Por JOSÉ ANTONIO RIESCO
Uno de los principales socios de “Carta Abierta”, Horacio González, acaba de descalificar a Miguel del Sel –el mariachi devenido en triunfador sobre el kirchnerismo en los recientes comicios de Santa Fe–.
Lo acusó de ser la negación “de la política”, debido a su carencia de antecedentes y condiciones que legitimen su incorporación a las lides electorales de estos días. El autor de la diatriba, custodio de los anaqueles, archivos y documentos de la Biblioteca Nacional, renovó con esto su participación en el ataque de furia y descontrol que lidera Fito Páez y asociados.
Acaso Miguel del Sel, actor cómico (salvando distancias, recordemos a Charles Chaplin y Luis Sandrini) y chacarero de la tierra de Lisandro de la Torre, ha tenido la virtud de expresar una aspiración profunda de la sociedad argentina, en el sentido de descubrir en la política “algo más y mejor que lo mismo”. Sin desconocer las virtudes y carencias de los integrantes de la dirigencia ya vista y probada, es un elocuente síntoma de salud social que una importante porción de la totalidad de votantes haya dado este grito de liberación de los precedentes. Y esto en un país que lleva muchos años probando lo ya conocido y sólo para soportar la sucesión de frustraciones de que da cuenta la historia.
La democracia necesita líderes y estadistas, con más o menos experiencia en el oficio del poder, pero ha sido creada bajo el principio de la libertad y, además, conjuntamente, de la igualdad. Así reza el art. 16 de la Constitución y que el Dr. H. González acaba de enviar a la papelera de reciclaje, basado en una actitud casi aristocrática hacia “el hombre común de la democracia”, un sabio enunciado éste que en su momento acuñó Carl J. Friedrich, eminente jurista y politólogo alemán radicado en Estados Unidos.
“La Nación argentina no admite prerrogativas de sangre, ni de nacimiento; no hay en ella fueros personales ni títulos de nobleza. Todos sus habitantes son iguales ante la ley, y admisibles en los empleos sin otra condición que la idoneidad. La igualdad es la base del impuesto y de las cargas públicas”. (art. cit. CN)
No hay dudas que tuvo algo de razón Honorato de Balzac cuando afirmó que “la igualdad podrá ser un derecho, pero no hay poder humano capaz de convertirlo en un hecho”. La historia de la modernidad, y esto se afirma en el presente, es empero un largo y sostenido esfuerzo de la humanidad para achicar, en todo lo posible, lo que separa al derecho del hecho. La extensión del sufragio a las mayorías, la relativización de los privilegios de la propiedad, los derechos civiles y cívicos de la mujer, la protección de los niños y ancianos, la legislación laboral, las leyes de la seguridad social, la eliminación de la discriminación racial, etc., constituyen el programa que se viene cumpliendo en ese proceso.
La posición electoral de Miguel del Sel –a quien no conozco personalmente ni siquiera por carta– es una parte entrañable de esa marcha hacia la igualdad factible antes señalada, y no hablo del extremismo igualitario (ese de “Rebelión en la granja” de George Orwell) que suele terminar pariendo una tiranía o el dominio de una nomenklatura, como ocurrió y ocurre.
Los intelectuales tienen la responsabilidad de pensar y obrar con algo más que la pasión de asomar la cabeza por encima de la sensatez. Aunque se haya pasado la vida masticando ideología debe haber diferencia entre la opinión vulgar y agresiva, por un lado, y la misión docente que le compete como estamento calificado de la sociedad. Es lo que pretendió expresar Karl Mannheim cuando, en su momento, con su mención de la intelligentzia, trató de ofrecer alguna respuesta al desenfreno de los conflictos y de la violencia. Lo hizo, aunque sin éxito, indicando el equilibrio y la ponderación que se espera de aquéllos. No la abstinencia, pero sí todo lo contrario del menosprecio por “el hombre común de la democracia”.
Correo de Buenos Aires.com.ar
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