Homilía de Mons. Demetrio Fernández González, Obispo de Córdoba (España),
en la fiesta de la Sagrada Familia.
Catedral de Córdoba, 26 de diciembre de 2010.
Queridos hermanos:
En el contexto de la Navidad, fiesta de gozo y de salvación, celebramos la fiesta de la Sda. Familia de Nazaret, donde conviven Jesús, María y José, como un icono de la vida trinitaria, puesto que Dios es una familia de tres personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
No estamos llamados a vivir en solitario, como personas aisladas. Estamos todos llamados a vivir en familia. A vivir en familiaridad con las Personas divinas, y a vivir en relación continua con la familia humana, que en la Iglesia encuentra su preciosa expresión y su realización. “La Iglesia es como un sacramento de la unión de los hombres con Dios y de la unión de los hombres entre sí” (LG 1), constituyendo como una familia humana. La fiesta de la Sda. Familia nos hace sentirnos miembros de esta gran familia que es la Iglesia, la familia de los hijos de Dios.
La familia es la “Iglesia doméstica”, es decir, un espacio de convivencia humana donde se hace presente la Iglesia fundada por Jesucristo. En la propia familia uno es amado por sí mismo, cada uno de nosotros es atendido cuando llegan los momentos de prueba. En la familia hemos nacido y hemos crecido al calor de unos padres y de unos abuelos que nos aman, de unos hermanos y de unos primos que nos han ayudado a crecer. En la familia aprendemos a amar. En la familia son atendidos particularmente los ancianos y los enfermos. Y cuando llegan los momentos de crisis, la familia es el recurso principal para sentirse apoyado y salir adelante. Y es que la familia pertenece al designio de Dios-amor sobre los hombres.
En este plan amoroso de Dios, la familia constituye un pilar fundamental de nuestra vida y de nuestra convivencia.
Según el plan de Dios, la familia consiste en la unión estable de un varón y una mujer, que se aman y se profesan amor para toda la vida. Unión santificada por la bendición de Dios en el sacramento del matrimonio, cuyo vínculo es fuente permanente de gracia y es irrompible, es decir indisoluble. Unión que por su propia naturaleza está abierta a la vida y suele desembocar en el nacimiento de nuevos hijos que completan el amor de los padres y constituyen como la corona de los padres.
Este plan de Dios –el plan de la familia– no ha sido destruido ni siquiera por el pecado original ni por el castigo del diluvio, con el que tantas cosas fueron a pique.
En el principio, Dios los hizo varón y mujer, y vio Dios que era muy bueno. El pecado trastornó estos planes de Dios, pero Dios mantuvo su bendición sobre el varón y la mujer en orden a la mutua complementariedad y la prolongación de la especie humana. Dios ha ido perfeccionando el modelo de familia hasta llevarlo a plenitud en su Hijo Jesucristo.
Su Hijo eterno, Jesucristo nuestro Señor, se ha presentado en el mundo como el Esposo que viene a desposarse con cada uno de nosotros y viene a saciar los deseos más profundos de todo corazón humano. “Cristo amó a su Iglesia y se entregó a sí mismo por ella para consagrarla, purificándola con el baño del agua y de la palabra y para colocarla ante sí gloriosa, la Iglesia sin mancha ni arruga ni nada semejante” (Ef 5). Jesucristo actúa con nosotros, con su Iglesia, como un esposo que engalana a su esposa con su Espíritu Santo, con su gracia, con sus sacramentos, con su Palabra, con todos sus dones. Jesucristo ha bendecido las bodas de Caná y ha santificado el matrimonio elevándolo a la categoría de sacramento de la unión del mismo Cristo con su Iglesia.
Jesucristo hace posible que el matrimonio sea indisoluble, como nunca antes lo había sido. Jesucristo llena de su amor –de un amor crucificado– el corazón de los esposos para que se amen sin medida, hasta dar la vida totalmente el uno por el otro y ambos por los hijos, para que sepan perdonarse.
