Véneto que permitía la convocatoria de un referéndum en el que se consultaría a su electorado sobre la secesión de la misma. En la última sentencia mencionada, el Tribunal es tajante al afirmar que la idea de una república independiente del Véneto es “radicalmente incompatible con los principios fundamentales de la unidad e indivisibilidad de la República” (por lo que, entre otros motivos, declara inconstitucional la legislación regional), añadiendo que “la unidad de la República es pues uno de los elementos esenciales del ordenamiento constitucional hasta el punto de ser excluido del poder de revisión constitucional”.
Así, pues, la Corte ha declarado como cuestión sustraída al poder de reforma constitucional el principio de integridad territorial. B.3/ Finalmente, nos encontraríamos con un tercer grupo, a mitad de camino entre los dos acabados de referir, integrado por los países que, rechazando la secesión unilateral, no establecen expresamente en sus Normas Fundamentales la integridad o la unidad territorial como límite a la modificación constitucional, sin que hasta el momento los Tribunales Constitucionales o las Altas Cortes de Justicia en cuestión se hayan pronunciado claramente al respecto. Ha de advertirse que la incardinación de determinados Estados en este grupo es, en ocasiones, una cuestión de no fácil solución, suscitándose en los referidos países un intenso debate doctrinal al respecto. En los ordenamientos de los Estados incluidos en este grupo se excluye que la reforma pueda ser obligada a consecuencia de un referéndum particularizado en un territorio pretendidamente secesionista, entendiéndose que únicamente es la totalidad del pueblo del conjunto del Estado o Nación quien debe pronunciarse al respecto. En cualquier caso, como se verá a continuación, los matices son muy diferentes en función del ordenamiento en el que nos situemos. Baste examinar brevemente tres supuestos: el francés, el alemán y el estadounidense. Por lo que respecta al caso francés, cabe recordar que el artículo 1 de su Constitución señala que “Francia es una República indivisible”. En sede de revisión constitucional, el art. 89 del texto constitucional dispone que no podrá ser objeto de reforma constitucional la forma republicana de Gobierno. Al igual que en el caso italiano se ha planteado un debate doctrinal sobre la interpretación en relación con la extensión de dicho límite; sin embargo, a diferencia de Italia, el Consejo Constitucional galo no se ha pronunciado sobre la cuestión. Es más, en su decisión nº 2003-469 DC del 26 de marzo de 2003, el propio Consejo se autoexcluye como órgano competente para revisar o valorar la constitucionalidad de una reforma constitucional (es decir, en este caso, la no vulneración del límite establecido en el art. 89 de la Constitución), al indicar que el art. 61 de la misma circunscribe las funciones del Consejo al examen de las leyes orgánicas y de las ordinarias mencionadas en dicho artículo.
De ahí cabría deducir que la reforma que afectara a la indivisibilidad de la República (precisamente el motivo del recurso del que trajo causa la Decisión, una reforma constitucional aprobada por el Parlamento en sentido descentralizador) tendría en principio cabida en el ordenamiento francés, por el motivo práctico de que no existiría un mecanismo de control que impidiera la misma (aunque, en todo caso, cabría plantearse si el Presidente de la República podría paralizarla en tal supuesto). Particular interés (y debate) ha suscitado la cuestión de la secesión en los Estados federales y, en particular, su posible inserción o no dentro del ámbito del denominado poder de reforma. La diferenciación entre Confederación y Federación y sus implicaciones respecto a la separación de un Estado, la teoría de la doble soberanía (en su formulación clásica de Calhoun), la presencia o no de residuos contractuales o pactistas en la Federación (que abonarían la posibilidad constitucional de la secesión)… son algunos de los términos en los que ha discurrido el debate doctrinal. Hoy por hoy es indiscutido que la secesión unilateral no es posible en un Estado Federal, erigiéndose este como un elemento esencial en su distinción respecto a la Confederación. La configuración del pueblo de la Federación como sujeto constituyente y titular de la soberanía así lo exige. Hasta ahí el consenso. La división doctrinal surge cuando se aborda la capacidad del amending power en relación con la posible admisión de la secesión a través del mismo, posibilidad defendida por un sector (encabezado en su día por Hans Kelsen) frente a aquellos autores que rechazan su inclusión como facultad del poder de reforma, por suponer la propia destrucción de la Constitución (cabría admitir la secesión pero mediante la llamada al poder constituyente originario, esto es, aprobando una nueva Constitución). En Alemania se ha discutido la cuestión al hilo del posible entendimiento o no de la unidad de la Federación dentro de las cláusulas de intangibilidad establecidas en el art. 79 de la Ley Fundamental de Bonn, singularmente en lo que se ha denominado “mantenimiento del orden federal”.
