Uno de los principales retos que afrontan los políticos del mundo occidental consiste en la presencia de un claro pluralismo ético dentro de las fronteras del propio estado.
Entre quienes defienden opciones políticas que garanticen plenamente el “politeísmo ético”, como por ejemplo Hugo Tristram Engelhardt, el estado no debería asumir ninguna ética concreta, sino sólo un sistema mínimo de normas y procedimientos formales. De este modo, según esta propuesta, sería posible promover la convivencia y la realización conjunta de proyectos comunes entre quienes tienen distintas visiones religiosas y morales.
Teorías como la de Engelhardt y, en parte, las de otros contractualistas, suponen que la única autoridad moral para fundar estructuras de convivencia entre personas de religiones e ideas diferentes se encuentra en el permiso, consenso o pacto que todas (o al menos la mayoría) las personas realizan a la hora de poner en pie estructuras sociales aptas para desarrollar conjuntamente proyectos que sirven para todos.
Ante este tipo de propuestas, cercanas a las de quienes dicen defender posiciones como las del laicismo, podemos preguntarnos: ¿basta el consenso para crear un estado que permita la convivencia en un marco de justicia? Para Engelhardt, sí. Su respuesta depende de algunas premisas importantes, y es oportuno presentarlas brevemente.
La primera: la autoridad radica fundamentalmente en el permiso (consenso) y se apoya en el mismo.
La segunda: sólo vale tal autoridad para quienes asumen el consenso, si bien puede ser impuesta a quienes buscan atacar o dañar a las personas amparadas por el consenso.
La tercera: el consenso ha de ser lo más “vacío” posible; es decir, debe carecer de contenidos éticos concretos, los cuales quedan relegados al ámbito de las opciones (privadas) de las personas y de las comunidades (religiosas o laicas) que existen dentro del estado.
La realidad, sin embargo, es mucho más compleja. En primer lugar, porque las comunidades que tienen entre sí una fuerte cohesión y reglas de conducta más o menos definidas pueden tener la suficiente fuerza como para no tener necesidad de buscar un “consenso” para convivir con otros grupos que radican en un mismo territorio. En otras palabras, esas comunidades podrían crear pequeños (o incluso grandes) “sub-estados” con normas muy concretas dentro de estados más bien débiles y con pocas normas de conducta que sirvan de guía para la sociedad.
En segundo lugar, el consenso o permiso defendido por Engelhardt es posible sólo para quienes son adultos sanos, autoconscientes y capaces de entender (inteligencia) y de dar su asenso (voluntad libre). Por lo mismo, quedan fuera de la “protección” teórica del consenso quienes no consiguen los requisitos propios para ser considerados adultos aptos, aunque luego se establezcan acuerdos (algunos sumamente variables y arbitrarios) para tutelar a algunos de esos sujetos “inferiores”.
Se comprende, por lo mismo, por qué Engelhardt distingue entre los seres humanos clases o categorías, cada una de las cuales tiene derechos diferentes. Tales categorías, según se expone en su famosa obra “The Foundations of Bioethics”, son las siguientes (en orden decreciente):
-Persona 1: es el adulto, agente moral, capaz de entender y de tomar decisiones morales, de establecer acuerdos o contratos, etc. Goza de la plenitud de los derechos y de autonomía.
-Persona 2: es un ser al que se atribuyen ciertos derechos similares a los de la persona 1. Es el caso, normalmente, de los niños, pues se espera que llegarán a la edad y la madurez suficiente para convertirse un día en “personas 1”.
-Persona 3: se trata de un individuo que recibe cierto reconocimiento como “persona” porque lo fue en el pasado, pero ya no lo es. Un ejemplo sería un familiar o amigo que ha sido persona 1 y que ahora sufre diversas formas de demencia senil o Alzheimer.
-Persona 4: aquel que recibe un reconocimiento social sin que nunca haya sido y sin que nunca pueda llegar a ser “persona 1”. Este es el caso de niños y adultos que han nacido con formas graves de incapacidad mental y sin posibilidad de curación.
