“Su memoria está por doquier.
en las cimas de los campanarios y de los montes,
en las ermitas de los caminos,
a la cabecera de las camas y sobre las tumbas,
millones de cruces recuerdan la muerte del Crucificado.
César ha dado, en sus tiempos, más ruido que Jesús,
y Platón enseñaba más ciencias que Cristo.
Todavía se habla del primero y del segundo;
pero ¿quién se acalora por César o contra César?
Y ¿dónde están hoy los platonistas o los antiplatonistas?
Cristo, por el contrario, está siempre vivo entre nosotros.
Hay todavía quien le ama y quien le odia.
Hay una pasión por la Pasión de Cristo y otra por su destrucción.
Y el encarnizamiento de tantos contra Él dice que no está todavía muerto. Los mismos que se esfuerzan en negar su existencia y su doctrina
* * *
Cuando Plutarco Calles levantó triunfante su copa, exclamando que la guerra desatada contra la Iglesia ya llevaba dos mil años, el desdichado no tenía idea de lo importante que serían sus palabras para recordarles a los católicos –cuando ellos lo olvidaran– la sentencia de Job: la vida sobre la tierra no puede ser sino milicia.
Ayer amenaza, hoy esta frase resulta consoladora para los que observan perplejos cómo los referentes religiosos optan sistemáticamente por la omisión de toda hipótesis de conflicto cuando las cuestiones religiosas y las públicas comienzan a rozarse, tal como está ocurriendo a propósito del debate en torno a los símbolos religiosos en los espacios públicos, concretamente en torno al Crucifijo. Tanto la frase de Calles como las palabras de Voltaire –que pronosticó la muerte de la Iglesia– desempolvan en el momento actual viejas verdades, que de tan olvidadas que estaban parecen nuevas.
El odio al crucifijo nos recuerda la guerra al Crucificado.
* * *
Los mencionados proyectos provenientes de Europa han sido objeto de distintas declaraciones; también en nuestro país algunas figuras se pronunciaron. No es sorpresa observar –en uno y en otro territorio– a las fuerzas socialistas, socialdemócratas y liberales unidas en pos de un mismo objetivo: la erradicación del crucifijo. La misma liga de ateos racionalistas del viejo continente impulsa esta medida. Si todas estas fuerzas combaten al catolicismo, éste a su turno condenó sus principios, ideología, praxis, sus innumerables crímenes, sus bajezas conocidas, su moral acomodaticia, su ambición desordenada.
El proyecto abreva en el espíritu laicista: la pretensión moderna de separar (no sólo distinguir) lo sobrenatural de la naturaleza, relegando lo primero al ámbito privado y subjetivo, mientras que lo segundo sería el ámbito de las cosas como son, independiente de las “respetables” pero, al fin de cuentas, íntimas creencias. Así definida, la religión –siempre y cuando se guarde de trascender esas fronteras– no sería criticable.
Pero los crucifijos están en zonas públicas. De esta suerte, el laicismo –luego de pretender destronar a Cristo como Rey de las sociedades– busca eliminar los vestigios de un Orden Social que fue cristiano. Si este proceso pasó, entre otros momentos, por la supresión los nombres cristianos tales como María, Bautista, José, Trinidad, Isabel, Magdalena (como lo admitieron anarquistas y comunistas), hoy el movimiento de “desmitificación” de la realidad encuentra nuevos adversarios.
Quienes profesan las ideologías mencionadas se atribuyen de este modo esa autoridad para “fiscalizar la realidad”, criticando sobre lo criticado y objetando todo aquello que remita a una “realidad problemática”, cuya existencia se permiten dudar o negar. La humanidad habría sido víctima fatal de las alienaciones religiosas, de superestructuras de dominación ancladas en la fe; pero esta esclavizante superstición –por suerte– encontraría su freno gracias a ese quitar la máscara, propio de esta directiva laicista. De ahí que todos los signos que remitan a lo religioso, que religuen con lo Absoluto, sean vistos como una amenaza.
Corrijamos: no sólo son vistos.
Lo son, realmente.
