por Mons. Héctor Aguer, arzobispo de La Plata
Queridos amigos, hoy deseo dedicar este encuentro con ustedes a hablarles de un valor importantísimo y olvidado, que es el pudor.
Ante todo quiero decir, abriendo el paraguas, que no hay que confundir el pudor con la mojigatería, con el ocultamiento puritano. Estas son más bien deformaciones hipócritas o enfermizas del pudor.
El pudor es un sentimiento natural, no convencional. Es algo que poseen todas las personas honestas y del cual carecen los descarados, los desvergonzados, los degenerados, que se complacen en ostentar sus vicios y perversiones.
¿Cómo podríamos describir el sentimiento del pudor? Podemos decir que es una especie de impulso a detenerse, a ser discreto, a proteger algo íntimo que no puede ser exhibido indebidamente. Es un sentimiento que resguarda la intimidad personal y que, en ese sentido, favorece el ejercicio correcto de la sexualidad, del eros, del amor. El pudor es un ingrediente imprescindible para una conducta recta en ese ámbito de la vida humana. Implica una cuota de vergüenza honesta y el saludable temor de envilecer algo íntimo, que no se quiere comunicar de cualquier manera.
Se trata de un valor que se ha ido perdiendo en la sociedad contemporánea. El hecho de que la palabra pudor ya no suene y no circule en una conversación social, indica que este valor ha sido puesto entre paréntesis.
Todo lo contrario del pudor es esa especie de banalización de la sexualidad que se encuentra en tantos programas de televisión y en uno especialmente, del cual se ha hablado mucho en las últimas semanas. Es una especie de sex shop donde se ventila desvergonzadamente la intimidad física, donde se trata el cuerpo humano como un objeto; se lo degrada a la categoría de objeto y se hace con él lo que se quiere. Sobre todo, se exhibe como objeto el cuerpo femenino.
En ese programa se acumula la fealdad, la grosería, la indecencia, la pornografía… Es decir, es un signo de la decadencia cultural que estamos viviendo y soportando; especialmente si uno toma en cuenta que, según dicen, tiene 25 o 30 puntos de rating.
Se ha cumplido el sexagésimo aniversario de la televisión argentina en estos días y creo que es una buena ocasión para reflexionar un poco sobre esto. ¿A qué grado de estupidización ha sometido a nuestro pueblo?
Precisamente estos programas que tienen, al parecer tanta aceptación popular son una fuente de ganancias para los empresarios y para todos aquellos que medran con esto. Medran con la degradación cultural del pueblo argentino.
Aquí el problema de si lo ven menores o no lo ven menores me parece en cierto modo secundario, porque esto deshonra a todo el que lo mira. Y lo terrible es que el que lo mira es deshonrado por ello y no se da cuenta. Quiere decir que se produce un adormecimiento de la conciencia.
Quiero subrayar sobre todo esto: lo que significa semejante atentado contra la dignidad humana en cuanto a la noción del amor, del eros, de la sexualidad. Aquí no hay mojigatería ninguna en oponerse a esa desmesura sino que aquí se trata de un valor fundamental de decencia sin el cual no se puede vivir seriamente aquello que es más íntimo en la persona humana.
Este exhibicionismo tiene que tener algún freno, tiene que tener algún límite y me parece que el límite lo tiene que poner, espontáneamente, la opinión general.
Por eso este discurso va dirigido a ustedes, porque es necesario reaccionar. Si no se reacciona y si no se reacciona colectivamente, como una especie de toma de conciencia de “hasta aquí llegamos pero no podemos seguir así”, entonces esta decadencia cultural de nuestro pueblo va a continuar hasta un abismo insondable. Y eso sería una hipoteca de la esperanza que podríamos abrigar para el futuro argentino.
Reflexión semanal de monseñor Héctor Aguer, arzobispo de La Plata,
en el programa «Claves para un mundo mejor» (22 de de octubre de 2011)
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