“Vivimos una ficción y esa ficción se ha tornado inhabitable” escribió Havel en el derrumbe comunista del 89, pero el muro de Berlín cayó hacia los dos lados. Hacia el Este, el vacío del sistema totalitario; al Oeste, la oquedad cultural del Estado del bienestar cuya insolidaridad provoca, paradójicamente, un creciente malestar.
Manifestaciones de la insolidaridad del Oeste se han advertido en la poca ayuda con los nacientes países que surgen del comunismo o en la pasividad ante el genocidio balcánico.
La ´razón de Estado´ intenta justificar lo injustificable, y da lugar a lo que Tocqueville llamó “despotismo blando”. Mantendrá formas democráticas con elecciones periódicas, pero en realidad todo se regirá por un inmenso “poder tutelar” sobre el que la gente de la calle no tendrá apenas control. Taylor argumenta que cuando se disminuye la participación de los ciudadanos y a las asociaciones sociales se las desmotiva y se cierra el circulo vicioso del despotismo blando, el atomismo del individuo absorto en sí mismo da ese fruto. El problema no está en la contraposición de lo individual y lo colectivo, ni entre lo privado y lo público (los ejes de la primera modernidad), sino en la quiebra entre el aparato burocrático y la vida real de los ciudadanos y las sociedades que ellos configuran.
La separación entre moral personal y ética pública parte de separar al conjunto de personas de las decisiones éticas. Al desarraigar la ética de las prácticas vitales la moral se convierte en un conjunto de normas abstractas. El humanismo cívico presupone que los hombres y mujeres son capaces de conocer lo que es bueno y lo mejor para una sociedad. Esto lleva a un pluralismo político no relativista. La discusión de cualquier tema o ley debe ser racional y llevar al convencimiento de que esa ley discutida es justa en sí misma, y eso es muy importante en las convicciones de la sociedad en cuanto a las verdades prácticas.
La postura agnóstica que priva a los participantes de opción en el debate “por el bien de la paz” arrebata la posibilidad de un consenso nacional. Al partir del convencimiento de que el pluralismo genera antagonismo reduce las normas a un procedimiento que se basa en la autoridad y no en la verdad. Se partía de la libertad y poco a poco se da un deslizamiento a situaciones cada vez más estáticas y menos respetuosas con el valor de las personas.
De este modo el ´bien común´ se reduce porque se desconfía en los ciudadanos y se alude a las guerras de religión, los magnicidios, las revoluciones, los nacionalismos, los fundamentalismos... como prueba de la poca fiabilidad de los ciudadanos privados, y se recurre a los expertos que son los únicos detentadores de la verdad pública. Así se va perdiendo el aliento vital y se esfuma incluso la distinción entre lo humano y lo no humano, se pierde la espontaneidad buscando el control y se va al fracaso social.
La noción de ´bien común´ se trastoca en el ´interés general´, es decir de la ética se pasa a la técnica realizada por ocultos expertos. De este modo la separación entre los ciudadanos y los políticos crece y unos pocos funcionarios acumulan poder no compensado como era el origen de la democracia, como en una enfermedad senil. La desconfianza -el mayor enemigo de la ética- se extiende por doquier. Los ciudadanos de las democracias consolidadas experimentan un desencanto por desintegración de la textura social. La democracia socava sus propios cimientos al intentar borrar la argumentación moral y religiosa para un consenso de hecho que empobrece el propio discurso político y erosiona los recursos éticos y cívicos necesarios para una participación efectiva en el autogobierno democrático.
Fuente: ForumLibertas
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