por Carmelo López-Arias.
El caso del entonces juez de familia de Murcia Fernando Ferrín Calamita es relativamente sencillo de sintetizar.
Una mujer que convivía con otra, con la que había contraído matrimonio en virtud de la ley de matrimonios homosexuales de José Luis Rodríguez Zapatero, solicitó la patria potestad de la hija que su pareja había tenido con una relación heterosexual anterior.
El juez pidió informes sobre la conveniencia psicológica de esa situación para la menor. Fue denunciado por entorpecer la adopción. El Tribunal Superior de Justicia de Murcia le condenó por retardo malicioso a dos años de inhabilitación. El Tribunal Supremo agravó el tipo penal y le condenó por prevaricación, extendiendo a diez años su expulsión de la carrera judicial.
Los entresijos del caso. Desde entonces, Ferrín ha ejercido como abogado, aunque en su reciente libro-testimonio Yo, víctima de la Cristofobia (LibrosLibres) explica las dificultades que encontró para empezar, una vez que su nombre se había convertido en maldito en virtud de su abundante presencia pública, normalmente estigmatizado como "homófobo" o calificativos similares.
Fobia, sí... pero no suya
En este libro el juez explica que es al revés. En cuanto católico, considera inaceptable cualquier "fobia". Sin embargo -por eso el título habla de "Cristofobia"- sus acusadores alegaron su condición de católico para iniciar el caso y, a la postre, ganarlo. "Un católico no puede ser juez de familia en España", llegó a decirle un abogado.
De todos modos, estas páginas dejan claro que Ferrín Calamita no obró en virtud de sus personales convicciones, sino -acertada o equivocadamente- en los márgenes que le fijaba la ley.
Es la parte procesal del libro, donde su autor aduce: 1) que la adopción no es un derecho del adulto (homosexual o heterosexual), sino del menor; 2) que en un caso de adopción la ley obliga al juez a velar por los intereses del menor, no por los derechos (supuestos o reales) de los adultos; 3) que los expertos están divididos sobre el impacto que tiene en el menor crecer en un contexto en el que los roles padre-madre están trastocados; 4) y que, por tanto, estaba justificado pedir un segundo informe si juzgaba el primero insuficientemente motivado. (El libro lo reproduce... y en fin, juzgue por sí mismo el lector si en la piel de Ferrín habría aceptado ese informe como elemento de prueba.)
Y añade tres puntos: 1) no había perjuicio para la pareja adoptante, pues ya convivían con la menor; 2) el criterio de adopción dependía de un matrimonio contraído conforme a una ley recurrida ante el Tribunal Constitucional; 3) la prevaricación exije manifiesta intencionalidad del juez de quebrantar la ley, algo insostenible si se trata de pedir un segundo informe sobre una cuestión disputada por los peritos, y máxime teniendo en cuenta que esos informes no son vinculantes para el juez.
Lo más duro
Luego está la parte personal: la reacción del entorno personal y profesional del juez cuando empezó a protagonizar titulares.
Es ahí donde se manifiestan muchas miserias humanas. Amigos que dejan de serlo, conocidos que se cambian de acera, personas que aparentan buena fe para sugerir la rendición de alguien a quien consideran inocente, consejos de protección propios de Vito Corleone e incluso intentos de soborno. Es el retrato de unos entornos personales y profesionales donde deja de contar lo justo o lo injusto, en beneficio de lo conveniente o lo inconveniente.
A la espera de que un recurso ante el Tribunal de Estrasburgo, como en el caso de Javier Gómez de Liaño, acabe dándole la razón, Ferrín admite en su libro que cometió errores en su defensa, y por supuesto acepta que se pueda estar en desacuerdo con sus decisiones. Pero defiende con energía y eficacia que actuó conforme a Derecho y en ejercicio de la potestad que le otorga la Ley, y por tanto su expulsión de la carrera no se debe a razones jurídicas, sino al miedo a la incorrección política y a las campañas mediáticas de los lobbies zapateriles.
El fruto más valioso de su testimonio es saber que, a pesar de todo, un hombre linchado mediáticamente y que se siente atropellado en sus derechos se siente feliz porque duerme con la conciencia tranquila. Entonces es que ese premio vale la pena.
/ El Semanal Digital
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