-Persona 5: se trata de un individuo que recibe un cierto reconocimiento o respeto, pero que se encuentra totalmente imposibilitado a dar muestras de relación con quienes se encuentran a su lado. Un enfermo en estado vegetativo persistente sería “persona 5”.
Esta categorización se aplicaría en la vida social, según Engelhardt, de un modo más o menos claro, al determinar que sólo las personas 1 (personas en plenitud) tienen completo poder de decisión sobre su vida y su muerte, sobre sus convicciones personales y sobre el tipo de comunidades en las que desean vivir, mientras que las demás personas gozan de derechos y de posibilidades de acción en la medida en que las personas 1 relacionadas con ellas (familiares, miembros de la misma comunidad) se los reconozcan.
Con estos presupuestos, la ética del estado (o el vacío de ética “sustancial”) se limita a reconocer a unos como personas dotadas en plenitud de derechos (y, por lo mismo, también susceptibles de contraer deberes), mientras que otros seres humanos quedan relegados al ámbito de lo no protegido por el estado.
Existirían, explica Engelhardt, formas de tutela y de asistencia a esos otros seres humanos (personas 2-5) según las convicciones de las comunidades morales (religiosas o laicas). Según tales convicciones, los que se reconocen católicos evitarán el aborto de los propios hijos, mientras que otros grupos considerarán el aborto un tema privado en el que cada mujer decida libremente, y algo parecido se podría aplicar (así lo dice Engelhardt) al tema del infanticidio. El estado, ante el pluralismo de opiniones en estos y otros temas (consumo de drogas, venta de órganos para transplantes, fecundación in vitro, eutanasia, suicidio asistido, etc.), permanecería neutral.
El estado que surge de esta perspectiva, supuestamente vacío de contenidos éticos, es en realidad un estado basado en un criterio discriminatorio que lleva a una opción ética concreta: se reconocen y tutelan los derechos de un grupo privilegiado (las personas 1), mientras los demás seres humanos (personas 2-5) carecen de derechos públicos reconocidos por el estado y quedan a merced de las decisiones de las comunidades y de los individuos plenamente “personales”.
Esta opción ética, sin embargo, destruye el criterio básico de la justicia pública, según el cual todos son iguales ante la ley. Decir, por ejemplo, que una persona autista, por no ser persona 1, depende por entero de lo que deciden sobre su vida quienes lo rodean (católicos, anglicanos, ortodoxos, musulmanes, o grupos agnósticos) implica aceptar una lógica que destruye el sentido auténtico de la vida pública a favor de una excesiva exaltación de las comunidades o individuos que conviven bajo un mismo estado.
Frente a este modo de pensar, se hace urgente redescubrir qué significa ser hombres y dónde radica la dignidad de un ser humano. Tal dignidad no puede depender ni de las visiones históricas ni de las ideologías particulares ni de las comunidades. La dignidad de cada hombre y de cada mujer está en su misma humanidad; la cual, a su vez, tiene un valor especial si se reconoce que el ser humano no es un simple proceso casual de fuerzas evolutivas, sino una realidad dotada de algo superior, un alma espiritual, y que camina hacia Dios y hacia el encuentro con el mundo de lo eterno.
Es en esta perspectiva donde encuentra su sentido y vitalidad la noción de ley natural, que tiene raíces en pensadores como Platón, Aristóteles, san Agustín o santo Tomás de Aquino, entre otros, y que permite elaborar una visión del estado fundado sobre aquella ética que mejor respete la dignidad de cada ser humano. Vale la pena profundizar en la misma en orden a evitar estados supuestamente acogedores de las diferencias (por admitir el politeísmo ético) cuando en realidad posibilitan discriminaciones profundas y otorgan a los fuertes (“personas 1”) un poder excesivo sobre los más débiles e indefensos (los demás seres humanos).
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