El Tribunal Constitucional germano no se ha pronunciado sobre la cuestión de forma directa, aunque, a diferencia de la que ocurre en Francia, su competencia para revisar la constitucionalidad de la reforma constitucional ha sido sostenida por el mismo (y ejercida en diversas ocasiones, si bien respecto a otras materias). En cualquier caso, de lo que no cabe duda es del rechazo de la posibilidad de que en el marco constitucional actual quepa la secesión unilateral, como ha dejado claro la Corte de Karlsruhe en su sentencia del pasado mes de diciembre a propósito del conocido como Bayxit (no admitiéndose un referéndum “estatal” sobre tal cuestión). En la decisión del Tribunal se señala que los Lander “no son los amos de la Constitución”, no cabiendo la disposición de la misma por aquellos. La problemática descrita se reproduce, si bien con importantes matices, en el otro Estado Federal arquetípico, el estadounidense. Debe tenerse presente que es precisamente en Estados Unidos en donde surge el concepto de Constitución rígida para asegurar la unión del nuevo Estado, estableciéndose así una diferencia con la teoría clásica de la Confederación. La guerra civil y posteriormente el Tribunal Supremo resolvieron la cuestión de la posible secesión de un Estado. Así, el último, en Texas v. White (1869), recuerda que con la aprobación de la Constitución de Filadelfia se dio el paso a la formación de una unión más perfecta (en relación con la anterior Confederación) y perpetua, no cabiendo que un estado abandone la Unión. De ahí que intentos como el actualmente emprendido por un grupo de ciudadanos de California en relación con la secesión de dicho Estado estén abocados al fracaso (se pretende, como es conocido, la aprobación de una iniciativa popular de reforma de la Constitución californiana que posibilite la celebración en dicho ámbito de un referéndum de independencia). Con todo, la cuestión de si una posible reforma de la Constitución federal podría permitir la separación de un Estado no está completamente resuelta en Estados Unidos. En primer término, por cuanto que la propia Constitución de 1787 no contiene cláusulas de intangibilidad, con excepción de la previsión que señala (art. V) que no podrá privarse a ningún Estado, sin su consentimiento, de su igual representación en el Senado (aunque aquí, más que de cláusula de intangibilidad estricto sensu, cabría hablar de requisito formal o procedimental especial por razón de la materia).
A ello se añade el hecho de que en la única sentencia en donde la Corte Suprema ha abordado la cuestión, la ya referida Texas contra White, se afirma (un tanto enigmáticamente) que no cabe que un Estado abandone la Unión salvo revolución o “el consentimiento de los demás Estados”. Y decimos que la frase es enigmática, ya que, en el caso de admitirse que mediante procedimientos jurídicos a nivel federal un Estado pudiera abandonar la Unión, el procedimiento en principio debería ser el de reforma constitucional previsto en el art. V, que únicamente exige (además de la aprobación en las Cámaras federales, y dejando aparte el procedimiento absolutamente excepcional de las convenciones) la aprobación o ratificación por tres cuartas partes de los estados, es decir por 38. El hecho de que en Texas contra White la Corte se refiriera al consentimiento de los demás estados, pareciendo presuponer la unanimidad de estos, no tiene encaje propiamente en el procedimiento de reforma, lo que lleva a plantearse si a lo que está aludiendo el Tribunal es a la aprobación de una nueva Constitución, como así parece abonarlo la propia sentencia al equiparar dicho supuesto al de una revolución (excluyéndose, por tanto, la secesión como posibilidad del poder de reforma). ¿Y España? Nuestro país se inserta como categoría especial entre el último y penúltimo de los grupos referidos. Así, nuestra Constitución no contiene, como es sabido, cláusulas de intangibilidad expresas, refiriéndose el art. 168 CE, que contempla el llamado procedimiento superagravado de reforma, a la posibilidad de revisión total de la Constitución. Con todo, un sector doctrinal (frente al mayoritario) ha defendido la presencia en nuestro sistema de límites materiales tácitos a la reforma, entre los que se hallaría (además del art. 10.2 que proclama la dignidad humana como fundamento del orden social, económico y político) el principio de indisoluble unidad de la Nación española, consagrado en el art. 2 del texto constitucional. El Tribunal Constitucional ha venido a dirimir la cuestión al señalar en diversos fallos (entre otras, SSTCC 103/2008, 42/2014 y 32/2015) que no existen tales límites en nuestra Constitución, por lo que en principio todo es reformable, siendo admisible aquella modificación constitucional que permita la separación o secesión de una parte del territorio, para lo que habría de seguirse el procedimiento del art. 168 CE al insertarse el art. 2 CE en el Título Preliminar, sometido en su modificación al procedimiento referido (no al ordinario del art. 167 CE).
Con todo, debe recordarse que la complejidad (y los muy amplios apoyos requeridos) de la reforma por el procedimiento del art. 168 hace que numerosos autores hayan hablado de la existencia de una auténtica cláusula de intangibilidad encubierta (que blinda numerosos contenidos del texto constitucional) ya que hace muy difíciles, cuando no imposibles, determinadas modificaciones. En definitiva, por más que recientemente se haya podido afirmar que nos encontramos a día de hoy ante un nuevo paradigma del entendimiento del derecho de secesión en los sistemas constitucionales actuales10, el repaso de la que es tónica general en el Derecho comparado más bien abonaría lo conclusión contraria. Incluso si analizamos los que son invocados como manifestaciones más preclaras de ese nuevo paradigma, los ejemplos canadiense y británico, ha de señalarse que, tal y como se ha indicado con anterioridad, son muchos los interrogantes abiertos en esos ámbitos que hacen que no pueda hablarse de una cuestión resuelta en dichos ordenamientos, al menos desde el punto de vista del Derecho. En ambos ordenamientos han quedado abiertas numerosas y relevantes cuestiones, aspecto difícilmente conciliable con la noción de paradigma. Por otra parte, el análisis de los textos constitucionales de la mayoría de países y las sentencias de los máximos intérpretes de las Normas Fundamentales de los mismos abonaría la conclusión de que secesión y Constitución son dos términos que históricamente, y aun en la actualidad, parecen “llevarse mal”.
(*) Ingresando a fundacionfaes.org-constitución y recesión, se podrán encontrar las citas bibliográficas correspondientes al final del ensayo.
InformadorPúblico.com • 03/07/2020 •
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