El amor matrimonial, vivido desde Cristo, ya no es un sentimiento pasajero, sino lo más radical del corazón humano, sanado por la gracia y capaz de darse de nuevo cada día. Jesucristo nos hace capaces de amarnos como Él nos ama, hasta el extremo, hasta dar la vida. Y esto no es un heroísmo del cristiano, sino que es una gracia de Dios que se alimenta continuamente de los sacramentos, de la Palabra, de la convivencia de cada día. Es un amor que convierte las dificultades en ocasiones de más amor.
Este amor de los esposos debe fluir como el agua que corre. Si se estanca, se pudre. El amor conyugal debe fluir en una apertura constante a la vida, que recibe de Dios responsablemente los hijos, como el mejor regalo del matrimonio. El Magisterio de la Iglesia insiste en que el amor conyugal debe ser humano, total, exclusivo y fecundo, porque la persona llega a su plenitud en el don de sí mismo. Cualquier recorte en esta donación es una merma en el don de sí mismo, es un achicamiento de la grandeza a la que el hombre (varón o mujer) es llamado. Entre los esposos, esta mutua donación tiene su expresión incluso en la donación corporal, en el lenguaje de la sexualidad que Dios mismo ha situado en el corazón humano.
Cuando la sexualidad es entendida como un juego de placer, este proyecto de Dios sobre el hombre se arruina. El placer que acompaña a la relación sexual no puede convertirse en valor absoluto de las relaciones del varón y la mujer. Cuando lo único que se persigue es el placer, la satisfacción de uno mismo, el otro se convierte en objeto, y el amor se convierte en egoísmo. La sexualidad entonces es el lenguaje del egoísmo, del egoísmo más terrible, porque utiliza al otro para su propio provecho. Lo que Dios ha hecho –la sexualidad humana- como expresión del amor auténtico, el hombre (varón o mujer) puede convertirlo fácilmente en lenguaje del más puro egoísmo, que conduce a disfrutar del otro a toda costa, incluso hasta la violencia psicológica o física.
La familia es escuela de amor, empezando por los esposos. Es preciso estrenar cada día ese amor, liberado del egoísmo por la gracia del perdón de Dios, que haga a los esposos entregarse cada vez con un amor renovado.
El sacramento de la Eucaristía es la escuela del amor. En este sacramento, Jesús renueva su entrega –incluso corporal– a cada uno de nosotros. Una entrega que le ha costado la vida, una entrega hecha de amor verdadero. Una entrega que quiere alimentar en nosotros ese mismo calibre de entrega en la relación de unos con otros, también en la relación de los esposos entre sí.
Ante un proyecto demoledor de la familia, evangelicemos la familia
El plan amoroso de Dios ha encontrado a lo largo de la historia múltiples dificultades que llenan de sombra este precioso proyecto y conducen al hombre (varón o mujer) a la mayor de las tristezas. Si la familia y el amor humano son fuente de alegría inmensa, la extorsión de este plan precioso se convierte en fuente continua de dolor y sufrimiento para los que lo padecen. Nunca sufre más la persona humana que cuando padece desamor, y más aún si lo padece por parte de quienes deben amarle. Nada tan doloroso para el corazón humano como el sentirse objeto del otro o el sentir no correspondido el amor que ha puesto en su vida.
Nuestra época padece más que nunca este desamor. Pero precisamente en nuestra época se quiere prescindir del plan de Dios, precisamente por ser de Dios. Una vez más, cuando el hombre se aparta de Dios, se acarrea toda clase de males en contra de sí mismo y en contra de los demás.
El hombre contemporáneo se aparta de este proyecto de Dios cuando se deja contagiar por la mentalidad anticonceptiva de nuestra época. En muchos ambientes y en muchos corazones la aspiración es a disfrutar lo más posible de la sexualidad humana como fuente de placer, evitando a toda costa el nacimiento de un nuevo hijo en el seno de la familia. Esta mentalidad no es nueva, es tan vieja como el hombre. Pero en nuestros días se ha acentuado, empleando para ello los medios técnicos al alcance, que hoy son mayores que en otras épocas: la píldora anticonceptiva y todos los métodos químicos o artificiales para impedir la fecundación, llegando incluso a la esterilización masculina o femenina que convierte al varón y a la mujer en un simple objeto, perdida ya su dignidad de persona humana.
