Eric Voegelin, en su escrito La nueva ciencia de la política, afirmaba que el «uso de la argumentación teórica está prohibido»[1] dado que el hombre de hoy está dominado por la acción política y no por la búsqueda de la verdad en el sentido teórico[2].
La afirmación de Voegelin se ve corroborada por los hechos: casi nadie se ocupa de determinar la verdad o no de lo que se dice, sino de aplastar a quien lo dice. El recurso ad hominem es de uso corriente. Así, cuando el pensar se mueve por un andarivel diverso al de la acción política dominante, entonces la descalificación moral del sujeto de ese pensar se ejecuta sin piedad. Pero, si observamos bien, detrás de ese modo de proceder se esconde un rechazo absoluto al pensar. El pensar, acto por excelencia de la inteligencia humana, debe ser absolutamente desterrado.Ahora bien, a este modo de proceder, se suma otro que viene de la mano del discurso de la no discriminación. ¿Qué se entiende por «discriminar»? Discriminare es un verbo latino que refiere la idea de separar, distinguir, diferenciar una cosa de la otra. El hombre, en este sentido, es un discriminador ya que diferencia la comida del veneno, el mal del bien, la virtud del vicio, la verdad del error. El Diccionario de la Real Academia Española añade un segundo sentido del vocablo discriminar cual es el de «dar trato de inferioridad a una persona o colectividad por motivos raciales, religiosos, políticos, etc.». Este segundo sentido es el utilizado en nuestros días y con un sentido, a nuestro juicio, absolutamente equívoco, pero que esconde la intención de neutralizar el pensar. Ciertamente que no puede considerarse inferior a persona alguna en virtud de que cada una de ellas, por naturaleza, posee una dignidad tal que la sitúa por encima de todos los seres de este mundo. Pero esta dignidad ontológica debe ser completada con la dignidad moral.
El hombre, mediante sus actos libres, realiza el bien o defecciona. A nivel de estos actos se opera la discriminación, ya que se distinguen los actos buenos de los actos malos, aprobando y alentando a los primeros, y desaprobando y desalentando a los segundos. Así, por ejemplo, el ladrón es digno en lo que hace a su naturaleza pero no lo es en su proceder. Su proceder es reprobable y, por eso, la sociedad enseña a rechazar y condenar el robo. Lo mismo sucede con otros actos humanos reprobables: el adulterio, la mentira, el odio, la venganza, dar muerte al inocente, las relaciones sexuales entre personas del mismo sexo, etc.
Todo este análisis que acabamos de formular se deriva de una determinada concepción filosófica. Ahora bien, lo afirmado, ¿es un acto discriminatorio? Si así fuese, la censura del acto discriminatorio no tendría sólo por objeto el mismo acto sino también el pensar del cual se derivan tales conclusiones. Si en nuestro raciocinio seguimos un orden lógico, debemos concluir de ese modo. Y dado que no se nos puede pedir renunciar a la lógica, se nos exigirá renunciar a los principios de los que se siguen aquellas conclusiones. Así, entonces, toda filosofía que conduzca a afirmaciones contrarias a la posición relativista que, bajo el apotegma de la «no discriminación», vehiculiza un permisivismo extremo, será terminantemente prohibida. Las religiones correrán la misma suerte de la filosofía.
La mordaza al pensar es total. En lugar del pensar se erige un simulacro del mismo consistente en mantenerse siempre a nivel de conclusiones en diversas regiones de lo real pero sin llegar jamás a repensar los principios de los cuales se derivan las mismas. Las estrategias educativas, políticas, sociales, etc., tienden, con un afán casi obsesivo, a ahogar todo conato de pensar. Dado que el pensar no es una realidad que pueda dominarse, deberán emplearse todos los medios para aplastarlo. Quizás estas palabras de Voegelin resulten proféticas: «De hecho, una civilización puede avanzar y declinar al mismo tiempo, pero no para siempre. Hay un límite hacia el que ese proceso ambiguo se mueve. Se alcanza el límite cuando una secta activista que representa la verdad gnóstica organiza la civilización como un imperio bajo su dominio. El totalitarismo, definido como el dominio existencial de los activistas gnósticos, es la forma final de la civilización progresista»[3].
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Notas
[1] Eric Voegelin. La nueva ciencia de la política. Una introducción. Bs. As., Editorial Katz, 2006, 1ª edición, p. 173.
[2] Cfr. ibidem, p. 175.
[3] Ibidem, p. 161. Lo destacado es nuestro.
Fuente: ¡Fuera los metafísicos!
julio 10, 2011 a 7:13 pm
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