Son una amenaza para los que pretenden silenciar el Nombre del Salvador; son un índice admonitor que señala inequívocamente una culpa; son testimonio de una Ciudad Católica que adoptó la fe no por casualidad sino por convicción. Cada signo, cada palabra, cada nombre cristiano, cada crucifijo, es un rugido de la memoria. Un testigo insobornable.
Podemos comparar este nerviosismo ante los crucifijos con la actitud de quien pretende borrar las huellas de su propio crimen. Así como el asesino suele volver a la escena del crimen para eliminar cualquier indicio, pista, señal que pudiese denotar su presencia y acción, los que han eliminado a Dios de la conciencia –o quieren creer haberlo hecho– necesitan ahondar este deicidio. A tal fin, borran todo vestigio, toda huella, toda sugerencia que pudiera mover a cualquiera a pensar en Aquél, más íntimo a nosotros que nosotros mismos.
Nos dimos cuenta de lo que significa el crucifijo cuando lo pretendieron quitar.
* * *
Este error del laicismo y sus secuaces conserva, a pesar de todo, su propia lógica: un estado laico –neutro en materia religiosa, escéptico o deísta respecto a la existencia de Dios; en la práctica ateo, ciertamente– no puede tolerar los símbolos religiosos. Son contradictorios con su esencia. Y por ello tiene lugar aquí la intolerancia laicista. Y al señalarla no estamos –como quizá alguno pudiera pensar– pronunciado una descalificación. Porque esta intolerancia es un efecto inevitable de haber percibido dos contradictorios: el relativismo –camaleónico por definición– y la cosmovisión católica, defensora de lo inalterable.
Esta intolerancia es consecuencia de la percepción de una suprema evidencia: entre el símbolo del Dios que no cambia, por un lado, y la Ciudad Plural, Democrática, Escéptica y Relativista contemporánea, por otro, no puede haber convivencia posible.
Que no nos duela decirlo: tienen razón. Cristo no puede coexistir con la filosofía del cambio por el cambio, propia de la polis contemporánea. He aquí una premisa inicial –y compartida con nuestros adversarios– pero cuya conclusión no debiera llevarnos a retirar el crucifijo, sino a mandar directamente al retrete esa mentalidad relativista y su ordenamiento político.
Debido a esta irreductibilidad en el origen, a esta incompatibilidad inicial y radical, resultan endebles ciertas reacciones ante este proyecto, puesto que siguen discutiendo dentro de un margen signado por la misma mentalidad a la que supuestamente deberían enfrentarse. La Comisión Permanente del Episcopado español emitió una Declaración sobre la exposición de símbolos religiosos cristianos en Europa[1], en la cual afirma:
“la presencia de símbolos religiosos cristianos en los ámbitos públicos, en particular la presencia de la cruz, refleja el sentimiento religioso de los cristianos de todas las confesiones…”.
Son varias las observaciones que podrían hacerse. Leemos que el crucifijo –entre otros símbolos– tiene que coronar lo público debido a motivos sentimentales, subjetivos. No se dice, ciertamente, porque haya un derecho real de Cristo a encabezar la sociedad, en tanto Rey de las naciones. ¿A qué cosmovisión obedece tal afirmación? Ciertamente, a la relativista. Ahora bien, ¿no cabe acaso una réplica? ¿Por qué no aceptar entonces la posibilidad que los laicistas quieran eliminar el crucifijo también por alegadas cuestiones sentimentales? ¿Habría forma alguna de medir qué sentimiento prima sobre otro? Por lo demás, la frase desliza la igualación de los cristianos no católicos con los católicos, olvidando que el protestantismo tuvo su origen histórico en un pecado contra la fe, llamado herejía.
El crucifijo no es –como continúa diciendo la declaración– “expresión de una tradición a la que todos reconocen un gran valor y un gran papel catalizador en el diálogo entre personas de buena voluntad”. Su carácter simbólico excede y trasciende una cuestión sociológica, para enmarcarse en un significado propiamente religioso. Simboliza al Redentor del hombre, que convirtió al madero de tormento en madero de salvación. La Cruz simboliza la oposición inflexible entre Dios y el mundo que lo ha crucificado. Por eso la maldice el judío retratado por José María Pemán:
“Maldita porque el cruce de tus rayas
es el punto sin forma: pura idea
sin carne, ni materia, ni medida;
centella del espíritu
que se me escurre, como un pez, por entre
mis dedos temblorosos de poder”.