Queridos esposos (y queridos sacerdotes y catequistas de estos temas). La Iglesia nos enseña que en la relación conyugal de los esposos, va contra el plan de Dios que en la unión sexual sea impedida la apertura a la vida. Todo acto matrimonial debe estar abierto por su propia naturaleza a la vida. La encíclica Humanae vitae enseña claramente esta doctrina, y –¡ay de nosotros!–, si la extorsionamos diciendo lo contrario o dejando a la conciencia de cada uno que haga lo que quiera. La conciencia no es la subjetividad que se afirma a sí misma, sino la capacidad de conocer la verdad y obedecerla con todo el corazón. Cuando la Iglesia nos enseña claramente una doctrina, los hijos de la Iglesia deben ponerse en actitud de obedecerla, de seguir la verdad que se nos anuncia. Hemos de pedir perdón a Dios porque en este punto obispos, sacerdotes y catequistas no hemos anunciado con fidelidad la doctrina de la Iglesia, la doctrina que salva y hace felices a los hombres.
En el desierto demográfico que padecemos, en el que el mundo occidental se muere de pena, todos tenemos nuestra parte de culpa. No sólo los legisladores y los políticos por no favorecer la familia verdadera, sino también los transmisores de la verdad evangélica (obispos-presbíteros-catequistas) por haber ocultado o negado la doctrina de la Iglesia en este punto.
España lleva muchos años con el índice de natalidad más bajo del mundo, y desde que se ha introducido el aborto hay más de un millón de muertos por este crimen abominable. Por este camino, España y los países occidentales tan orgullosos de su progreso caminan hacia su propia destrucción.
Las facilidades para el divorcio, para la anticoncepción en todas sus formas, para el aborto incluso con la píldora del día después repartida gratuitamente como anticonceptivo, son otros tantos ataques a la familia, al proyecto amoroso de Dios sobre la familia y la vida.
No pretendemos imponer a nadie nuestra visión de la vida y de la familia, pero pedimos que se respete la visión que hemos recibido de Dios y que está inscrita en la naturaleza humana.
El “ministro” de la familia en el gobierno del Papa, el cardenal Antonelli, me comentaba hace pocos días en Zaragoza que la Unesco tiene programado para los próximos 20 años hacer que la mitad de la población mundial sea homosexual. Para eso, a través de distintos programas, irá implantando la ideología de género, que ya está presente en nuestras escuelas.
Es decir, según la ideología de género, uno no nacería varón o mujer, sino que lo elige según su capricho, y podrá cambiar de sexo cuando quiera según su antojo. He aquí el último “logro” de una cultura que quiere romper totalmente con Dios, con Dios creador, que ha fijado en nuestra naturaleza la distinción del varón y de la mujer.
En medio de esta confusión, que afecta principalmente a nuestros jóvenes, celebramos la fiesta de la Sda. Familia de Nazaret para darle gracias a Dios por el don de nuestra familia, la que está constituida por un padre y una madre, y en la que nacen hijos según el proyecto de Dios.
Estamos convencidos de que el plan de Dios es el único que hace felices a los hombres. Y la primera tarea que se nos encomienda a los que así lo creemos es la de vivirlo en coherencia y con una plenitud cada vez mayor. No es momento de lamentarse, sino de conocer bien cuáles son los ataques a este bien precioso y de vivir con lucidez y con coherencia lo que hemos recibido de Dios, por ley natural o por ley revelada.
El principal enemigo en este tema –y en tantos otros– no está fuera. Está dentro de nosotros y entre nosotros, cuando la sal y la luz del Evangelio la ocultamos o la aguamos de tal manera que nadie la reconoce como tal. El principal enemigo de la familia es vivir a medias el evangelio de la familia y de la vida.
Contemplemos la Familia de Nazaret, demos gracias a Dios por nuestras familias y asumamos todos el compromiso de dar a conocer esta buena noticia, de evangelizar nuestro mundo con el evangelio de la familia y de la vida según el plan de Dios. Que Jesús niño, adolescente y joven, que María y José bendigan nuestras familias. Amén
+ Demetrio Fernández, obispo de Córdoba
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