Por eso, ni todos le reconocen un gran valor, ni ha tenido el papel de catalizador en el diálogo: no es el instrumento bonachón que permite a dos buenazos tomar juntos un café y discutir algunas ideas sin matarse. Como lo ha profetizado Simeón, Cristo –que luego del Viernes Santo ya es indivisible de la Cruz– es signo de contradicción. Por eso se permitió decir:
“Yo no he venido a traer la paz, sino la espada”.
La declaración continúa alegando que los símbolos religiosos que se pretende retirar han sido la fuente de la ética y del derecho, “fecundas en el reconocimiento, la promoción y la tutela de la dignidad de la persona”.
Curiosamente, este argumento se esgrime frente a liberales, socialdemócratas y socialistas, los cuales sólo ven en el hombre una pasión inútil, o en otros casos lo reducen a un bípedo que ingiere hidratos de carbono, cuando no lo consideran un puro animal capaz de realizar cálculos racionales o incluso el resultado azaroso de una evolución seleccionada sin seleccionador. Entonces, cuando pronunciamos la palabra persona, ¿pensamos en las mismas cosas? ¿Basta la unidad de la palabra para que estemos hablando de la misma realidad? Lamentablemente no. Pero entonces, ¿de qué sirve promover la dignidad de la persona si lo que se promueve no es lo mismo?
* * *
¿Cuál es el significado de la embestida laicista contra el crucifijo? Creemos que la clave se halla aquí: el laicismo no quiere quitar el crucifijo porque no haya sido esencial “en la cultura y tradición europea”, ni porque no promueva “el altruismo y la generosidad”, ni porque violente la “libertad religiosa” de otros.
No, no, no. Aquí los laicistas tienen razón. Interesa quitar el crucifijo no a pesar de lo que significa, sino por todo lo que significa.
No les interesa como expresión folklórica o anecdótica de una respetable pero perimida cultura cristiana; les interesa en cuanto puede suscitar en el siglo XXI las gestas del XI, cuando los hombres guerreaban por las más altas causas y no –como hoy– por el petróleo en Medio Oriente. Importa el crucifijo en tanto reflejo de la consigna constantina: In hoc signo vinces. La imitación de tales ejemplos, hoy día, sería objeto de nerviosismo. Imaginemos una presencia que proclama objetividad en un mundo signado por el subjetivismo, una convicción férrea en un mundo donde todo se negocia, un lenguaje claro e inequívoco en un espacio donde éste servía únicamente para construir “efectos de verdad”, unido indisolublemente al consenso.
Habría motivos para preocuparse.
Aclarémoslo una vez más: no les interesan los “sentimientos” que subjetiva, parcial y relativamente pueda causar el crucifijo. Importa en tanto vehículo y emisario de realidades, no de interpretaciones. No su valor subjetivo, sino su potencia objetiva. Los acosa su carácter testimonial, porque las palabras que el crucificado pronunció le valieron la muerte tanto a Él como a los millones de mártires que desde hace 2000 años las vienen repitiendo.
A los escépticos, relativistas y democráticos –entonces– les inquieta la presencia de un símbolo que remita a una Verdad inflexible, la cual ni todas las lucubraciones ideológicas podrán tumbar. No les quita el sueño una solidaridad mundana sino una caridad sobrenatural, llena de ardor, celo y santa cólera. Una caridad que ve en el crucifijo el símbolo de lo inalterable.
Les aterra el testimonio de lo que no muta en un mundo que cambia constantemente. Por eso quieren quitar el crucifijo.
“Maldita tú la Cruz porque tú tienes
la esbeltez de los álamos junto a la paz del río
en el amanecer.
Maldita tú porque eres
recta y sin curva como la Verdad”.
No los entienden ni los pueden entender a los laicistas quienes pretendiendo contradecirlos, incurren en contradicción. Porque el planteo contrario al crucifijo es lógico: monstruosamente lógico. No hay diferencia entre conceder el principio del Estado Laico, negando sus consecuencias, a enfrentar un tiburón con una pistola de agua: todo lo que podamos decir cae dentro de sus postulados en calidad de consecuencia derivada. Lo más que podremos hacer es demorar el mal. Pero dentro del esquema laicista no es un mal –sólo fuera de él lo es– sino una posibilidad lógica en concordancia con la premisa inicial.
¿Por qué es malo algo incluido en un principio que libremente acepto? Si la consecuencia no deseada está ligada al principio, ¿por qué no niego el principio? Pero si consiento el principio laicista, ¿por qué es mala la conclusión que se deriva lógicamente de él?
* * *
Para oponerse a esta embestida laicista contra el crucifijo, es necesario comprenderla. Todo esto se trata de la Revolución Permanente. Como han explicado autores como Chesterton, Hello, Pascal –entre otros– presenciamos la locura del hombre abandonado a la sola razón, divorciado a priori de la fe, que naufraga en el mundo como nadando con un solo brazo. Asistimos a la desvergonzada demencia del que ha hecho de la crítica su ídolo, rindiéndole adoración e hincando su rodilla.
Para este tipo de hombre, el objeto de conocimiento no importa tanto como su certeza. Por eso exige que todo dato –antes de ser admitido– pase por su aduana fiscalizadora criticista. Anhela que toda verdad se prosterne ante su ambición de juzgarlo todo. Demanda que las cosas sean deglutidas por esa razón golosa que, víctima de la sofística, reclama que absolutamente todo sea probado antes de ser aceptado.
“Por una demencia inconcebible y por una aberración inexplicable, el hombre, hechura de Dios, cita ante su tribunal al mismo Dios, que le da el tribunal en que se asienta, la razón con que le ha de juzgar y hasta la voz con que le llama”.
La actitud de estos hombres es la de juzgar la verdad con su razón, en lugar de someter dócilmente su razón a la verdad. Su único modelo de racionalidad se halla reducido a técnica y praxis, refractarias de la sana filosofía y de la verdadera fe, incapaz de dirigirse a ellas sin sospechas –ya en su faz marxista, ya en su faz psicoanalítica y siempre en su faz sicótica. Una razón que ha construido en su solitaria factoría un discurso que vive de volver odiosas todas las cosas buenas. Esta razón adulterada no puede sino pronunciar sucias palabras respecto de Dios:
“Y las blasfemias llaman a otras blasfemias, como el abismo a otro abismo; la blasfemia que le emplaza va a parar a la blasfemia que le condena o a la blasfemia que le absuelve. Absuélvale o condénele, el hombre que en vez de adorarle le juzga, es blasfemo”[2].
El laicismo acaba siendo una ideología de víctimas y victimarios destinados al manicomio: padecen la asfixia del que se niega por principio a la acción santificadora de lo sobrenatural, del que se cierra a la sola posibilidad de la gracia, del que se amputa el oído, principio de la fe; del que castra su deseo inagotable de lo Absoluto.
Pero quitado lo sobrenatural –al decir de Chesterton– la naturaleza misma queda también herida, tambaleante. Por eso vemos que los hijos de aquellos que empezaron negando la Revelación en pro de “la racionalidad”, hoy descienden vertiginosamente hacia tesis cada vez más irracionales. Por eso deifican ese derecho egoísta, infértil, estéril y narcisista a la duda y a la crítica de todo.
Hay en ellos como una oscura e irracional fe en la nada. Encontrarían la salud si aceptaran, humildemente, que ni todo puede ser probado, ni hay necesidad de ello: “es imposible comprobarlo todo”, dice Aristóteles desde las páginas de la Metafísica, puesto que para ello sería necesario caminar hacia el infinito. Aquella pretensión es fruto del orgullo. Que “hay” una verdad es evidente: negándola, la afirmamos. Pero esta afirmación no debe ser juzgada, sino que debe convertirse en la base, el cimiento, para poder juzgar:
“La inteligencia, como presencia de la verdad en la mente, está siempre en la verdad; mi mente y toda mente humana, en este sentido, es como una libre prisionera de la verdad. Aunque quisiera deshacerse de ella, llevada por un odio a la verdad, no podría hacerlo: la verdad habita en nosotros y al hacerlo está en su propia casa”[3].
Por eso concluye Sciacca:
“Es evidente que no hay juicio con el que pueda destruirse la verdad: ¡aún queriéndolo, no podría destruirse la verdad del juicio con el que se pretendiera destruirla! No puedo destruir mi mente (no puedo anular en mí al hombre profundo), aún cuando puedo destruir mi razón: no destruyen el profundo espíritu ni la locura, ni la demencia, ni la violencia desatada de las pasiones, aún cuando sacudan o anonaden mi razón. Mi yo profundo, perenne, inmortal –como la verdad, perenne, eterna– no es el yo racional propiamente dicho, sino el yo inteligente, que está más allá de la razón y por lo mismo más allá de la ciencia, de la locura y de la muerte”[4].
No es la batalla entre la razón y la fe, entre la racionalidad y la religión. Es la batalla entre dos modos distintos de confiar: los que apuestan a la nada y los que apuestan a la verdad. Por eso dice el precitado Donoso Cortés: “el hombre vive siempre sujeto a la fe… cuando parece que deja la fe por su propia razón, no hace más sino dejar la fe de lo que es divinamente misterioso por la fe de lo que es misteriosamente absurdo”[5].
¿Acaso no asistimos a esta borrachera de lo absurdo, de lo irracional? ¿Derechos de los animales? ¿Maestros que no enseñan? ¿Alumnos que no aprenden? ¿Cultura de lo feo, de la náusea, de lo marginal? ¿Matrimonio entre dos varones? ¿Derecho al filicidio? ¿Varones que quieren ser mujeres? ¿Mujeres que quieren ser varones? ¿Delincuentes sin castigos? ¿Fuerzas del orden que no ponen orden? ¿Padres que no quieren tener hijos? ¿Sacerdotes que desean tenerlos? ¿Dónde está lo ridículo, lo disparatado? ¡Qué proféticas resultan las palabras de Chesterton!:
“en la acción de destruir la idea de la autoridad divina, hemos destruido sobradamente la idea de esa autoridad humana… Con un rudo y sostenido tiroteo, hemos querido quitar la mitra al hombre pontificio, y junto con la mitra le arrebatamos la cabeza”[6].
* * *
Coinciden los demonólogos en señalar como indicio probable de infestación demoníaca la aversión a lo sagrado, sobre todo al crucifijo.
En un mundo que se ha enfriado para todo, el repentino e imprevisto odio hacia el símbolo de la Cruz señala una tremenda potencia que anida en el corazón del hombre, por más anestesiada de bienestar que se la suponga: el odio. Y ese odio es un timbre de alerta para los que reconocemos en el crucifijo la salvación del mundo. El odio a Cristo nos recuerda la guerra contra Cristo. Y la guerra contra Él nos recuerda la guerra por Él. Si la civilización actual se encuentra bajo los signos de la posesión demoníaca, mal puede expulsarse al Adversario que ha tomado posesión de ella en nombre de tradiciones históricas y culturales, mayorías accidentales, tratados internacionales u otros débiles argumentos. Únicamente en Nombre de Dios es posible exorcizar a los demonios.
Por Juan Carlos Monedero (h)
[1] http://www.conferenciaepiscopal.es/actividades/2010/junio_24.html
[2] Donoso Cortés, Ensayo sobre Catolicismo, liberalismo y socialismo, en su Obras escogidas, Poblet, Buenos Aires, 1943, págs. 574-575.
[3] Sciacca, Federico Michele. La existencia de Dios, Richardet, Tucumán, 1955, pág. 65.
[4] Ídem, pág. 66.
[5] Donoso Cortés, Ensayo sobre… ídem, pág. 817.
[6] Chesterton, Ortodoxia, Excelsa, Buenos Aires, 1943, pág. 55.
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